Jueves, 28 de marzo de 2024

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De los papas españoles. Hoy, Alejandro VI, el papa del descubrimiento de América.

por En cuerpo y alma

 
            Tras tener ocasión de conocer en su día las figuras de los dos papas españoles, San Dámaso I, uno de los más grandes pontífices de la Historia (pinche aquí para conocer al personaje), y Calixto III (pinche aquí para hacer lo propio), y también de otro que sin ser español casi lo era, Adriano VI (pinche aquí para lo mismo), nos detenemos hoy ante la figura del más conocido de los papas hispanos, Alejandro VI, Rodrigo Borja para los amigos, Roderico Borgia en su versión italiana.
 
            Rodrigo Borgia nace en Játiva el 1 de enero de 1431. Son sus padres Jofre Lançol e Isabella Borja, hermana del Cardenal Alfonso Borja, que reinaría en la silla de Pedro como Calixto III, el cual acogerá a su sobrino Rodrigo en la corte papal romana. Alfonso lo envía a estudiar leyes a la Universidad de Bolonia durante un año y en 1456, a la edad de veinticinco, lo crea cardenal diácono de San Nicolo in Carcere, aunque no se ordene sacerdote hasta 1468 (el lector de esta columna ya sabe que para ser cardenal en la época no era preciso estar ordenado, pinche aquí si le interesa el tema). En 1471 es cardenal obispo de Albano y luego de Oporto. Y en 1457 es nombrado Vicecanciller de la Iglesia Romana, cargo que ocupará durante treinta y cinco años.
 
            Elegante y refinado, de magnífico porte y reconocida inteligencia, el 11 de agosto de 1492, con la requerida mayoría de dos tercios, Rodrigo es proclamado Sumo Pontífice, adoptando para reinar el nombre de Alejandro VI. Tiene sesenta y un años, no es por lo tanto un Papa joven, pero no será ni mucho menos, un Papa de transición.
 
            Por lo que hace a su gobierno de la ciudad de Roma, limpia las calles de maleantes y dedica tiempo y esfuerzo al embellecimiento de la ciudad, para lo que cuenta con los principales artistas de la época: Pinturicchio, Bramante, etc. Reconstruye la Universidad Romana; se rodea de personas de talla, sintiendo especial predilección por los juristas; desarrolla el gusto por el teatro y la música.
 
            Su gobierno de las cosas de la Iglesia y de la cristiandad no dejará de rendir interesantes servicios. Defiende a los judíos. Trabaja por la paz entre los reinos cristianos: de hecho sus bulas Dudum Siquidem e Inter Catera evitan el choque entre España y Portugal por los territorios descubiertos en América precisamente durante su papado. Emite un sabio decreto en relación a la censura de libros. Envía a los primeros misioneros al Nuevo Mundo. Y trabaja denodadamente por la consecución de una alianza de los reinos cristianos contra el Turco, una alianza que, sin embargo, aún habrá de esperar todo un siglo para conseguir el gran logro de Lepanto. En algunos momentos, el sentimiento de culpa le lleva a explorar la posibilidad de abdicar, y hasta redacta numerosos decretos que habrían hecho un gran favor a la tan necesaria y ansiada reforma de la Iglesia, si bien nunca los emite, y la reforma habrá de esperar aún más de medio siglo para ver puestos sus cimientos en Trento.
 
            Junto a estos aspectos positivos del papado de Alejandro, una serie de notas lo hacen pasar a la historia, sin embargo, como un pontificado indigno. No es, desde luego, el más indigno de los papados, distinción que cabe a tantos de los que se prodigan durante los siglos X y XI y componen lo que se da en llamar el seculum obscurum o siglo de hierro de la Iglesia, pero sí es, por esos caprichos de la Historia, el que termina pasando a la historia como paradigma de corrupto.
 
            Entre esas notas, la primera, quizás la menos reprochable directamente al Papa Borgia, la tensión terrible que caracteriza la vida política romana e italiana, con una serie de príncipes y de cardenales a los que Alejandro ha de combatir por una cuestión rayana en la supervivencia, y todo ello sin olvidar las pretensiones españolas y francesas sobre los territorios del sur de Italia.
 
            Para seguir, la perversión de sus comportamientos en el gobierno de la Iglesia: la acusación de simonía y venta de favores persigue todos los actos de Alejandro, desde su posición en la Cancillería, hasta la propia consecución del papado, sin olvidar los realizados ya en el trono como, sólo a modo de ejemplo, la anulación del matrimonio de Luis XII de Francia con Jeanne de Valois para afianzar la neutralidad francesa.
 
            En tercer lugar la corrupción de costumbres en la corte papal. Aunque frugal en el yantar y en el beber, sus costumbres son menos edificantes en lo relativo al juego, al dinero y al sexo. Innumerables mujeres calientan el lecho papal: entre todas destaca Vanozza Catanei que le da cuatro hijos: Juan, César, Lucrecia y Jofre. Y todo ello, sin mencionar los legendarios o no tan legendarios incestos con sus propios hijos César y Lucrecia…
 
            De estos hijos, dos adquieren particular notoriedad. El primero César, a quien después de hacer arzobispo de Valencia sin ni siquiera recibir las órdenes y sin que éste se desplace jamás a la sede del arzobispado, cosas que, dicho sea de paso, no estaban prohibidas en la época, lo desacraliza luego para casarlo con la hermana del Rey de Navarra, Charlotte D’Albret, nombrándolo Duque de Romagna tras las guerras que lo enfrentan a los cardenales italianos convertidos en verdaderos señores temporales de los territorios italianos, para finalmente nombrarlo Obispo de Pamplona, sede en la que halla la muerte y en la que hoy día está enterrado.
 
            Y tanto como César, la bellísima Lucrecia, a la que Alejandro utiliza como moneda de cambio de su política, casándola y descasándola mediante anulaciones y hasta asesinatos con los más siniestros personajes de la política de su época: el Duque de Sforza, primero; Alfonso de Biseglia, un hijo ilegítimo de Alfonso II, después; el Duque de Ferrara, finalmente…
 
            El 6 de agosto de 1503, Alejandro cena en casa del Cardenal Adriano da Corneto, donde algo debió de pasar cuando todos los comensales caen víctima de la fiebre romana. Por lo que hace a él, sólo doce días después, el 18 de agosto, se producía su muerte. Tenía setenta y dos años. Ni que decir tiene que las sospechas de envenenamiento inundan el ambiente y hasta pudo morir por ingerir un veneno “cruzado” que no iba específicamente dirigido a él.
 
            Descansan sus restos en la iglesia de Santa María de Monserrat de los Españoles en Roma. Había durado su pontificado once intensos años y siete días más, y si se ha de hacer un balance del mismo, tal vez quepa definirlo como “un papado digno llevado a cabo por un papa indigno”. “El único Papa que nunca tuvo un apologista” según resumiera Cesare Cantu, no le faltaron enemigos, a todos los cuales humilló, lo que junto a esa leyenda negra que alimenta a todo lo que huele a español y a la que los propios españoles se han mostrado tan afectos, quizás haya contribuído a agigantar los aspectos más réprobos del pontificado del último español hasta la fecha en la silla de Pedro.
 
            Y sin más por hoy, queridos amigos, les deseo como siempre que hagan Vds. mucho bien y no reciban menos. Hasta mañana.
 
 
            ©L.A.
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