Jueves, 28 de marzo de 2024

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La caridad con el hermano no conlleva menosprecio de Dios. San Juan Crisóstomo

La caridad con el hermano no conlleva menosprecio de Dios. San Juan Crisóstomo

por La divina proporción


Hoy vivimos en una sociedad que da gran valor estético, social y aparente a los aspectos sociales. Se nos llena la boca con palabras como solidaridad y nos ponemos las medallas por ser de los que son “solidarios” de una u otra manera. Ya nos dijo Cristo “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tú derecha” (Mt 6, 3). Para honrar y amar al nuestro prójimo, tenemos que amar primero a Dios. Si no vemos a Dios en quien sufre, nos quedaremos en acciones solidarias desprovistas de verdadero amor.

Aquí el cuerpo de Cristo no necesita vestidos, sino almas puras; allí hay necesidad de mucha solicitud... Dios no tiene necesidad de vasos de oro sino de almas semejantes al oro. No os digo esto con el fin de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos, pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debes pensarse en la caridad para con los pobres... ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres capaz de dar un vaso de agua? (Mt 10,42)... Piensa, pues, que esto es lo que haces con Cristo, cuando lo contemplas errante, peregrino y sin techo y, sin recibirlo, te dedicas a adornar el pavimento, las paredes y las columnas del templo; con cadenas de plata sujetas lámparas, y te niegas visitarlo cuando él está encadenado en la cárcel. Con esto que te digo no pretendo impedirte hacer tales generosidades, sino que te exhorto a acompañar o mejor preceder esos actos por actos a favor de tu hermano... Por tanto, al adornar el templo, procura no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más precioso que aquel otro. (San Juan Crisóstomo. Homilías sobre el evangelio de Mateo, nº 50, 3-4)

Para honrar a Dios no necesitamos grandes templos llenos de valiosísimas obras de arte. Necesitamos que el templo del Espíritu Santo (que llevamos cada uno de nosotros dentro) tenga a Dios en su altar y no apariencias sociales o las riquezas. San Juan Crisóstomo lo indica con claridad. No se trata de dejar honrar a Dios con ofrecimiento de nuestros bienes, sino que esto no sea apariencia social para aparecer como el “bienhechor a admirar”. No debemos aparecer como el fariseo que daba gracias a Dios por haberlo hecho tan bueno y maravilloso. Pero tampoco nos vale sentirnos igual de maravillosos por ser “solidarios” y esperar ser considerados socialmente por ello.

Cuando donemos bienes, tiempo, esfuerzo o nuestra propia presencia, hay que intentar ser como el publicano al final del templo. Es decir, conscientes de nuestras limitaciones, infidelidades y carencias. Los publicanos no eran pobres. Eran despreciados porque recogían impuestos para Roma y era fácil que extorsionaran a quienes no podían dar tanto como se les exigía. Dios es capaz de ver en el Publicano el arrepentimiento por no haber sido justo. Dios no rechaza a quien se arrodilla ante Él, aunque la sociedad lo desprecie por su oficio.

Por todo esto, es evidente que Dios nos pide que amemos y atendamos a quienes sufren. Es un mandato directo y sin posibilidad de ser matizado. Pero esta atención no puede centrar nuestro ánimo ni tampoco ayudarnos a ganar aprecio social. La clave está en dar sin que nadie lo sepa y hacerlo viendo la imagen de Dios en quien nos necesita.
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