Martes, 16 de abril de 2024

Religión en Libertad

Fue uno de los 20 fundadores de la abadía

Albino, monje del Valle de los Caídos, creó Alkuino, licor considerado «el concentrado perfecto»

La destilería de la abadía de Fécamp, patria del Bénédictine: el Alkuino les dejó asombrados. Foto: Bertrand Rieger.
La destilería de la abadía de Fécamp, patria del Bénédictine: el Alkuino les dejó asombrados. Foto: Bertrand Rieger.

Carmelo López-Arias / ReL

La idea de que una abadía benedictina atendiese espiritualmente las necesidades de la basílica del Valle de los Caídos fue tardía respecto a la ejecución y finalización de las obras. En 1955 las autoridades cursaron la petición a la abadía de Santo Domingo de Silos, restaurada en 1880 por monjes franceses de la Congregación de Solesmes, la cual aprobó el proyecto en 1957. Al año siguiente, Pío XII, en un breve pontificio único en todo el siglo XX con respecto a la Orden de San Benito, erigió canónicamente el monasterio en abadía dentro de la Congregación de Solesmes, y el 17 de julio de 1958 llegaron a Cuelgamuros, en la sierra madrileña, los primeros monjes, con el célebre Fray Justo Pérez de Urbel (18951979) como abad.

Fueron veinte los fundadores de la que es hoy una de las abadías benedictinas más notables del mundo, ya sea por su privilegiado entorno natural y monumental, por la fama de su escolanía o porque conserva la fórmula secreta del licor Alkuino, que los expertos consideran "el concentrado perfecto". Entre aquellos inquietos monjes que pisaron la abadía hace 57 años se encontraba su creador, un religioso "regordete, amable y dicharachero, apreciado por todos", según evoca uno de sus compañeros en aquella aventura inicial. Y que venía decidido a personalizar una tradición licorera que había heredado de los mejores maestros.

De Solesmes a Silos, de Dom Saturio a Dom Albino
El padre Albino Ortega había nacido en 1912 en Melgar de Fernamental, y su infancia transcurrió entre las tareas del campo, de la labranza al pastoreo de ovejas y cabras. Tanto el maestro como el párroco detectaron pronto en él un temperamento despierto y capacidades intelectuales que debían ser cultivadas junto a la incipiente pero indisimulada vocación al servicio de Dios que manifestaba. Cuando unos monjes del cercano monasterio de Silos pasaron por el importante pueblo burgalés, les presentaron al joven, quien al poco tiempo ingresó como novicio.

Allí no sólo cursó los exigentes estudios eclesiásticos de la orden benedictina, sino que vio nacer en él una segunda vocación: botánica, orientada a la fabricación de los célebres destilados monacales. En Silos conoció a algunos de los monjes franceses que, casi medio siglo atrás, habían llegado de Solesmes con su tradición licorera a cuestas. Y enseguida Albino hizo migas con el padre Saturio González, quien, más que septuagenario, seguía haciendo intensas salidas al campo a recoger las hierbas con las que fabricaba el licor de Silos.

El joven de Melgar se convirtió en su pupilo y empezó a acompañar a Dom Saturio en sus expediciones campestres. Aprendió a identificar las 25 plantas aromáticas que utilizaba, fue instruido en la extracción de su esencia, en su maceración, en su alambicado, en su mezcla, pero... ¡jamás en su proporción! Con esotérica reserva, en ese momento el maestro se separaba del discípulo para salvaguardar, con rigor comparable al sigilo sacramental, el secreto de la fórmula.

¿Por egoísmo o vanidad? En absoluto. Las abadías permanecen, pero los monjes mudan, y los tesoros abaciales se perderían sin ese prurito de conservación. Así sucedió, de hecho. Unos años después de su ordenación sacerdotal, el ya padre Albino se trasladó al monasterio de Montserrat, donde estuvo un tiempo antes de emprender camino de la sierra de Madrid.

Nombre de resonancias carolingias
Tanto por contar entre los monjes fundadores con un experto licorero, como por reforzar la identidad de la nueva comunidad, fray Justo Pérez de Urbel confió al padre Albino como misión lo que ya era una ilusión suya: crear su propio licor.

Se puso manos a la obra, y aunque algunas de las flores y plantas del entorno de Silos no existían en Cuelgamuros, encontró otras y empezó de nuevo a macerar, destilar, mezclar, probar, y probar, y probar... hasta que nació Alkuino. La obra cumbre del padre Albino llevaba el nombre de uno de los padres del llamado "renacimiento carolingio", Alcuino de York (730-804), consejero de Carlomagno y sustentador teórico de su realeza cristocéntrica, y monje amante de las hierbas y la química.

Que Alkuino era una obra cumbre lo percibieron enseguida los hermanos de fray Albino, conocedores del extraordinario licor de Silos (que había sido rescatado por su maestro, el padre Saturio, de una profunda crisis). Pero había de llegar la confirmación más valiosa: la de los fabricantes del Bénédictine.

Un respaldo de valor incalculable

El Bénédictine, fabricado en la abadía normanda de Fécamp desde el siglo XVI con cognac y 27 hierbas no sólo de la zona, sino llegadas de todo el mundo, goza de fama universal y mantiene su fórmula secreta desde hace siglos. Estuvo a punto de perderse durante la persecución religiosa de la Revolución Francesa, pero fue salvada por un notario de la abadía. El Bénédictine es hoy objeto de explotación industrial y comercial y es fundamento de tragos característicos como el Orient Express o el Singapur Sling.

Un respaldo de los fabricantes del Bénédictine era, pues, el marchamo que faltaba al Alkuino. Y llegó. En cierta ocasión en la que visitaron el Valle de los Caídos, los propietarios de la fórmula obsequiaron a los monjes con una caja de Bénédictine, y el padre Albino correspondió dándoles a probar su pócima. Con deportividad, el Alkuino fue reconocido por los "rivales" de Fécamp como "el concentrado perfecto": apreciaban, dijeron, "los diferentes aromas, pero con la difícil virtud de que no destacase ninguno de ellos".

Dicen que aquel día a su creador le resultó difícil conciliar el sueño, de pura felicidad.

El padre Albino llegó a ser superior de la abadía, y así fue él quien, en ausencia del abad Pérez de Urbel, recibió el 2 de julio de 1962 en la abadía a Francisco Franco y al presidente filipino Diosdado Macapagal, a quienes dio a besar el Lignum Crucis que se venera en la basílica antes de celebrar misa y de que siguiesen rumbo al Monasterio de El Escorial tras visitar el complejo monumental del Valle de los Caídos.

En 1966, fray Albino Ortega dejó la abadía de la Santa Cruz y se incorporó a la de San Julián de Samos, en Lugo, donde falleció el 5 de noviembre de 1980.

Vivir la Semana Santa en el Valle de los Caídos
Han pasado cincuenta años desde que el padre Albino dejara el Valle, y su recuerdo perdura no sólo por la bonhomía y fidelidad monacal que aún recuerdan monjes del Valle que le conocieron, sino por su legado más perdurable: el licor Alkuino.

Es uno de los atractivos del lugar, que vive en estas fechas una auténtica eclosión litúrgica benedictina, foco de atracción para muchas personas que se alojan durante toda la Semana Santa en su hospedería para vivirla de cerca (pincha aquí para información sobre precios y reservas).

En efecto, el programa de Semana Santa en el Valle de los Caídos incluye diversas conferencias espirituales además de los oficios, con el aliciente de estar acompañados musicalmente por la escolanía (pincha aquí para consultar los horarios de Jueves Santo a Domingo de Resurrección).

Además, quienes se alojan en la hospedería gozan el privilegio de acudir todos los días del triduo al rezo del oficio divino por parte de los 23 monjes en la capilla de la abadía: lectura (7.20, salvo el Domingo de Pascua), laudes (8.30), sexta (13.50), nona (16.10, salvo Jueves y Viernes Santos), vísperas (19.30, salvo Jueves y Viernes Santos) y completas (21.30, salvo el Sábado Santo).

Por último, y siguiendo la tradición recobrada en 2015, después de treinta años, de ejercicios espirituales predicados por los monjes de la abadía, se celebrarán dos nuevas tandas de ejercicios, del 30 de abril al 3 de mayo y del 3 al 7 de junio (pincha aquí para inscripciones).
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