Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXVIII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Sabiduría. 7, 7-11; Hebreos 4, 12-13; Marcos. 10, 17-27

«Jesús, mirándolo, lo amó: - Una cosa te falta: vende lo que tienes y dáselo a los pobres; luego, ven y sígueme»

«Para Dios todo es posible. Puede convertir la noche en día y hacer de mi desilusión un trampolín hacia el cielo. De la pérdida una ganancia. De la muerte saca una vida nueva»

Dicen con razón que la aceptación de la realidad es la cuna de la felicidad. El sí que le doy a la vida que me toca vivir es lo que me da paz y alegra el alma. Es muy cierto. Porque todos deseamos una felicidad eterna, un amor eterno, una paz eterna. Deseamos no sufrir nunca y vivir siempre con sentido. No nos gusta lo pasajero, lo bueno pero corto, lo agradable pero escaso. Queremos lo bueno eterno, lo que dura para siempre. Lo que sucede es que en nuestra vida no todo es bueno, no todo es agradable y no todo nos hace felices. Y por eso anhelamos tanto el cielo en el que lo bueno será eterno y la belleza durará siempre. En la tierra, lo vemos cada día, hay cosas buenas que duran poco. Y otras poco agradables que se prolongan en el tiempo. El corazón sufre. No entiende, no acepta. ¿Cómo podemos ser felices en la tierra y soñar con la felicidad eterna en el cielo cuando todo se hace tan cuesta arriba? El otro día leía: «Tomás de Aquino decía: El hombre ha de inventar su camino. Y esto no quiere decir que tenga que hacer uno lo que le venga en gana; sino todo lo contrario: inventar significa dar sentido a lo que hay por delante; buscarle su explicación, aceptarlo, integrarlo y construir con ello, sea lo que sea, aunque en principio se vea oscuro, muy negro. Toda acción humana tiende hacia un fin, y hay un fin último hacia el que tienden todas las acciones humanas. ¡Todos buscamos la felicidad! La felicidad no puede consistir en la posesión de bienes materiales; Tomás de Aquino identifica la felicidad con hallar a Dios, de acuerdo con su concepción trascendente del ser humano»[1]. Me gusta la imagen: «inventar su camino». Que no consiste en hacer lo que quiero, sino en aceptar la vida como es. Sin dejar de buscar lo que deseo, sin dejar de soñar. Porque tenemos una vocación que nos trasciende, que nos hace eternos, que nos lleva a elevar la mirada hacia Dios cada día. Nuestro camino sube hasta el cielo. Y en la tierra asciende y desciende, se hace más duro o más sencillo. Caminamos y luchamos. Y conquistamos las cumbres sin renunciar al valor que tiene la propia vida. Soy un soñador enamorado de la vida aquí en la tierra que me prepara para el cielo. Y ya aquí, a veces agobiado por el presente que no controlo, mi corazón, desconcertado, sigue deseando cada día algo más grande. No le basta el dinero, el éxito, la fama, las cosas que me atan, el amor que me llena. No le basta el paso tranquilo del camino, la parada que descansa, la rutina que se hace sagrada. No le bastan los amores y desamores, los fracasos y los logros. Sueña algo más grande que yo mismo, más grande que mi vida limitada y pequeña. Desea unas rutas que apenas intuyo para estar en paz, para encontrar la felicidad que anhela. Mi corazón no quiere quedarse en la tristeza del momento. Sabe que no puede ser el fracaso, el dolor y la pérdida, una razón suficiente para vivir infeliz y perdido. Podemos ser infelices en el éxito. Y, curiosamente, podemos ser alegres en la pérdida. El sentido de las cosas se encuentra en el alma que sueña cosas grandes. Y la felicidad que sueño se dibuja tenuemente en mis manos que acarician lo que no poseen. Porque «la felicidad que el hombre puede alcanzar sobre la tierra es una felicidad incompleta»[2]. En el cielo tendremos el ciento por uno. Allí descansaremos en las manos de nuestro Padre para siempre. Y en la tierra sólo vislumbraremos torpemente la promesa de plenitud que Dios nos hace. Aun así, en el camino, queremos vivir con paz, con el alma alegre. Creo que la felicidad tiene mucho que ver con la mirada sobre la realidad, con la forma que tenemos de enfrentar la vida y sus circunstancias. El otro día leía: «No puedes controlar siempre lo que sucede en la vida. Lo que sí puedes controlar es tu reacción ante lo que sucede. Para estar contento tienes que aceptarlo todo. Si puedes hacer de esa actitud parte de lo que tú eres, entonces nada te molestará. Puede ser duro al principio, pero luego se convierte en un hábito. La aceptación trae consigo la felicidad»[3]. Aceptar la realidad como es no es tan sencillo. Pero si logro aceptarla entonces me encontraré, sin apenas buscarla, con la felicidad. No me obsesiono con ser feliz, no es el sentido de mi vida. Pero sí sé que cuando acepto las cosas como vienen, entonces la vida tiene más sentido. En ese momento, enfrentado a lo que no puedo cambiar, a veces deseo escaparme y al mismo tiempo, quiero quedarme. «A cada instante tengo un dilema que resolver: o estoy aquí, donde de hecho estoy, o me voy a otra parte. Siempre estoy deseando quedarme conmigo o partir y alejarme de mí»[4]. Corro de un extremo al otro, buscando alocadamente que cambien las cosas. Pero no cambian. Huyo y me encuentro con lo que hay, con lo que es. Y sigo caminado. A veces me quedo sombrío en el dolor de una realidad que me parece nefasta. Y de ahí no salgo. Ante la vida sólo cabe confiar y aceptar. Cuando niego y rechazo, me pierdo a mí mismo.

Aunque a veces intento convencer a Dios de que mis planes son los mejores sin duda: «Una fe que tú manipulas para que Dios haga lo que tú quieres es una fe mágica. Piensas que Dios realmente se presta a eso. Quien busca obsesivamente la curación de los males físicos ha perdido el norte. Todo lo que no te hace ver la eternidad que viene después, lo que te cierra la perspectiva a este mundo, no te habla de Dios, sino de un semi dios. Es un timo»[5]. A veces me busco un semi dios que haga realidad todos mis deseos. No quiero aceptar su voluntad. Me cuesta tanto confiar. Decía el P. Kentenich: «No sé lo que me sucederá en el próximo instante; pero sí sé que ello será lo mejor para mí. Aunque yo fuese el que pudiese elegir, creo que no podría hacerlo tan bien como Dios. Dejar que Dios elija por nosotros nos infunde una actitud casi de despreocupación. Por lo común estamos intranquilos y ansiosos a causa de las interferencias que hay en nuestro espíritu. Sólo debo preocuparme de vivir despreocupado; porque el Padre es el que empuña el timón de la barca de mi vida»[6]. Pero muchas veces no acepto su voluntad. Huyo de sus deseos. No entiendo lo que me dice. Y no me gusta a veces lo que intuyo que desea. Muchas veces no comprenderé sus planes, como leía: «Para escuchar a Dios hace falta aceptar no entender, estar dispuesto a sufrir, renunciar al mal, es decir, elegir el bien»[7]. Acoger su voz, escuchar sus deseos y tomar en serio lo que quiere de mí. Por eso tantas veces mi incapacidad de aceptar lo que quiere me turba. Y corro entonces el riesgo de dar tumbos en mis estados de ánimo queriendo ser feliz sin apenas lograrlo. Paso del entusiasmo a la depresión. De la felicidad extrema al desánimo. Mi vida llega a ser un desastre o de repente es maravillosa. Creo que aceptar la realidad tiene que ver con mantener la calma en todas las circunstancias de mi vida. Tiene que ver con mirar la vida tal como se nos presenta y elegir las opciones mejores para salir adelante. No llorar mucho tiempo apegados a nuestras desgracias. No creer que siempre o nunca van a resultar las cosas como queremos. Se trata de ir creando un hábito para aceptar las contrariedades de la vida que a veces son muchas. Con una sonrisa. Con paz en el alma. Normalmente sufrimos decepciones porque no se acomoda el sueño a lo que vemos. Cuando nos planificamos la vida y tenemos en el corazón tantas expectativas. Y lo que esperábamos no se parece a lo encontrado. Y en los pequeños fracasos experimentamos tristeza y desaliento. ¿Dónde queda entonces la alegría del corazón? Siempre queremos más. Queremos el cielo en la tierra. Queremos una vida plena y lograda. Lo queremos todo. Soñamos más de lo que podemos. Y es así porque creemos lo que Jesús nos dice: «Para los hombres, imposible; pero no para Dios, porque todo es posible para Dios». Porque nosotros también nos lo preguntamos: « ¿Y quién se podrá salvar?». Para mí que apenas balbuceo el nombre de Dios, todo es imposible. Salvarme, imposible. Sin Dios, imposible. Pero para Él que pronuncia mi nombre con la fuerza del amor, todo es posible. Él puede convertir el gris de mi alma en un sol profundo. Y puede hacer de mi miseria la experiencia más honda del amor de Dios. Para Él todo es posible. Puede convertir la noche en día y hacer de mi desilusión un trampolín hacia el cielo. Puede hacer de la pérdida una ganancia. Y de la muerte, como un mago, saca una vida nueva, resucitada. Sé que yo no puedo cambiar mi mirada. Aunque repita mil veces una nueva forma de abrir los ojos. Pero sé, porque no me falta fe, que Dios lo logra cuando le dejo poner sus dedos en mis ojos. Y me cambia la mirada. Y me callo más. Y dejo de hacer tantas cosas. Y espero y aguardo. Y sé que me busca y me encuentra. Y entonces logra lo que yo no logro y alcanza lo que mis manos no alcanzan. Con Él el camino que me invento es nuevo. Es su camino. Es mío cuando lo acepto. Y sé que su plan es el mejor. Aunque mis renuncias llenen de estrellas el cielo. Y sé que no pierdo cuando Él gana. Y no gano cuando le pierdo. Pero a veces siento lo que rezaba una persona: «Me cuesta confiar en el amor de Dios. Él me ama con todo su amor y yo no me dejo amar por su presencia. ¡Qué poco confío! Camino cansado y dejo a mi paso un halo extraño de tristeza. Como si quisiera tener poder sobre el mundo. Pero no lo tengo. Quiero abrazar el océano inmenso y mis brazos no alcanzan. Quiero tocar la vida que se me escapa. Confío, me lo repito cerrando los puños. Pero es una gracia que no recibo. Vuelvo a decirlo: confío y me encuentro desconfiado aferrado a mis planes». Puedo olvidar que para Dios todo es posible. Él lo puede todo. Puede lo que yo no puedo. Logra lo que yo no logro. Me gustaría tener esa fe que mueve montañas y cree en lo imposible. No es posible para los hombres, pero es posible para Dios. No es posible para mí que intento retener la vida. Es posible para Él que todo lo puede. No entro en su reino por mis méritos y logros. Entro por su misericordia que todo lo puede. Su amor que todo lo limpia y eleva. Su mirada que me sana por dentro. Él cambia mi miseria en misericordia, mi pobreza en riqueza verdadera. Me libera cuando no logro soltar mis cadenas. Y desenreda mi alma enredada. Desata los nudos de mi angustia y me hace soñar con lo imposible.

Un hombre sale hoy al encuentro de Jesús. Quería una vida plena y feliz. Estaba buscando un camino: «Se ponía ya en camino cuando salió uno a su encuentro y arrodillándose ante Él, le preguntó: - Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». En Mateo se nos dice que era un joven el que se acercó aquel día. Tenía una larga vida por delante y muchos bienes. Pero quiere encontrar el camino a la vida eterna y le plantea a Jesús la pregunta que todos alguna vez nos hemos hecho. Quiere la eternidad. Quiere tocar la vida eterna. Este joven está hecho para algo más grande. Sale al camino lleno de preguntas. Tener preguntas y buscar es lo que nos mantiene jóvenes. Se arrodilla ante Jesús. Como un niño necesitado. No me extraña que Jesús se detuviese. Le conmovió este chico que lo tiene todo y no tiene nada. La pregunta de siempre, la que nosotros hacemos cada día, la que nadie nos responde del todo: « ¿Qué he de hacer?». Como nosotros, él también desea una felicidad plena. Queremos tenerlo todo para siempre y sin perder nada. Queremos saber qué hacer, comprender el camino más recto hacia la meta, nos importa contar con algunas normas concisas. Una senda sin contratiempos en la que todo sea sencillo y esté pautado. Queremos seguridades y certezas para no equivocarnos, para no errar el camino a seguir. No queremos que nos quiten nada de lo que tenemos. Nos da miedo perder. Nos gustan las normas para conocer bien los límites. ¿Qué hacer y qué evitar? Nos gustaría que Jesús nos lo dijese, que los sacerdotes nos lo dijesen. ¿Qué he de hacer? Buscamos respuestas concretas. Pautas, normas claras. Para alcanzar el cielo. Para ser felices. Para heredar la vida eterna. Como una receta. Como un seguro. ¡Cuántas veces en la vida nos gustaría que nos respondiesen con recetas! Vamos al encuentro de Jesús, le salimos al encuentro, nos arrodillamos. ¿Qué he de hacer, Señor? Ahora mismo, si somos honrados, tenemos en muchos campos estas preguntas. Quizás con un hijo, o ante los estudios, o frente a una relación, un problema laboral, una elección de cambio de vida, o una pregunta vocacional. Ojalá nos hagamos muchas preguntas: « ¿Qué de hacer, Señor? ¿Qué hago? No sé por dónde tirar. No sé qué es lo mejor. ¿Cómo amo más? ¿Por dónde me quieres? ¿Dónde seré más feliz y más pleno? No sé cómo salir de esta situación. No sé qué es lo que quiero en la vida». Hay en el alma un grito de necesidad, de impotencia. Esas preguntas nos ponen en camino. Este chico tenía fuego en su alma. Y una mirada capaz de reconocer que en Jesús había algo que tocaba su vida en lo más profundo. A veces estamos sentados esperando a que nos digan las respuestas desde el cielo. Él se movió. Necesitaba algo nuevo. Era joven pero se sentía viejo. Todos hemos sentido a veces que nuestra vida nos aprisiona. Hemos pensado que tal vez no hemos elegido bien y nos pesa. O quizás hemos perdido un poco el sentido de lo que hacemos. Son momentos de encrucijada que nos ayudan a hacernos pobres, a despojarnos de todo lo que sabemos para comenzar de nuevo. Para vivir de otro modo. Para amar mejor. Ojalá, en momentos así de nuestra vida, siempre salgamos al encuentro de Jesús, y nos arrodillemos ante Él. ¿Qué he de hacer, Señor, para tener vida? ¿Cuál es mi pregunta hoy? ¿En qué situación hoy le pregunto a Jesús qué he de hacer? Ojalá hoy nos arrodillemos ante Él como este joven rico. La vida siempre se juega en elecciones que hacemos. Y detrás de todas ellas hay una opción personal. En la vida nos gusta cumplir, pero a veces nos da miedo seguir a Jesús sin tener claro el camino exacto. Tenemos que seguir a Jesús con radicalidad, confiando. O Jesús se convierte en prioridad en nuestra vida o mejor nos alejamos de Él algo tristes como el joven rico. Seguir a Jesús supone renunciar y optar, elegir y aceptar. Dejar cosas, tomar otras. Toda elección supone siempre una renuncia. El seguimiento exige dejar lo que me pesa para caminar más ligero tras sus pasos. El joven rico de hoy quiere cambiar pero no confía. No quiere dejar lo que le ata. No está dispuesto a renunciar. A veces en la vida queremos seguir a Jesús, pero seguimos más bien nuestros planes, hacemos lo que queremos, realizamos lo que deseamos y Jesús nos mira con amor, conmovido.

Creo que mi alegría pasa por no compararme demasiado. Con no andar mirando continuamente otras vidas pensando que son mejores que la mía. Pasa por dejar de lado el pecado de la envidia que tanto mal me causa. Quiero no envidiar al que es mejor que yo, al que tiene más cosas, al que logra más éxitos. Sí. La envidia me envenena el corazón y no me deja ser feliz. Mi alegría pasa por no vivir compitiendo, intentando llegar a ser mejor que los otros. Consiste en ver mi vida no como una carrera de méritos, en la que no me detengo a ayudar a los demás y me encierro en la búsqueda enfermiza de lo que más deseo. A veces vivo persiguiendo metas que nadie me ha marcado, deseando lo que yo nunca antes había querido, esperando lo que otros me piden que desee, sólo porque ellos lo desean. No soy más feliz cuando lo poseo todo. Y no dejo de ser feliz cuando pierdo en mi carne lo que me alegraba. Una persona rezaba: «Desde la cruz la mirada es más pura. Regálame esa mirada tuya al Buen ladrón. Y mírame así, mi Señor. Yo sólo quiero estar contigo. No quiero sentirme importante, ni encajar en ningún lado. Mi alma sueña con el cielo que es infinito. Mi vida es tan pequeña tendida sobre la orilla. Sueño el mar que acaricia mi barca. Tengo tantos planes guardados en lo más hondo. Te los entrego. Es verdad, sueño en grande. Y mi vida, es maravillosa, yo lo sé, tal como es. Pero sigo soñando en grande. Te entrego la renuncia a lo que pudo ser, a lo que puede ser. Pero mi cielo está en mi vida ahora. Y una y mil veces, en todas las circunstancias de mi vida, opto por ti. Opta Tú, Jesús, por mí. No quiero desear lo que no tengo». Deseo el infinito, lo deseo todo. Pero no quiero desear lo que no poseo. ¡Qué paradoja! Cuando más me apego a lo caduco, más grande es el vacío que hiere mi alma. Y más solo me siento. Y más me amarga el abandono. Y más pequeño me siento. Y miro el mar inmenso bañando mis recuerdos. Y quiero más y sueño con lo eterno. ¿Qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna? Quiero aprender a valorar la vida como es. A tomar con sencillez cada pérdida en lo que vale. No quiero darle más importancia a una derrota de la que tiene. S. Francisco de Asís explicaba así la verdadera felicidad: «El descubrimiento de la voluntad de Dios en la adversidad, de un amor que afronta el dolor y que sabe transformar el mal en bien»[8]. En la adversidad encontrar a Dios, abrazar su paz, aferrarme a su deseo. No quiero pensar que una crítica borra algo del valor que Dios me ha dado. No deseo el éxito de los otros, ni la vida que otros tienen. No sé si seré más feliz cuando mi deseo quede satisfecho. O simplemente ese deseo ya olvidado dejará paso a otro y a otro en una cadena interminable que amarga el alma. No creo que caminar con un sentido solucione todos los problemas, es cierto, pero me dará una seguridad que este mundo cambiante nunca me regala. ¿Cuál es el sentido con el que camino? Es tanto lo que puedo hacer, hay tantas metas posibles. ¿Cómo llegar a tocar la vida eterna? ¿Cómo ganar aquí en la tierra el ciento por uno? El alma tiembla. No quiero acaparar tantos tesoros que no tenga dónde guardarlos. No quiero ser ni tan rico, ni tan pobre, que no pueda estar en paz ni con Dios ni con los hombres. No quiero sufrir, no quiero acomodarme. Quiero lo que Dios quiere. Pero lo que Él quiere a veces temo quererlo. Muchas veces parece que no deseo lo que Él quiere. No busco almacenar bienes que me den seguridades temporales. No quiero depender de cuánto tengo. Decía Santa Teresa: «Aquella libertad de espíritu tan preciada y deseada que tienen los perfectos, adonde se halla toda la felicidad que en esta vida se puede desear; porque, no queriendo nada, lo poseen todo. Ninguna cosa temen ni desean de la tierra, ni los trabajos las turban, ni los contentos las hacen movimiento. En fin, nadie le puede quitar la paz, porque ésta de sólo Dios depende. Y como a Él nadie le puede quitar, sólo temor de perderle puede dar pena». Me gustaría vivir así. En el mundo, como ciudadano del cielo. Feliz con lo que tengo. Con los pies en la tierra, con el alma pegada al cielo. Deseando lo imposible. Abrazando con paz lo que Dios me ofrece. Quiero hacer mías las palabras que hoy escucho: «Por eso pedí y se me concedió la prudencia; supliqué y me vino el espíritu de Sabiduría». Me gustaría ser siempre sabio y prudente. Saber lo que corresponde hacer en cada momento. Sé que si no me uno a Jesús no seré nunca sabio. Si no sigo sus deseos no seré prudente. Prudente significa tener la sabiduría para saber optar por lo que más me conviene. Porque sé que no siempre acierto. Nada vale tanto como tener a Jesús en mi vida. Pero a veces pienso que cuando rezo no le tengo en mi alma. Y puedo perder el tiempo sin estar con Él.

Seguir a Jesús exige estar dispuestos a entregar la vida por entero. Y esa entrega trae felicidad y paz al alma: «Jesús le dijo: - Ya sabes los mandamientos. Él, entonces, le dijo: - Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud. Jesús, fijando en él su mirada, lo amó y le dijo: - Una cosa te hace falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico». El joven rico quiere la vida eterna. Cumple todos los mandatos de Dios. Jesús, entonces, le pide más. No le pide lo mismo que a otros. Jesús tenía ese don. Conocía a cada uno y a cada uno le pedía una cosa distinta, quería su felicidad. No nos pide a todos que vendamos todo. Por ejemplo, a Zaqueo solo le pidió que lo recibiese en su casa. Pero a este joven le pide más. Porque ha leído en su alma que las cosas le atan, le estrechan el corazón. Y confía en él. Quiere tenerlo a su lado. Quiere que sea de los suyos: «Ven y sígueme. Yo te prometo el cielo y el mar, te prometo amar de tal forma que no echarás de menos los bienes». No lo juzga. No lo critica. Sólo le pide lo que piensa que le va a hacer más feliz. Y sabe que en su caso no cabe seguirle y ser rico. A cada uno de nosotros, cuando nos ponemos frente a Dios, nos pide un paso de amor. Ese paso en cada uno es distinto. Jesús no exige cargas duras a quien no puede. Porque sólo le preocupa que seamos felices, que despleguemos las velas que a veces están llenas de polvo en nuestro interior. En el encuentro con cada uno Jesús nos llama siempre a la plenitud. Este joven está inquieto. Pero no está dispuesto a dejarlo todo por seguir a Jesús. Le cuesta, como a nosotros, cambiar y empezar de nuevo. Arriesgarse. Despojarse. Hacerse peregrino como Jesús. No tener nada. Jesús, más que pedirle algo grande, le ofrece algo grande. Le ofrece todo: «Ven a navegar conmigo, pero tienes que dejar la orilla». Jesús ha mirado el alma de ese chico. Sabe que vivir con Él es lo que de verdad necesita para ser feliz, para desarrollar todo lo que lleva dentro y no conoce. Para descubrir para qué está hecho. Le ofrece lo mismo que a los apóstoles. Vivir con Él. Los apóstoles dejaron las redes. ¿Y este joven? Cuesta más porque tiene más. No tuvo el arrojo de hacerlo en ese momento. Jesús lo miró y lo amó aquella tarde. Pienso que una mirada es capaz de cambiar el corazón. Cuando alguien nos mira con cariño se deshacen muros en nuestro interior. Yo creo que todos hemos vivido alguna vez el estar tristes, vivir, seguir, tirar, con el corazón muerto. Y de repente, alguien nos para, nos pregunta cómo estamos, se interesa y nos mira. Y nos rompemos. Todo estaba bien hasta que esa persona nos miró, y entonces se rompió el muro. Nos sentimos por fin acompañados y amados. Aceptados y comprendidos. Esa es la mirada de Jesús. Y a veces la sentimos a través de otros. Hoy Jesús, «mirándolo, lo amó». Siempre que lo leo me impresiona profundamente. Será que yo deseo ser mirado por Dios así cada día. ¿Cómo sería esa mirada de Jesús al joven rico? Hasta el fondo, comprendiendo su dificultad para desprenderse, su anhelo de hacer algo grande, su vacío a pesar de cumplirlo todo y tener tantos bienes, su esperanza de que Jesús le diera un nuevo sentido a su vida. Pero está demasiado apegado a sus riquezas. Y seguir a Jesús supone entregarlo todo por entero. Pienso en cómo sería la vida de este joven. La mayoría de los que se acercan a Jesús son los pobres, enfermos, hambrientos, los que no tienen nada. Y Jesús los ama. Pero él lo tiene todo. Además, es joven. Es la edad en que uno tiene sueños y es idealista, en que la vida se abre y está llena de posibilidades. En que el corazón arde. Este joven lo tiene todo. Su familia es rica y piadosa. Cumple. Tiene bienes. Pero le falta algo. No le vale con lo que vive. O cómo lo vive. Su alma por dentro necesita más. Algo le mueve al ver a Jesús. Algo le interroga. Algo le atrae. Algo que responde a su sed. Quizás por fin, va a saber para qué está hecho. Cumple todas las normas. Pero tiene que haber algo más. Y Jesús es ese algo más. Pero hace falta valor para seguir a Jesús dejándolo todo. Para seguir a aquel que le da sentido a una vida exigente, al borde del peligro, expuesta. Decía el P. Kentenich: «Escuchen esta frase referida a San Pablo y vean si pueden aplicarla a ustedes mismos: - Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi nombre. (Hch 9, 16). Inmersión en la corriente misionera quiere decir, naturalmente, ingreso en la corriente de sufrimientos de Jesús. Significa también sumarse a la corriente de trabajo. Esta misión comprometía a los apóstoles: ellos no podían quedarse con los brazos cruzados, ¡había que trabajar!»[9]. Eso es seguir a Jesús. Una entrega total cargada de felicidad. Añade el P. Kentenich al hablar de la decisión por seguir a Jesús en cuerpo y alma: «Este paso, decisión y entrega deben ser algo que nos llene de dicha, precisamente por habernos dedicado con cuerpo y alma a Dios, al que es infinitamente dichoso en sí mismo»[10]. Seguir a Jesús nos debería llenar de felicidad. Dar la vida por Él, por su Reino. A veces uno conoce a personas consagradas a Dios que no trasmiten esa felicidad. Es como si todo fuera una carga, un sacrificio insuperable y se olvidaran la sonrisa en algún lugar del alma. Me entristece ver cómo siguen a Jesús algunos. Al menos el joven rico del Evangelio es sincero. Ve que no es posible dejarlo todo y se queda triste. Pero no sigue a Jesús con tristeza. Optó por no seguir. No quería el trabajo ni el sufrimiento. No podía renunciar a todo lo que poseía. Se sentía esclavo, atado. Y su alma no se veía capaz de dar un salto. Estoy seguro que ese joven no olvidó nunca la mirada de Jesús. Quizás olvidó alguna de sus palabras, pero recordó siempre su mirada personal, de ternura y misericordia, de orgullo, de ánimo. Nunca sabremos si ese joven volvió en un tiempo. Yo pienso que Jesús había plantado la inquietud en su alma y no sería tan fácil entonces volver a lo de antes. A su vida anterior. Pero es su elección. Ahora es libre para decidir. La mirada se había quedado dentro. Jesús contaba con él. No lo había despreciado, lo había amado. ¿Qué haría el joven? ¿Qué hago yo?

¿Cuáles son mis apegos a las riquezas? ¿Dónde me pesa más el alma? «Jesús, mirando a su alrededor, dice a sus discípulos: - ¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que un rico entre en el Reino de Dios». Muchas veces vemos el lastre que nos pesa y nos ancla en la tierra, no nos deja volar. Y nosotros nos unimos a las palabras de Pedro: «Pedro se puso a decirle: - Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. Jesús dijo: - Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.». Marcos. 10, 17-27. Podemos llegar a sentir que lo hemos dejado todo por estar con Él. Pero tantas veces se pega al corazón la miseria de nuestros apegos. Vivimos nuestra fe tibiamente, sin pasión. Vivimos pensando que no nos vamos a morir nunca. Aunque sepamos que no es así. Que el tiempo pasa y que un día lo dejaremos todo. Todo lo que hemos guardado en graneros. No nos llevaremos nada. Para Dios es impensable que un rico pueda entrar en su reino, pero no por el hecho de ser rico. Sino por haber convertido la riqueza el objetivo de su vida. Por vivir obsesionado con tener más. Por ser injusto con el que no tiene. «En el reino de Dios no puede haber ricos viviendo a costa de los pobres. Poderosos oprimiendo a los débiles. La tragedia de los ricos es que su bienestar al lado de los que pasan hambre es incompatible con el reino de Dios, que quiere ver a todos sus hijos disfrutando de una vida justa y digna»[11]. Mi riqueza, cuando se convierte en causa de injusticia hacia los débiles, cuando me hace injusto y avaricioso, cuando me hace olvidar la misericordia, es una riqueza que me aleja de Dios. Por eso hoy me pregunto: ¿Soy rico en el corazón? ¿Mi corazón es lugar abierto en el que cabe el que nada tiene y encuentra ayuda y sostén el que me necesita? Todo aquello a lo que renunciemos será recompensado aquí en la tierra con el ciento por uno. Y además, la vida eterna. Dios lo hará posible. Nos hará más felices, más plenos, más humanos, más libres, cuando le sigamos dejándolo todo. Porque es verdad que caminar sin tanto equipaje, sin tantos seguros, sin tantos bienes, sin tantas certezas, nos abre el alma, nos hace necesitados y más capaces para amar. Nos hace necesitados de Dios, pobres y niños ante Él. «Lo que no se da se pierde», decía la Madre Teresa. Quiero vivir así, sin contar ni acaparar. Dando como Jesús. Junto a Él. También a mí me dice hoy: «Ven y sígueme». Y en realidad, eso es lo único que quiero.



[1] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[2] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa

[3] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in

[4] Pablo D´Ors, Biografía del silencio

[5] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65

[6] J. Kentenich, Niños ante Dios

[7] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65

[8] Simone Troisi y Cristiana Paccini, Nacemos para no morir nunca, 65

[9] J. Kentenich, Niños ante Dios

[10] J. Kentenich, Niños ante Dios

[11] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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