Jueves, 28 de marzo de 2024

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Laicismo y Tolerancia

por Argumentos para el s. XXI

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El laicismo militante de muchos países europeos intenta eliminar cualquier referencia religiosa en la vida pública, como si la fe sólo tuviera implicaciones personales, etiquetando de fundamentalista e intolerante a quien procure influir con sus propias convicciones morales o religiosas. Por ejemplo, cuando se habla de temas tan delicados como la regulación legal del aborto en lugar de escuchar y refutar los argumentos, la discusión se acaba lanzando el consabido tópico de como eres creyente estás imponiendo tu opinión a los que no lo somos. Este seudorazonamiento no se aplica en cambio para callar la boca de quienes intentan abolir el uso de pesticidas o de la energía nuclear, por más que dirijan su opinión al conjunto de la sociedad y no solo a quienes comparten sus ideas. Parece que en este caso se asume que quien hace esas propuestas expresa su opinión legítima, mientras en el caso de quien sostiene posturas pro-vida, por definición están sesgadas por unas convicciones que, sean o no religiosas -puesto que obviamente para defender la vida del no nacido no hace falta ningún argumento religioso-, solo son aplicables a quienes piensan asi.
A mi modo de ver, resulta un motivo de especial preocupación que se intente anular la opinión de personas creyentes  en cualquier materia social bajo la sospecha de que intentan imponer a los demás sus convicciones religiosas, lo cual no sería tolerable en un estado laico, incluso cuando esas opiniones estén fundamentadas en argumentos que no son religiosos.
Con este planteamiento, quien no se declare ateo convencido no tendría ningún derecho a opinar sobre aspectos que se refieren a la vida pública, pues estaría imponiendo su fe a los demás. Como los ateos no tienen fe, parecen libres de toda sospecha, ya que parece que lo único que se puede imponer es la fe, no las opiniones sociales de cualquier otro tipo. En este escenario perverso, se estaría anulando la capacidad de los creyentes para configurar la sociedad en la que viven, relegándose en consecuencia a ciudadanos de segunda categoría. Así, se daría la paradoja de que en una sociedad que se congratula de respetar los derechos elementales acabaría convirtiéndose en su principal hostigadora.
Debería resultar obvio que cuando un creyente, de cualquier credo religioso, ofrece su opinión sobre problemas sociales que afectan también a personas no creyentes, lo hace inspirado en que sus convicciones son válidas para todo el mundo. Exactamente igual que un ecologista considera que es bueno para la sociedad evitar la energía nuclear, o que un antisistema está en contra de la globalización. No se dirige sólo a los ecologistas o a otros antisistema, sino que ofrece sus convicciones a la sociedad en su conjunto y nadie por eso le acusa de estar infringiendo ningún principio de convivencia, siempre que lo haga pacíficamente, por supuesto.
De la misma forma, cuando un creyente opina que el aborto o la manipulación de embriones humanos son negativas para la sociedad, lo hace movido por unas razones que considera válidas para el resto de los ciudadanos, pues no son específicos de su práctica religiosa. Sería absurdo que algún católico planteara regular legalmente la asistencia a la misa dominical o las vigilias cuaresmales, pues estos son temas exclusivamente religiosos, pero cuando propone soluciones a problemas sociales de interés general, que afectan a personas creyentes o no, su opinión es tan valiosa como la de cualquier otro ciudadano. Tanto derecho tiene a opinar quien tiene convicciones religiosas como quien tiene convicciones ateas. El estado se declara neutral en este terreno, y, por tanto, debería admitir tanto unas como otras.
En consecuencia, resulta muy preocupante que se descalifique el razonamiento de una persona simplemente porque sea creyente, al margen de la consistencia del mismo. Imaginemos que la Iglesia católica prohibiera fumar a sus miembros. Eso no supondría que, a partir de ese momento, cualquier persona que criticara el tabaco lo hiciera por convicciones religiosas, ni tampoco que cualquier ciudadano, católico o no, que impulsara una legislación antitabaco fuera un fundamentalista religioso porque pretendería convertir un pecado en una prohibición legal, saltándose la neutralidad religiosa del estado. Si la crítica del tabaco se hace sobre argumentos de salud pública, médicos y sociales, y no sobre razones teológicas, cualquier persona, creyente o no, tiene perfecto derecho a presentarlos como una alternativa válida para todo el mundo.
Junto a ello, y sobre todo, esa persona tiene derecho a que se le conteste con la misma línea de argumentación, en lugar de despreciar su razonamiento bajo la sospecha de que está influido por su fe. Siguiendo con ese ejemplo, aunque los católicos fueran los únicos en rechazar el tabaco, la discusión tendría que centrarse en si el tabaco es o no bueno para la sociedad, para la salud de las personas, y, en caso negativo, en cómo resolver el conflicto entre la libertad personal y la salud pública, y no sobre la supuesta carga moral de fumar. Para mí es claro que la actitud ante el tabaco no es una cuestión religiosa, pero el ejemplo me parece que ilustra sobre el razonamiento que intento defender. Si una persona, sea creyente o no, expresa sus convicciones con razones que no son religiosas, tiene el derecho a ser contestado con el mismo tipo de argumentos, en lugar de ser menospreciado por su afiliación religiosa. Al igual que los argumentos ante el tabaco, los transgénicos o las centrales nucleares no son religiosos, vengan o no de personas creyentes, tampoco lo es la defensa de la vida humana, como no lo fue la abolición de la esclavitud (que también se promovió por grupos religiosos, no lo olvidemos). No se puede discutir del fondo de un asunto cuando no se concede al oponente el derecho a disentir, cuando no se analizan sus razones, sino su adscripción ideológica.
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