Sábado, 20 de abril de 2024

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Muchos son los llamados… San Agustín

Muchos son los llamados… San Agustín

por La divina proporción

Hacía años que no leía comentarios de personas que decidían dejar de ser católicos porque no les gusta que haya infierno y que la Iglesia ande proclamando la necesidad de arrepentimiento y penitencia. Hoy he leído un par de comentarios en ese sentido. Decían que necesitamos liberarnos de ese dios tan “malo” y quedarnos con el dios que es “todo bondad y amor”. Aunque en los mensajes originales no hablan de complicidad, pero eso es lo que realmente reclaman. Eso sí, buscando que nuestra complacencia nos ayude a no descubrir el engaño.

Es cierto que en el pasado se ha abusado de una imagen de Dios que resulta maliciosa y vengativa. A veces parecía que Dios disfrutaba haciendo daño al ser humano. Estas imagenes no provienen del Evangelios, sino del maligno. Dios no busca venganza, sino nuestro bien. Dios no quiere nuestro mal, pero acepta que elijamos hacernos daño por medio del pecado. Proponer un dios tan aparentemente “amoroso” que le da igual todo, es simplemente encubrir la propuesta de un cristianismo agnostico y buenista, que contenta a todos sin esfuerzo alguno. Recordemos la Parábola de los invitados a la boda y lo que Cristo nos dice al final:

Amigo, ¿cómo has entrado aquí no teniendo vestido de boda? pero él enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: Atado de pies y de manos, arrojadle en las tinieblas exteriores: allí será el llorar y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos (Mt 22, 1314)

Este pasaje del Evangelio nos resulta especialmente desagradable hoy en día. Hoy no se se comprende que la justicia esté unida con la misericordia, siendo ambas la base de la acción de Dios. Los promotores del agnosticismo cristiano olvidan la justicia o la señalan como maligna, ya que pone en entredicho ese dios indiferente, ignorante y complaciente que nos quieren vender. Como nos vamos acercando a la Cuaresma, nos viene bien ir recordando estos temas poco a poco:

No quiero que ninguno de los que os acercáis a la mesa del Señor aquí presente os encontréis entre los muchos que serán separados, sino en compañía de los pocos que permanecerán. ¿Cómo os será posible? Recibid el traje de boda. «Exponnos —dirás— cuál es el traje de boda». Sin duda, es el traje que sólo poseen los buenos, los que quedarán en el banquete, los reservados para el banquete al que ningún malo tiene acceso, los conducidos a él por la gracia del Señor. Esos son los que tienen el traje de boda. Busquemos, pues, hermanos míos, quiénes entre los fieles tienen algo que no poseen los malos; eso será el traje de boda. ¿Los sacramentos? Veis que son comunes a buenos y a malos. ¿El bautismo? Es cierto que nadie llega a Dios sin el bautismo, pero no todo el que tiene el bautismo llega a Dios. Por tanto, no me es posible identificar el traje de boda con el bautismo, es decir, con el sacramento: es un traje que veo que llevan buenos y malos. Tal vez lo es el altar o lo que se recibe de él. Pero vemos que muchos lo comen, pero comen y beben su condenación (San Agustín. Sermón 90, 5)

San Agustín tampoco es mucho más condescendiente que Cristo. Es interesante como señala el engaño de las apariencias que se dan en el acceso a los sacramentos. Siempre han existido personas que se dicen cristianos por consideraciones sociales o culturales. No buscan realmente la trascendencia que lleva a Dios, sino la realidad del entorno social donde se mueven. Incluso lo hacen son toda la buena voluntad de la que son capaces. Es frecuente que se eche en cara de la Iglesia que no termina de convertirse en una ONG suyo único y principal objetivo sea atender a los necesitados. Cuando Judas criticó a la mujer que lavó los pies de Cristo con perfume, indicando que era mejor atender a los pobres que “desperdiciarlo” de esa forma, el mismo Cristo le indicó:

¿Por qué molestáis a la mujer? Pues ha hecho una buena obra conmigo. Porque a los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. (Mt 26, 1011)

No se trata de despreciar a los pobres, sino de ser verdaderos conductores del amor de Dios hacia ellos. No podemos ser realmente buenos y misericordiosos, si no accedemos a la bondad de Dios y a su misericordia. Creer que podemos hacer el bien sin tener en cuenta a Dios, muestra la soberbia que llevamos dentro de nosotros. Sin la Gracia de Dios nada podemos. Sin la Gracia terminamos buscando nuestro beneficio a través de las personas a las que ayudamos, lo que es terrible. Terminamos buscando la satisfacción y la emotividad, antes que dejar que Dios sea el que actúe por medio de nosotros.

Muchos son los llamados al festejo de la boda, pero sólo unos pocos aceptan entrar y entre ellos, los que vienen a aprovecharse serán expulsados. Al final, sólo unos pocos pueden ser los elegidos que caminen por el camino de la santidad junto a Cristo. Roguemos al Señor para ser de esos poquitos que le hacen presente entre nosotros. 

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