Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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80 años de la publicación de la "Carta Colectiva del Episcopado Español"

5. «Contamos los mártires por millares» (Carta Colectiva)

por Victor in vínculis

Recuperamos el tema de la Carta Colectiva de los Obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra de España, fechada en Pamplona el 1 de julio de 1937. Recogemos el punto sexto de la misma.

6.- Caracteres de la revolución comunista

Puesta en marcha la revolución comunista, conviene puntualizar sus caracteres. Nos ceñimos a las siguientes afirmaciones, que derivan del estudio de hechos plenamente probados, muchos de los cuales constan en informaciones de toda garantía, descriptivas y gráficas, que tenemos a la vista. Notamos que apenas hay información debidamente autorizada más que del territorio liberado del dominio comunista. Quedan todavía bajo las armas del ejército rojo, en todo o parte, varias provincias; se tiene aún escaso conocimiento de los desmanes cometidos en ellas, los más copiosos y graves.

Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva, ni un cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana. Ni sería fácil, recogiendo los hechos análogos y ajustando sus trazos característicos para la composición de figuras de crimen, hallar en la historia una época o un pueblo que pudieran ofrecernos tales y tantas aberraciones. Hacemos historia, sin interpretaciones de carácter psicológico o social, que reclamarían particular estudio. La revolución anárquica ha sido excepcional en la historia.

Añadimos que la hecatombe producida en personas y cosas por la revolución comunista fue «premeditada». Poco antes de la revuelta habían llegado de Rusia 79 agitadores especializados. La Comisión Nacional de Unificación Marxista, por los mismos días, ordenaba la constitución de las milicias revolucionarias en todos los pueblos. La destrucción de las iglesias, o a lo menos de su ajuar, fue sistemática y por series. En el breve espacio de un mes se habían inutilizado todos los templos para el culto. Ya en 1931 la Liga Atea tenía en su programa un artículo que decía: «Plebiscito sobre el destino que hay que dar a las iglesias y casas parroquiales»; y uno de los Comités provinciales daba esta norma: «El local o locales destinados hasta ahora al culto se destinarán a almacenes colectivos, mercados públicos, bibliotecas populares, casas de baños o higiene pública, etc.; según convenga a las necesidades de cada pueblo». Para la eliminación de personas destacadas que se consideraban enemigas de la revolución se habían formado previamente las «listas negras» . En algunas, y en primer lugar, figuraba el Obispo. De los sacerdotes decía un jefe comunista, ante la actitud del pueblo que quería salvar a su párroco: «Tenemos orden de quitar toda su semilla».

Prueba elocuentísima de que de la destrucción de los templos y la matanza de los sacerdotes, en forma totalitaria, fue cosa premeditada, es su número espantoso. Aunque son prematuras las cifras, contamos unas veinte mil iglesias y capillas destruidas o totalmente saqueadas. Los sacerdotes asesinados, contando un promedio del 40 por 100 de las diócesis devastadas -en algunas llegan al 80 por 100-, sólo del clero secular, unos 6.000. Se les cazó con perros, se les persiguió a través de los montes; fueron buscados con afán en todo escondrijo. Se les mató sin juicio las más de las veces, sobre la marcha, sin más razón que su oficio social.

Fue «cruelísima» la revolución. Las formas de asesinato revistieron caracteres de barbarie horrenda. En su número: se calculan en número superior a 300.000 los seglares que han sucumbido asesinados, sólo por sus ideas políticas y especialmente religiosas; en Madrid, y en los tres meses primeros, fueron asesinados más de 22.000. Apenas hay pueblos en que no se haya eliminado a los más destacados derechistas. Por la falta de forma: sin acusación, sin pruebas, las más de las veces sin juicio. Por los vejámenes: a muchos se les han amputado los miembros o se les ha mutilado espantosamente antes de matarlos: se les han vaciados los ojos, cortado la lengua, abierto en canal, quemado o enterrados vivos, matado a hachazos. La crueldad máxima se ha ejercido con los ministros de Dios. Por respeto y caridad no queremos puntualizar más.

La revolución fue «inhumana». No se ha respetado el pudor de la mujer, ni aún la consagrada a Dios por sus votos. Se han profanado las tumbas y cementerios. En el famoso monasterio románico de Ripoll, se han destruido los sepulcros, entre los que había el de Wifredo el Velloso, conquistador de Cataluña, y el del Obispo Morgades, restaurador del célebre cenobio. En Vich se ha profanado la tumba del gran Balmes, y leemos que se ha jugado al fútbol con el cráneo del gran Obispo Torras y Bages. En Madrid y en el cementerio viejo de Huesca se han abierto centenares de tumbas para despojar a los cadáveres del oro de sus dientes o de sus sortijas. Algunas formas de martirio suponen la subversión o supresión del sentido de humanidad.

La revolución fue «bárbara», en cuanto destruyó la obra de civilización de siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas de ellas de fama universal. Saqueó o incendió los archivos, imposibilitando la rebusca histórica y la prueba instrumental de los hechos de orden jurídico y social. Quedan centenares de telas pictóricas acuchilladas, de esculturas mutiladas, de maravillas arquitectónicas para siempre deshechas. Podemos decir que el caudal de arte, sobre todo religioso, acumulado en siglos, ha sido estúpidamente destrozado en unas semanas en las regiones dominadas por los comunistas. Hasta el Arco de Bará, en Tarragona, obra romana que había visto veinte siglos, llevó la dinamita su acción destructora. Las famosas colecciones de arte de la Catedral de Toledo, del Palacio de Liria, del Museo del Prado, han sido torpemente expoliadas. Numerosas bibliotecas han desaparecido. Ninguna guerra, ninguna invasión bárbara, ninguna conmoción social en ningún siglo, ha causado en España ruina semejante a la actual, juntándose para ello factores de los que no se dispuso en ningún tiempo: una organización sabia, puesta al servicio de un terrible propósito de aniquilamiento, concentrado contra las cosas de Dios, y los modernos medios de locomoción y destrucción, al alcance de toda mano criminal.

Conculcó la revolución lo más elementales principios del «derecho de gentes». Recuérdense las cárceles de Bilbao, donde fueron asesinados por las multitudes de forma inhumana centenares de presos; las represalias cometidas en los rehenes custodiados en buques y prisiones, sin más razón que un contratiempo de guerra; los asesinatos en masa, atados los infelices prisioneros e irrigados con el chorro de las balas de las ametralladoras; el bombardeo de ciudades indefensas, sin objetivo militar.

La revolución fue esencialmente «antiespañola». La obra destructora se realizó a los gritos de «¡Viva Rusia!», a la sombra de la bandera internacional comunista. Las inscripciones murales, la apología de personajes forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos, el expolio de la nación en favor de extranjeros, el himno internacional comunista, son prueba sobrada del odio al espíritu nacional y al sentido de patria.

Pero, sobre todo, la revolución fue «anticristiana». No creemos que en la historia del Cristianismo y en el espacio de unas semanas se haya dado explosión semejante, en todas las formas de pensamiento, de voluntad y de pasión, del odio contra Jesucristo y su religión sagrada. Tal ha sido el sacrílego estrago que ha sufrido la Iglesia en España, que el delegado de los rojos españoles enviado al Congreso de los «sin Dios», en Moscú, pudo decir: «España ha superado en mucho la obra de los Soviets, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente aniquilada».

Contamos los mártires por millares; su testimonio es una esperanza para nuestra pobre patria; pero casi no hallaríamos en el Martirologio romano una forma de martirio no usada por el comunismo, sin exceptuar la crucifixión; y en cambio hay formas nuevas de tormento que han consentido las sustancias y máquinas modernas.

El odio a Jesucristo y a la Virgen ha llegado al paroxismo; y en los centenares de Crucifijos acuchillados, en las imágenes de la Virgen bestialmente profanadas, en los pasquines de Bilbao en que se blasfemaba sacrílegamente de la Madre de Dios, en la infame literatura de las trincheras rojas, en que se ridiculizan los divinos misterios, en la reiterada profanación de las Sagradas Formas, podemos adivinar el odio del infierno encarnado en nuestros infelices comunista. «Tenía jurado vengarme de ti» -le decía uno de ellos al Señor encerrado en el Sagrario-; y encañonado la pistola disparó contra él, diciendo: «Ríndete a los rojos; ríndete al marxismo».

 

 

Ha sido espantosa la profanación de las sagradas reliquias; han sido destrozados o quemados los cuerpos de San Narciso, San Pascual Bailón, la Beata Beatriz de Silva, San Bernardo Calvó y otros. Las formas de profanación son inverosímiles, y casi no se conciben sin sugestión diabólica. Las campanas han sido destrozadas y fundidas. El culto absolutamente suprimido en todo el territorio comunista, si se exceptúa una pequeña porción del norte. Gran número de templos, entre ellos verdaderas joyas de arte, han sido totalmente arrasados; en esta obra inicua se ha obligado a trabajar a pobres sacerdotes. Famosas imágenes de veneración secular han desaparecido para siempre, destruidas o quemadas. En muchas localidades la autoridad ha obligado a los ciudadanos a entregar todos los objetos religiosos de su pertenencia para destruirlos públicamente: pondérese lo que esto representa en el orden del derecho natural, de los vínculos de familia y de la violencia hecha a la conciencia cristiana.

No seguimos, venerables Hermanos, en la crítica de la actuación comunista en nuestra Patria, y dejamos a la historia la fiel narración de los hechos en ella acontecidos. Si se nos acusara de haber señalado en forma tan cruda estos estigmas de nuestra revolución, nos justificaríamos con el ejemplo de San Pablo, que no duda en vindicar con palabras tremendas la memoria de los profetas de Israel y que tiene durísimos calificativos para los enemigos de Dios; o el de nuestro Santísimo Padre que, en su Encíclica sobre el Comunismo ateo habla de «una destrucción tan espantosa, llevada a cabo, en España, con un odio, una barbarie y una ferocidad que no se hubiera creído posible en nuestro siglo».

Reiteramos nuestra palabra de perdón para todos y nuestro propósito de hacerles el bien máximo que podamos. Y cerramos este párrafo con estas palabras del «Informe Oficial» sobre las ocurrencias de la revolución en sus tres primeros meses: «No se culpe al pueblo español de otra cosa más que de haber servido de instrumento para la perpetración de estos delitos»… Este odio a la religión y a las tradiciones patrias, de las que eran exponente y demostración tantas cosas para siempre perdidas, «llegó de Rusia, exportando por orientales de espíritu perverso». En descargo de tantas víctimas, alucinadas por «doctrinas de demonios», digamos que al morir, sancionados por la ley, nuestros comunistas se han reconciliado en su inmensa mayoría con el Dios de sus padres. En Mallorca han muerto impenitentes sólo un dos por ciento; en las regiones del sur no más de un veinte por ciento, y en las del norte no llegan tal vez al diez por ciento. Es una prueba del engaño de que ha sido víctima nuestro pueblo.

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