Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Dialéctica política / religión


El discurso de Cristo sobre el César y Dios, su mandato de predicar el evangelio y el hecho de haber sido condenado por las autoridades religiosas y políticas plantea una dicotomía, una tensión que se ha desarrollado a lo largo de la historia

por Antonio Barnés Vázquez

Opinión

No se podría reivindicar la separación entre política y religión si, con el nacimiento de la iglesia cristiana, no se hubiera creado una sociedad, eclesiástica, dentro de la sociedad civil, constituyéndose por tanto dos sociedades diversas con jerarquías distintas y fines diferentes aunque concomitantes. Separar religión e imperio romano hubiera supuesto minar los fundamentos mismos de una organización política surgida como proyecto regenerador pilotado por un protegido de los dioses. Solo un emperador, Constantino, podía dar luz verde al cristianismo. Solo un emperador, Teodosio, podía conceder al cristianismo el estatus de religión oficial.

Ahora bien, como la iglesia cristiana mantenía una jerarquía que podía sustraerse del dominio del emperador, la confrontación entre los dos ámbitos estaba servida. Y lo natural, como sucedió en Constantinopla, es que el patriarca religioso acabara convertido en sumo sacerdote al servicio del emperador-rey, en el ministro de asuntos religiosos, pues el poder político, como su propio nombre indica es el que más “puede”. Fue entonces la caída del imperio romano de occidente la que permitió un desarrollo autónomo de la iglesia católica. No era viable (desde un punto de vista fáctico) un Papa a 500 metros del Emperador.

Cuando Cristo distingue entre César y Dios –“dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”-, establece las bases de la autonomía de las esferas política y religiosa. Pero Cristo dice esto en un periodo histórico en que el César –Tiberio en ese tiempo- está sacralizado, de modo que no está afirmando únicamente que religión y política sean ámbitos diferentes, sino, a mi juicio, algo mucho más importante: que ni el emperador, ni el rey, ni el general, ni la nación, ni el presidente, ni el Estado, ni el mercado son Dios. Cristo está negando, no el derecho del poder, sino un poder absoluto.
           
Cuestionar que puedan existir comunidades religiosas es negar el derecho de asociación. Reivindicar que las comunidades religiosas se subordinen por completo al poder político es negar un margen a la conciencia. En efecto, Creonte niega el derecho de Antígona a enterrar a Polinices, y Antígona reivindica su derecho a hacerlo.

¿Las posturas son irreconciliables? En ese caso, si Polinices se hubiera enterrado fuera de la ciudad se habría complacido a Creonte, que no quería un enemigo, ni muerto, entre sus muros; y a Antígona, que no estaba dispuesta a que su hermano fuese pasto de los animales de rapiña.
           
El discurso de Cristo sobre el César y Dios, su mandato de predicar el evangelio y el hecho de haber sido condenado por las autoridades religiosas y políticas plantea una dicotomía, una tensión que se ha desarrollado a lo largo de la historia. Es verdad que existen diversos modelos, y que la iglesia nacional como la de Inglaterra, en que la cabeza de la iglesia y del Estado coincide en la misma persona, o el de las iglesias ortodoxas que suelen poseer un carácter nacional es más pacífico que el modelo católico, cuya cabeza es supranacional. En este sentido, la iglesia católica es un caso anómalo, porque en el mundo antiguo los reyes gobernaban también los cultos, y en el medieval y moderno, cuando un sector católico se ha desligado del Papa, ha acostumbrado a transformarse en una iglesia nacional, llámese ortodoxa, luterana o anglicana. ¿Qué conflicto se va a producir entre Inglaterra y la Iglesia de Inglaterra cuando la cabeza de la iglesia es el rey?
           
Los padres de la Iglesia cristiana, al introducir conceptos filosóficos en su discurso, hicieron más clara la distinción entre esfera civil y eclesiástica; política y religión; ciudad terrena y ciudad de Dios. Quienes postulan una separación entre política y religión han recibido de la iglesia instrumentos conceptuales para hacerlo, también porque no habría habido filosofía moderna ni contemporánea sin escolástica: continuidad en el tiempo de la filosofía greco-latina, triunfo del logos sobre el mito.
           
En la dialéctica entre religión y política, podemos distinguir tres posturas fundamentales: el clericalismo o intromisión del estamento clerical en la política activa; el anticlericalismo o laicismo que trata de apartar del ágora a los clérigos y aún a los laicos consecuentes con su fe; y la posición que defiende un clero no inmiscuido en la lid política y un laicado cristiano comprometido con su fe en libertad, es decir, sin instrumentalizar la fe en partidos únicos supuestamente cristianos.
           
Los debates tienen sus raíces históricas. Y la reivindicación de una religión ausente del escenario político forma parte del diagnóstico ilustrado de la religión como causante de las guerras: hipótesis interesante en el siglo XVIII, pero desechable a posteriori, porque la Edad Contemporánea, que se ha construido desde el consciente ostracismo de la religión, no se ha visto, antes al contrario, mermada de conflictos. Las agresiones a la humanidad que se han verificado en los dos últimos siglos: Revolución francesa, invasiones napoleónicas, colonianismos, guerras mundiales, guerra fría, etcétera, no han sido, ni precisa ni principalmente, guerras de religión. O mejor dicho, no han sido causadas por las religiones tradicionales, sino por ideologías sustitutivas: nacionalismos, estatalismos, capitalismo… Nación, Estado y Capital se han revelado fuerzas promotoras de abundantes conflictos.
           
Si rechazamos las religiones tradicionales como promotoras de conflictos sociales, hemos de marginar también las ideologías contemporáneas que, sacralizando la Nación, el Estado y el Capital, han incentivado agresiones inéditas. No es tanto la religión, la nación, el estado o el capital quienes oprimen a los hombres, sino su hipertrofia.  
           
Curiosamente, la coexistencia de una sociedad civil y otra religiosa sirve de contrapeso. La deconstrucción de la cristiandad occidental desde el siglo XVIII ha dado vía libre a la absolutización del mercado, de la nación y del estado. El laicismo es una inquisición laica, que no por ser laica es menos inquisición. Las teocracias agostan la libertad de las conciencias. Una distinción y una convivencia pacífica entre la sociedad civil y las sociedades religiosas parece lo más sensato. Siempre que haya una escuela libre para pensar y dialogar sin trabas sobre cualquier poder político o financiero, sobre cualquier religión.
 
Antonio Barnés
Doctor en Filología
 
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