Viernes, 19 de abril de 2024

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Ser grano de trigo y entregarse. Card. J. Ratzinger

Ser grano de trigo y entregarse. Card. J. Ratzinger

por La divina proporción

 Vivimos en una sociedad que valora al individuo por encima de otras estructuras sociales y espirituales. El individuo, aislado, es como una rueda que nunca ha sido utilizada en un carro o un cincel que nunca ha sido utilizado para esculpir. ¿Qué somos por nosotros mismos, alejados de los demás? A veces el enemigo nos invita a vivir lejos de todo y todos. Nos invita a buscar esa zona de confort donde nada nos necesita y nada necesitamos de los demás. Una vida replegada sobre sí misma no tiene sentido. 

Ser cristiano significa, en primer lugar, separarse del egoísmo que no vive más que para sí mismo, para entrar en una orientación profunda de la vida hacia los demás. En el fondo, todas las grandes imágenes de la Escritura traducen esta realidad. La imagen de Pascua (...), la imagen del Éxodo (....), que empieza con Abrahán y que permanece como ley fundamental a lo largo de la historia sagrada. Todo ello es expresión de este mismo movimiento fundamental que consiste en desprenderse de una existencia replegada sobre sí misma. 



El Señor Jesús anunció esta realidad de la manera más profunda en la ley del grano de trigo que manifiesta, al mismo tiempo, que esta ley esencial no sólo domina toda la historia sino que marca, desde el principio, la creación entera con el sello de Dios: “En verdad os digo, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo y no da fruto; pero si muere dará mucho fruto.” 

En su muerte y resurrección, Cristo cumplió la ley del grano de trigo. En la eucaristía, en el pan de trigo, se hizo verdaderamente el fruto centuplicado (Mt 13, 8) del que vivimos todavía y siempre. Pero en el misterio de la Santa Eucaristía donde permanece para siempre “aquel que es para nosotros”, nos invita a entrar, día tras día, en esta ley que no es más que la expresión de la esencia del amor auténtico (...): salir de si mismo para servir al otro. El movimiento fundamental del cristianismo no es, en último análisis, otra cosa que el simple movimiento del amor por el que participamos en el amor creador de Dios mismo. (Card. Joseph Ratzinger. Vom Sinn des Christseins 1965) 

El entonces Card. Ratzinger nos señala un aspecto más que interesante del evangelio de hoy domingo: ser trigo y entregarse por los demás para dar fruto. La Iglesia es justamente eso, un conjunto de personas unidas por el desapego a sí mismas y las comodidades que el egoísmo nos ofrece. Un conjunto de personas capaces de adorar a Dios en Espíritu y Verdad, sin ajustarse a las modas, tendencias e ideologías de cada momento. 

Aislarse dentro de sí mismo siempre es más sencillo que vivir en medio de la constante tempestad del mundo. El constante chocar con otras personas puede ser interpretado como algo insoportable o como la mejor oportunidad para ser cincelados por la mano de Dios. 

Esta tarde leía un comentario en un blog que me hizo reflexionar. La entrada trataba sobre la posibilidad de un futuro donde la Iglesia desapareciera. El comentario decía que esto es lógico, ya que la Iglesia sólo crea problemas para después proponer soluciones cerradas a los mismos. 

Es triste, pero hay muchas personas que piensan como esta persona. Prefieren que nadie les señale las heridas que transporta, ni les ofrezca la Medicina y el Médico que es capaz de curarlas. Quien vive en la ignorancia, parece que vive más feliz y tiene toda la razón. Al menos se vive feliz hasta que el dolor hace imposible seguir ignorando que algo no funciona. 

La semilla que no está dispuesta a morir no puede dar frutos. La persona que no está dispuesta a que el Señor la transforme, no podrá dar frutos. Donarse a los demás siempre conlleva dolor, porque negarse a sí mismo duele. “Pero en el misterio de la Santa Eucaristía donde permanece para siempre “aquel que es para nosotros”, nos invita a entrar, día tras día, en esta ley que no es más que la expresión de la esencia del amor auténtico 

La Eucaristía nos alimenta y nos alivia por muchas razones, una de ellas es porque nos ayuda a entender que Cristo se entregó por nosotros para que pudiéramos dar fruto. Su sacrificio tuvo sentido y transformó el mundo. 

¿Nos sentimos impotentes? Entreguemos esa impotencia al Señor. El nos devolverá la Gracia que sana y transforma.

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