Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

El cuerpo de mi hija


La llamaron "material de embarazo". Como si éste fuera su nombre. El horror de su insensibilidad me enfureció y mi recién nacido instinto maternal se rebelaba dentro de mí. Porque yo no llevaba dentro de mí material de embarazo: llevaba mi primer hijo, mi único hijo, y se estaba muriendo.

por María Grizzetti

Opinión

Era una lluviosa mañana de un martes de junio. Recuerdo el estruendo que causaba la lluvia al golpear contra un techo de metal fuera de mi ventana. La lluvia formaba una cortina de agua que oscurecía la ciudad; un trueno trajo consigo la fuerza de una tormenta de verano. Entonces sentí un dolor atroz.

Había esperado diez años para tener un hijo.

Con doce semanas, contemplar su cuerpo sin vida era una maravilla; un horror y una maravilla. Ninguna mujer espera ver a su hijo como yo vi a mi hija. Sin embargo, esa visión estremecedora y visceral del cuerpo de nuestra hija era la única que iba a tener.

Incluso ahora, el recuerdo del vínculo forjado entre nosotras en ese instante es tan real como si hoy la sostuviera entre mis brazos como una niña de tres años. Las perfectas espirales del cordón umbilical que la unían a mi carne y a mi sangre siguen impresas en mi mente como si fueran una fotografía. En el instante en que me di cuenta de lo que estaba ocurriendo sentí la maravilla de su vida en miniatura. Su principio y su fin cauterizaron mi alma. Fue una visión que no tiene igual, un doloroso misterio. En el umbral de la vida y de la muerte, esa sorprendente mirada de amor cerrada para siempre en el silencio de su cuerpo se convirtió para mí en el recuerdo de su breve e increíble vida; desde entonces ha sido la síntesis de la esperanza. En los últimos momentos, en la gran pobreza de la pérdida, es cuando vemos la eternidad y entonces, mientras caemos y estamos cegados por el brillante prisma de nuestras lágrimas, empezamos a creer.

Yo estaba familiarizada con la muerte que llega inesperadamente. Antes de su cuerpo estuvo el de mi padre. Había mirado a la muerte en su rostro sin vida y aprendí entonces, demasiado tarde, a amarlo aún más. Ella me ofreció lo mismo: una lección sobre amores que son eternos y una percepción lacerante sobre el significado de una oración intemporal que yo había pronunciado con dolor muchas veces en el pasado. “Dale eterno descanso, Señor, y que la luz perpetua brille sobre ella”, recé. Un lamento y una canción de cuna para honrar su vida mientras encomendaba su alma. Le deseé eterno descanso mientras yo atravesaba el infierno.

La llamaron "material de embarazo". Como si éste fuera su nombre. El horror de su insensibilidad me enfureció y mi recién nacido instinto maternal se rebelaba dentro de mí, añadiendo la rabia al desgarro del dolor que se agregaban a un violento ataque por un amor abandonado. "Material de embarazo" fue la primera cosa que oí cuando me di cuenta de que la estaba perdiendo. Me dijeron que tenía que "expulsar el embarazo". Pidieron varias ecografías. Me hicieron salir a "esperar que el proceso terminase". Escribo esto ahora, tres años después, porque yo no llevaba dentro de mí material de embarazo: llevaba mi primer hijo, mi único hijo, y se estaba muriendo.

Para ellos, ella era un producto de desecho biológico.

Pero yo estaba dando a luz.

Nunca olvidaré su cuerpo sin vida. No había nada allí para llorarla conmigo. La visión era silenciosa. Fría. Atroz. No hubo sonrisas ni el primer llanto. No hubo bautismo ni funeral para suplicar por la gloriosa herencia de Lázaro para alguien tan inocente, por la gloriosa compañía de los bienaventurados. Sólo el silencio: un silencio aterrador, que después se convertiría en una oración constante ante el altar y que exteriorizaría la materialización de una maternidad que estaba oculta al mundo, un misterio de amor escondido que después viviría como antes otra Madre había mostrado, sopesado en el corazón y después sostenido sin vida en la colina del Calvario.

* * *

Porque es más fácil, dice el Señor, destruir que construir;
y hacer morir que hacer vivir;
y matar que crear;
y el brote no resiste en absoluto.

Esto es porque no está hecho para la resistencia, no está creado para resistir.


Así empieza el desgarrador texto teatral de Charles Péguy, su obra maestra El misterio de los Santos Inocentes. Mientras una nación mira con dolor y horror los vídeos que muestran el desmembramiento del cuerpo humano de un aborto, yo revivo la pérdida física de mi hija con cada mujer que ha sufrido un aborto involuntario como yo, o que ha sostenido en sus brazos a un niño que ha nacido muerto, o que ha abortado, y lloro.

El carácter físico de cada una de estas experiencias es prácticamente el mismo. El parto se inicia solo o es inducido. Hay un nacimiento, aunque optemos por llamarlo "un final de embarazo", un "aborto", una "interrupción del embarazo", un "D&E" ["Dilatación y Evacuación", método abortivo que se utiliza en el segundo trimestre del embarazo, ndt], un "proceso". Hay un cuerpo, o los restos desmembrados de un cuerpo. A veces la pérdida es espontánea. Otras es una angustiosa espera mientras el cuerpo de la madre se prepara para un nacimiento para el que no estaba preparado. Independientemente de cómo acaben estas vidas, hay cuerpos de madres que inician los mismos cambios hormonales que sufren las mujeres que dan a luz a hijos vivos. La oxitocina se libera como durante el parto y se disparan las hormonas de la vinculación afectiva. A veces sucede que los tests de embarazo siguen dando resultado positivo durante semanas, aunque el cuerpo del hijo hace tiempo que no está en el vientre de la madre. Hay restos humanos que no son desechos médicos. Hay madres y padres que lloran la muerte de su hijo. Mi propia agonía por la pérdida de mi hija quebranta la dura ignorancia de la mentira. Me uno a los millones de personas que han sufrido como yo y que preguntan: ¿cómo se puede mirar a esos preciosos cuerpos y seguir usando términos sin vida como "material de embarazo", "desecho médico" o "muestras fetales"?

La verdad está escrita con sangre. Los miramos y decimos: “Este es, por fin, carne de mi carne y sangre de mi sangre". Mi cuerpo y mi sangre. Esta es, por fin, nuestra hija.

Maria Grizzetti es directora de Desarrollo de la World Youth Alliance.
Artículo publicado en First Things.
Traducción de Helena Faccia Serrano.

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