Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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XVIII Domingo Tiempo Ordinario

por Al partir el pan

Éxodo 16, 2-4. 12-15; Efesios. 4, 17. 20-24; Juan. 6, 24-35.

«Yo soy el pan de la vida. El venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed»

«Cuanto más amo, más quiero. Cuanto más deseo, más espero, más sueño. La necesidad me pone en camino. No quiero vivir no necesitando nada. Quiero vivir necesitando el cielo»

Muchas veces en nuestra vida utilizamos el verbo necesitar. Sobre todo en primera persona. Porque la propia necesidad es la que más nos inquieta. Y decimos: «Necesito tiempo, descanso, cariño, compañía, soledad, más dinero, un buen trabajo, más amigos». Y alargamos la lista de necesidades. Queremos dar satisfacción a todo lo que nos hace falta. A veces de forma obsesiva. Como si la felicidad llegara al satisfacer todas nuestras necesidades. Los niños viven así. Tienen hambre y piden comida. Tienen sed y quieren beber. Gritan queriendo satisfacer todo lo que necesitan. Lloran. Se sacian y duermen. Pero pasan los años y dejan de ser niños. Cumplen años pero no siempre maduran. Hay muchas personas que no maduran nunca. Necesitan algo y lo gritan. Lo exigen, lo suplican. Viven necesitando, pidiendo, buscando, demandando. Se amargan cuando no tienen, se enfadan cuando no logran. Centradas en sus preocupaciones, en sus necesidades, haciendo caso omiso de las necesidades de los otros. No se preguntan tanto qué necesitan los demás. Viven para que los hagan felices. Les importa lo que a ellos les hace falta en ese momento. Acaban creyendo que la satisfacción de todos sus deseos los hará más felices. Se equivocan, siempre quieren más. También el mundo a nuestro alrededor nos engaña. Nos ha ido creando necesidades que antes no teníamos. Un móvil mejor, un coche más rápido, una casa más grande, un ordenador con más memoria, un viaje más fascinante. Los últimos avances en tecnología, las vacaciones más logradas. Nos comparamos y necesitamos lo que otros tienen. Para no desentonar. Algunas de estas necesidades son buenas y nos hacen bien. Nos facilitan la vida, nos permiten cuidar más los vínculos. Pero otras no nos hacen tanto bien, aunque pensemos que las necesitamos para vivir. Nos acaban haciendo esclavos. El pueblo judío en el desierto creyó que necesitaba un dios de oro. Tenían hambre, querían pan y recordaban todo lo que tenían cuando eran esclavos en Egipto. Añoraban la esclavitud de entonces como una época dorada. Tantas veces idealizamos el pasado en nuestras vidas. La libertad del desierto sólo les traía hambre y pasaban necesidad. Por eso decidieron construir un becerro de oro con sus joyas. Era un dios que les daba seguridad. Lo tocaban, y podían poner en él toda su confianza. No querían un Dios al que no podían ver ni tocar. Un Dios escondido. No amaban a ese Dios que parecía dejarles solos en el desierto. No sentían su abrazo, ni percibían el calor de su mirada, ni su mano guiando sus pasos. A veces, a nosotros nos pasa algo parecido. No confiamos en Dios que es nuestro Padre y necesitamos tocar las cosas. Deseamos certezas. Decía el P. Kentenich: «Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre. No lo olviden. La infancia espiritual es la única salvación efectiva frente a la crisis del tiempo actual. El reposo adecuado a la naturaleza humana está arriba, en su nido original, en lo alto, y no aquí abajo»[1]. Nos falta el descanso en Dios. Nos falta volver los ojos a nuestro Padre. Confiar como los niños en su poder misericordioso. La experiencia de una filialidad sana nos ayuda a caminar. La confianza en Dios nos da seguridad. Cuando no la tenemos necesitamos el poder de los poderosos. Y el dinero de los ricos. No confiamos en los planes de Dios que recoge donde no ha sembrado y es capaz de sacar un árbol inmenso de una semilla tan pequeña como la de la mostaza. No confiamos en ese Dios que me ha creado, me ha amado y ha caminado a mi lado toda mi vida. Por eso necesitamos la protección de los que más mandan. Y el consuelo de los que más poseen. Ponemos nuestra seguridad en ídolos falsos. Nos buscamos dioses de madera que no hablan y no aman. Dioses que nos den seguridad y satisfagan todas nuestras necesidades. Dioses que aumentan en número con el paso de los años. Acumulamos cada vez más becerros de oro en el corazón. ¿Cuáles son esos becerros de oro que me dan seguridad? ¿Dónde estoy siendo esclavo?

Tenemos muchas necesidades. Necesitamos un ventilador cuando hace calor. Ropa de abrigo con el frío. Necesitamos de vez en cuando un abrazo, más de uno, más largo. Y un beso que nos recuerde cuánto nos quieren. Necesitamos una palabra de aliento, de esperanza, una mirada de consuelo Mirar un paisaje bello y quedarnos ahí, callados, sin pensar, soñando imposibles. Pintar con la imaginación un paraíso en la tierra donde vivir y morir. Necesitamos tiempo para nosotros, para meditar en nuestra vida, para ahondar. Mucho silencio en medio de tantos ruidos. Algo de luz y paciencia. Necesitamos un poco de sol. Y de nubes que oculten un rato el sol. Necesitamos algo de soledad para no vivir siempre hacia fuera. Necesitamos correr y cansarnos para poder descansar. Necesitamos la risa de los niños que nos habla de una mirada pura, de la mirada de Dios. Necesitamos llegar a la meta y ponernos de nuevo en camino. Aprender a jugar con cosas sencillas, descomplicando la vida. Pero no necesito que me apoyen siempre para tener paz. Tampoco necesito todo el dinero del mundo para ser feliz, ni toda la suerte. Ni siquiera algo de suerte o un trabajo fijo. No necesito triunfar en todas mis carreras. En algunas me caeré, en otras quedaré último. No importa. No necesito necesitar muchas cosas para sentirme vivo, ni caminar mil caminos para llegar a un solo lugar. No necesito probarlo todo para saber si quiero algo o no lo quiero. No necesito leer todos los libros para sentirme culto. Ni tampoco necesito una mirada de aliento cuando caigo, pero si la recibo me levanto de forma diferente. Sí necesito estrellas que iluminen la noche. Sobre todo cuando he renunciado a muchas cosas por amor. Necesito algo de sol para evitar que cada día acabe con su muerte. Necesito levantarme con ganas cada mañana, sin miedo, con la esperanza que me da el ancho mar. Necesito un buenos días, una sonrisa. Necesito sonreír para no olvidar de dónde vengo. Necesito una oración tranquila que me ponga en mi lugar, y le dé paz a mi alma. Necesito callar para escuchar de nuevo. Y decir algunas cosas para alegrar a alguien. No necesito sentirme bien a todas horas, ni en todas partes, ni con todas las personas. No necesito comer todo lo que me apetece. Necesito esperar lo que aún no poseo. Y alegrarme al mismo tiempo con la vida tal y como venga. Necesito sonreír aún en medio de la tormenta. No necesito evitar todo fracaso posible. Los fracasos son parte de la vida. La derrota y la victoria no las necesito. Suceden. Y cuando llegan sí que necesito cuidar esa sonrisa que está grabada en el alma suceda lo que suceda. Necesito vivir cada día como si fuera el último. Aprovechando cada hora. Saludando con alegría. No necesito ser más joven. Aunque las canas me turben. Sí necesito esperar callado el final del día. Necesito a ciertas personas en mi vida. Es verdad. A todos nos pasa. El amor nos hace necesitados, mendigos, menesterosos. Y cuando nos faltan aquellos a los que queremos, lloramos. Porque se van, porque nos dejan y nos duele el alma. Un pequeño vacío del tamaño de un mundo. Se rompe por dentro el alma. Necesitamos la presencia del que se ha ido. Sabemos que está presente junto a nosotros, de forma diferente. Pero necesitábamos su carne, su tacto, sus besos, sus silencios, sus palabras. Es lo que tiene el amor, que nos hace necesitados. Y es una necesidad bella, honda, mágica. Una necesidad que duele y nos crea nostalgias de un amor infinito. Sacio la sed concreta tantas veces y quiero más. No sé cómo lo hago. Crece en mi interior un amor más hondo que nada logra apagar, como un incendio. Ni con toda el agua del mundo. Y sueño con un mar que no cabe en mi alma, ni en la palma de mi mano. Pero sé, eso sí, que mi alma en ese mar cabe perfectamente. Se sumerge, se confunde, desaparece. Tengo y necesito. Poseo y pierdo. El alma incompleta. Mi vida que es eterna. El cielo que refleja una paz que yo anhelo. Quisiera no necesitar nada, pero es absurdo. Cuanto más amo, más quiero. Cuanto más deseo, más espero, más sueño. La necesidad me pone en camino. Me hace vivir buscando el cielo. No quiero vivir no necesitando nada. Quiero vivir necesitando el cielo.

En realidad yo sé que puedo vivir con pocas cosas. A veces hago la experiencia. Me desprendo de cosas que creía tan necesarias y no pasa nada, sigo viviendo. Pero muchas veces prefiero creer que necesito más. Siempre más. Podemos hacer unas vacaciones sencillas, pero nos creemos que necesitamos algo mejor. Nos lo merecemos. Creo que a veces el corazón se llena de demasiadas necesidades. Necesito comer y beber, pero no cualquier cosa. Cosas buenas. Necesito pasarlo bien, cueste lo que cueste. Descansar el tiempo necesario. Proteger mi vida, para que no se desgaste. Sería bueno preguntarme cuáles son mis verdaderas necesidades. Lo que de verdad me hace falta. Necesito caminar por un camino largo, escuchar una buena canción, meditar sobre la vida. Necesito pararme y pensar. Reírme, distenderme. Pero tal vez no necesito otras circunstancias de vida para ser feliz. Tampoco necesito el éxito para ser mejor. Ni caer a todos bien para tener el corazón en paz. Muchas veces me invento necesidades. Necesito un cónyuge mejor, unos hijos más capaces, una carrera profesional más lograda, más aventuras. Pensamos que necesitamos una vida distinta a la que llevamos, vivir en otro lugar, tener otro trabajo, para alcanzar la plenitud soñada, la promesa de felicidad que Dios me hace. El otro día leía: «Podemos tomar la realidad como motivo en vez de como excusa. Precisamente porque hay muchísimas exigencias y mucho que hacer, necesito cuidarme y no abandonarme al viento que sople en cada momento. Precisamente porque sopla y calibrando cómo sopla en cada momento, yo actuaré y pondré las velas de forma que pueda seguir navegando seguro hacia mi destino»[2]. A veces tomamos decisiones equivocadas siguiendo necesidades que realmente no nos hacen bien. Y al errar el camino, por mucho que nos esforcemos, no llegaremos donde realmente queremos. A veces pensamos que necesitamos cambiar de aires, autorrealizarnos como personas, ser más libres e independientes, tener más tiempo lejos de la familia, liberarnos por un rato de tantas obligaciones, decidir sin presiones. Y nos podemos llegar a creer que en otra vida seríamos más felices. En otro jardín, con otras compañías. Pensamos que necesitamos a una persona para vivir y sin ella no resultaría. Y a lo mejor no es tan así. Si no está presente, tal vez podemos seguir viviendo. Algo rotos, pero vivos. Dios nos abre ventanas cuando se cierra una puerta. A veces lo que creemos que necesitamos para vivir no es nuestro camino de plenitud. Y nuestra rebeldía surge porque no somos capaces de querer lo que Dios quiere o permite en nuestro camino. Es nuestra incapacidad para darle nuestro sí a la vida que nos toca vivir. Hay una frase del P. Kentenich que a veces nos turba: «Esto es precisamente lo que yo quería». Él la usaba para referirse a nuestra actitud de aceptación del querer de Dios. Cuando sucede algo que no queríamos, algo inesperado, lo que cambia todo es la forma como aceptamos la realidad que nos viene dada. Consiste en cambiar la mirada y decirle a Dios: «Quiero lo que Tú quieres. Quiero lo que sucede, porque es parte de mi camino, mi vida, mi vocación». Decía el P. Kentenich: « ¿Qué significa tener una verdadera actitud de mendigo ante Dios? Las cosas no me pertenecen a mí sino a Dios. Si asumo con seriedad esa realidad, aceptaré que se me prive de ellas, incluso que a veces no tenga un pedazo de pan que llevarme a la boca. Cultivar realmente esa actitud significa practicarla en la vida cotidiana»[3]. Decirle que sí a Dios en todo momento. En la escasez y la abundancia. Cuando falta el pan de cada día, nuestro maná diario y cuando hay en exceso. En las circunstancias a veces adversas que me toca enfrentar. Aceptar los cambios de planes con una sonrisa. No enfadarme continuamente por lo que no poseo, por lo que nunca llegó a ocurrir, por las ocasiones perdidas, por las posibilidades que no se hicieron realidad. Decirle en el corazón a Jesús que precisamente eso es lo que yo quería. Puede sonar falso, pero no lo es. Es el deseo de beber su cáliz, de acompañarle en la cruz, de seguir sus caminos. De aceptar lo inesperado con una mirada de paz que sólo Él puede darme. Es esa actitud positiva la que me permite enfrentar los contratiempos con una sonrisa.

Por otro lado es necesario cuidar algunas de mis necesidades básicas. Algunas son fundamentales, es cierto. Y cuando dejamos de lado aquello que nos da paz, que nos centra y orienta, nos desorientamos y perdemos el rumbo. Hay necesidades que tengo que cuidar. ¿Sé cuáles son mis necesidades fundamentales? Si las cuido, funciono. Si las descuido, me enfermo. ¿Cuál es mi lista? A veces no lo percibimos y necesitamos que alguien cerca de nosotros nos recuerde lo que tenemos que cuidar. Por eso necesitamos a nuestro lado personas que nos hagan bien, que nos iluminen el camino y nos recuerden lo que necesitamos para ser mejores. Personas con mirada positiva y optimista. Personas buenas que nos hagan bien. El otro día leía: «El optimismo que necesitamos es el de las personas sinceras consigo mismas, el que genera prontitud, disposición a meterse en harina, flexibilidad, agilidad, sagacidad»[4]. Necesitamos cerca personas que tengan mirada ancha y sonrisa pronta. Capacidad para abrazar y acompañar. Buenos consejos que compartir. Personas que sepan estar y confiar en nuestra debilidad. Necesitamos aprender a amar con madurez, porque si no es así nos secamos. Viviremos volcados egoístamente sobre nosotros mismos. Necesitamos ser amados y experimentar en el corazón cuánto nos quieren los que están cerca y cuánto nos quiere Dios en el alma. Porque muchas veces no está. Y el corazón necesita tocar a Dios. Decía el P. Kentenich: «Lo que podemos constatar, es que, ciertamente, puede ser que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado, no está arraigado en la Divinidad, en lo Eterno»[5]. Es necesario tocar el amor de Dios. Echar raíces en la herida de Jesús. Palpar su presencia en nuestra vida. Necesitamos rezar más para querer más a Dios y a los hombres. La oración no puede ser nunca una obligación. En realidad debería ser siempre una necesidad. Necesito rezar. Si no rezo, me seco. Dos personas que se aman no tienen la obligación de hablar cada día o simplemente estar juntos. Pero se buscan, porque se necesitan. El amor nos hace mendigos de amor. Cuanto más crecemos en nuestra vida interior. Cuando más tiempo invertimos en Dios, más necesitados somos de su amor, de su caricia. Más lejos y más cerca nos sentimos. El cuidado de ese amor hace crecer el apego y la necesidad de retener a Dios en mis brazos. La falta de oración genera por su parte indiferencia ante Dios. Me sorprende que en tiempo de vacaciones, cuando más tiempo libre tenemos, sea cuando menos rezamos. Nos fallan las rutinas y perdemos a Dios de nuestra vida. Somos muy infantiles en nuestra relación con Él. Nos falta tiempo para Dios. Es como si no necesitáramos perder el tiempo a su lado. Y el tiempo siempre se pierde de una u otra forma. Necesito darme cuenta de que muchas de mis necesidades me quitan la paz, y echan a perder mi tiempo. Lo perdemos de diferentes formas pero no con Dios.

Siempre me impresiona la escena del evangelio de hoy. Tiene lugar después de la multiplicación de los panes y los peces. De nuevo Jesús se retiró después del milagro a la montaña para estar solo y luego se fue con sus discípulos en la barca a descansar: «Cuando vio la gente que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm, en busca de Jesús». Lo siguen por todas partes, lo sacan de su descanso. Decía el Papa Francisco: «No le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba». Nosotros a veces nos cansamos, nos hastiamos de las demandas de los hombres. Nos escondemos. Nos protegemos. Nos falta ese corazón siempre renovado de Jesús, siempre abierto, siempre misericordioso. Jesús alzaba la mirada y contemplaba el sufrimiento de los hombres. Y esa necesidad le ponía en camino. No se cansaba de amar. Esa tiene que ser mi propia vocación. Al mirar al que necesita más que yo, mi necesidad parece pobre e insignificante. Mi descanso se vuelve superfluo. Decía el Papa Francisco: «El sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos». Cuando veo el hambre de los hombres y su sed, me descentro. Dejo de perseguir tontamente todos mis deseos. Me vuelco en el más pobre, en el más débil, en el más herido. Y sufro menos. Son las paradojas del amor. Cuanto más doy, más recibo, más paz tengo. Jesús vivió así en su vida. En estos momentos de éxito y después en la pobreza del abandono. Porque llegará un momento en su vida en que no le sigan tantos, en que ya no convenga estar tan cerca de Él. Porque será un hombre sospechoso, peligroso, condenado a muerte. En ese momento nadie querrá ser su amigo. Y sus amigos negarán serlo. En esa hora crucial le abandonarán. Ya nadie querrá interrumpir su descanso. Ya no esperarán milagros. Ni querrán más pan de sus manos. En ese momento no tendrá amigos, ni ayuda, ni compañía. Sólo algunas mujeres. Algún hombre. Pero Él seguirá alzando la mirada y compadeciéndose del que sufre. Lo hará desde la cruz, con las manos clavadas. Me impresiona siempre lo fugaz que es la fama y la necesidad. Son pasajeras. De la multitud a la soledad. De repente hay gente que lo busca sin reposo. Algo que quema en su alma. Pasa el tiempo y se olvidan. La fama y la necesidad pasan y vuelan. Así es en nuestra vida. Hoy somos requeridos. Importamos. Nos consultan. Nos toman en cuenta. Nos quieren. Puede que después pasemos al olvido. Dejen de querernos. Es sencillo. De un milagro al olvido. De una necesidad a la falta de necesidad. Dejo de ser necesario, imprescindible, importante. Tenemos que estar preparados para ello. Todo pasa. La santidad de vida se medirá en esos momentos. No cuando seamos importantes en el trabajo, o cuando a todos les interese ser nuestros amigos. No cuando sea yo tema de conversación y todos hablen de lo bien que me va en la vida. No. En esos momentos la santidad se juega en tener paz, conservar la humildad y la vida sencilla. En esos momentos en los que nos buscan será necesario comprender que no soy yo, que es Dios el que me lo ha dado todo. En ese momento la santidad se dará cuando soy capaz de descentrarme y amar al que me busca. Sin perder la paz y la humildad. Porque si dejo de ser niño, si pierdo la humildad, puedo perder la conciencia de hijo, la sensación de impotencia, la pobreza, la desnudez de mi vida. Y entonces a lo mejor no estoy preparado para los momentos peores. El otro día leía este texto que habla de la santidad de una comunidad sacerdotal: «La espiritualidad de una comunidad no se mide, en primer lugar, cuando se observa a la gente joven, sino que a través de las actitudes de los miembros de esa comunidad que son mayores y enfermos»[6]. La verdadera santidad se juega en la forma de vivir la vida cuando ya no seamos jóvenes, cuando se debiliten nuestras fuerzas, cuando fracasemos. ¿Qué pasa si de golpe lo perdemos todo? ¿Qué ocurre si nos despojan de la fama y del honor? ¿Qué nos queda cuando la enfermedad nos incapacita? En la enfermedad y en el olvido se juega nuestro sí más auténtico a Dios. Nuestro sí verdadero. Nuestro sí crucificado. Nuestro seguimiento fiel a Jesús en nuestro Calvario personal. Él vivió el éxito del monte, de los panes y los peces, de las curaciones milagrosas. Lo buscaban. Lo seguían. Escuchaban sus palabras. Luego será condenado. Se quedará solo. Sólo unos pocos al pie de la cruz.

Hoy los enfermos y necesitados se acercan a Jesús para ser tocados por Él: «Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron: - Rabí, ¿cuándo has llegado aquí? Jesús les respondió: - En verdad, en verdad os digo: - Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre Dios ha marcado con su sello». Jesús ha tomado todo lo que le ofrecían y les ha dado de comer. Ha curado a muchos. Ha saciado su necesidad concreta. Ha obrado milagros sorprendentes. Lo buscan porque Él tiene respuestas para ese momento inmediato. Los que habían comido pan y peces en abundancia, no buscan hoy a Jesús porque necesiten estar a su lado. No necesitan su amor paternal y su misericordia. No quieren su abrazo, ni su mirada. Quieren más milagros. Quieren lo que necesitan. Lo siguen porque han comido y vuelven a tener hambre. Les falta una mirada más trascendente. A veces nosotros vivimos así. Buscamos la persona que nos dé soluciones, aquel que parece tener la varita mágica para cambiar nuestra vida. Tenemos necesidades concretas. Buscamos soluciones concretas. Así suele ser en la vida de la fe. La homilía que más me llega. El grupo en el que estoy más cómodo y más aprendo. La comunidad ideal que calma mi necesidad de ser comunitario, de tener hogar, de echar raíces. La persona que colma todos mis anhelos. Buscamos milagros concretos. Queremos soluciones inmediatas. A veces nos apegamos así a Jesús cuando da respuesta a nuestras necesidades inmediatas. Lo buscamos porque hemos comido, porque hemos sido curados. Muchas veces nuestra espiritualidad se ha reducido a buscar a Dios en necesidades concretas. Le pedimos, le suplicamos. Queremos milagros. Nuestra oración está llena de preocupaciones y anhelos. Nuestra oración es de petición exclusivamente. Me gustaría rezar con la esperanza con la que reza esta persona: «Espero tejer con calma el alba que te sostenga. Un madero, una piedra, un espacio entre los dedos y la arena que se escapa. La vida, el amor, la paz. El cielo lleno de estrellas. Confiando en que la vida se compone de renuncias, de pasos graves, de sonrisas misteriosas, de abrazos callados, de descansos del alma. Tal vez tengo miedo de sobrar, de no hacer falta. Me asusta ser prescindible y que el mundo siga su curso sin lamentar mi pérdida. Me da miedo no ser visto, ser invisible, pasar desapercibido, tener que tocar el manto sabiendo que no me han visto. Me asusta el anonimato de la vida. La desintegración de tantos sueños. Quiero inventar pozos de agua y torres que dejen ver, a lo lejos, el horizonte del mar cuando cae en catarata. Quiero dar más luz que el sol, con mi vida que es caduca. Vano intento de mis manos, que apenas alzan el vuelo. Sueño con ventanas claras, llenas de estrellas y sueños. Con cristales que no toco cuando atravieso los cielos. Sé que no puedo encontrarme si no me busco con ganas. Sé que la vida se escapa cuando no sigo tus pasos». Con miedos concretos, y con anhelos. Con sueños imposibles. No queremos quedarnos en la petición, sino ir más lejos. A veces somos cristianos que sólo piden y no dan nada. Somos consumistas religiosos. No buscamos a Dios para darle las gracias, para alabarle, para darle gloria. No lo buscamos para reconocer su grandeza, para mostrar nuestra pequeñez. No lo buscamos para ponernos a su servicio y ofrecernos para que haga con nosotros lo que Él quiera. «Dadle vosotros de comer». Eso es lo que nos pide. Y nosotros sólo lo buscamos con el corazón inquieto y pedigüeño. Tenemos más hambre y más sed. Nos preocupa la vida. Queremos que nos solucione todos nuestros problemas. ¿Cómo es normalmente mi oración?

Ahora es el mismo Jesús quien quiere ofrecerse como pan verdadero: «Ellos le dijeron: - ¿Qué hemos de hacer para obrar la obras de Dios? Jesús les respondió: - Yo soy el pan de la vida. El venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed». Juan. 6, 24-35. No nos ha de bastar con el pan que pasa. Ese pan que quita el hambre sólo por un momento. Nos sacia, pero seguimos necesitando. Jesús se ofrece a sí mismo sin reserva alguna, se da entero. Les dice a los que le escuchan que es el pan vivo bajado del cielo. Que su vida es para ellos, para romperse por ellos, para saciar el hambre profunda del alma. Les dice quién es en realidad. Se ofrece desde su verdad, que es más que curar, mucho más que predicar y decir palabras de vida eterna. Mucho más que hacer milagros. Les dice que su presencia calmará su hambre y su sed para siempre. Si creen harán entonces las obras de Dios. Pero ellos no lo acogen, no creen. No son capaces de creer en algo tan imposible. No lo comprenden. Prefieren que siga haciendo milagros concretos, que siga siendo eficaz y productivo, que siga haciendo cosas que calmen su hambre del momento. No les importa tanto quién es Él de verdad, ni el futuro, ni la vida eterna. Me impresiona. Jesús les dice que se va a quedar para siempre con ellos, como el pan eterno que sacia el hambre. Pero ellos no comprenden. Hoy estas palabras nos parecen evidentes en la teoría. Pero luego en la vida no siempre es así. Creo que la eucaristía es el lugar de encuentro más profundo con Jesús que podemos vivir cada día. Allí descansamos y recobramos fuerzas. Llegamos cansados y nos encontramos con Jesús al final de la tarde. En la eucaristía nos hacemos uno con Él, nos hacemos niños en su corazón de niño. Lo recibimos y su amor nos transforma. Quisiéramos ser siempre Jesús. No sólo hablar de Jesús. Conformar nuestra vida según la suya. Conformar nuestro corazón según el suyo. Sentir como Él. Tener sus mismos sentimientos. Somos hombres según Cristo en la tierra. Ese es nuestro ideal. Mirar como Él. Tocar como Él. Curar como Él. Escuchar como Él. Vivir como Él. Rezar como Él. Queremos dejar que Él recorra nuestra vida y nos haga suyos. Decía el P. Kentenich: «Por lo común el ser humano es determinado más por lo que el corazón desea sin confesárselo que por lo que la voluntad quiere. Por eso no hablamos de fusión de voluntades sino de fusión de corazones. Porque es el corazón el que nos hace elocuentes, nos hace grandes o débiles»[7]. Fundir mi corazón en su corazón. Inscribirnos en su corazón para siempre. En Cristo nos fundimos. Colocamos nuestro corazón con todos sus deseos, con sus sueños, con sus necesidades. Nuestra santidad se juega en el corazón. Me gustaría rezar como rezaba esta persona: «Ayúdame a quererte, Señor. No me dejes nunca. Mi corazón quiere estar en el tuyo, como quieres estar Tú en mí. En mi santuario, Señor, solos los dos en perfecta intimidad». La perfecta intimidad sucede en la eucaristía. En el pan partido me parto. En ese pan sagrado que es mi vida cuando le pertenece por entero. Decía el P. Kentenich: «La vida es la que reza. No solo nuestra oración, sino también nuestra forma de vida»[8]. Vivir según rezamos. La vida es la que reza. Nuestra vida quiere ser oración. La eucaristía se hace vida en mí. ¿Me basta la eucaristía para saciar mi hambre? Tantas veces no. Vivimos la eucaristía sin profundidad. Buscamos misas rápidas. Nos despistamos tanto. ¿Cuáles son los momentos fundamentales en la misa? ¿Dónde me siento más yo? ¿En el perdón, en el ofertorio, en la consagración, al partir el pan, al comulgar? ¿Qué momento habla más de mí, de mi vocación? Creo que muchas veces el ir a misa se centra en las palabras del sacerdote en la homilía. Es una limitación. Cada parte de la misa es tan rica, tiene tanta belleza, habla tanto de lo que yo soy y de lo que puedo llegar a ser. La vida del cristiano se conforma en la eucaristía. Es la expresión más bella del amor a Jesús. Con Él nos encontramos allí y nuestro amor crece en la intimidad.

 



[1] J. Kentenich, Niños ante Dios

[2] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[3] J. Kentenich, Niños ante Dios

[4] Carlos Chiclana, Atrapados por el sexo

[5] J. Kentenich, Hacia la cima

[6] P. Humberto Anwandter, Celibato y paternidad sacerdotal, 61

[7] J. Kentenich, Hacia la cima

[8] J. Kentenich, Hacia la cima

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