Viernes, 29 de marzo de 2024

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Benedicto XVI, in memoriam

por Palabaras para vivir

Hay un viejo dicho español que expresa la sorpresa e incredulidad que se siente cuando alguien aplaude a otra persona, especialmente si ésta no puede recompensarle. "¿Contra quién va el elogio?", se pregunta el auditorio, escamado. Quiero hoy elogiar al Papa Benedicto XVI, Papa emérito, aún vivo a Dios gracias, cuando se cumplen dos años de su renuncia al ejercicio del gobierno universal de la Iglesia. Y este elogio, bien lo sabe Dios, no va contra nadie; es decir, no va contra el actual Pontífice, el Papa Francisco.

Elogio a su predecesor, porque le quise y le admiré. Le elogio porque hoy casi nadie lo hace. Le elogio porque creo que se lo merece, pues estoy convencido de que ha sido el Papa más brillante, desde el punto de vista teológico, de la historia de la Iglesia. Y, por último, como dicen en Madrid, mi tierra, le elogio "porque me da la gana". Sé que la moda es tirar piedras a Benedicto -llevan dos años haciéndolo, aunque en realidad le han tirado piedras siempre-, por aquello de cómo eran sus zapatos, o si era tímido, o si vivía en el apartamento papal, o si tocaba el piano. Pero siempre me he sentido muy ajeno a las modas. Y por eso, cuando le tiren piedras al actual Pontífice -y lo harán muchos de los que hoy son sus más fervientes aduladores- posiblemente encontrará en mí uno de los pocos que destaque las cosas positivas de su magisterio y de su persona. Pero, en este momento, lo que quiero hacer, porque me parece justo y porque me da la gana, es elogiar a Benedicto XVI.

Fue el 28 de febrero de 2013 cuando él se recluyó en Castelgandolfo, llevando a la práctica la renuncia al Pontificado que había anunciado el 11 de febrero anterior. No me alegré. No lo entendí. Sigo sin alegrarme y sigo sin entenderlo. Pero lo acepté, porque estoy seguro de que Benedicto hizo no sólo lo que su conciencia le pedía sino lo que era mejor para la Iglesia en ese momento tan difícil. Ya he dicho otras veces que estoy convencido de la validez de su renuncia y, por lo tanto, de la legitimidad del actual Papa reinante. Pero eso no significa que no me doliera dicha renuncia y que no piense que ésta se llevó a cabo en medio de un proceso de acoso y derribo contra Benedicto. Era evidente que iban a por él. Y si él decidió, libremente, dejar el ejercicio de su cargo, fue por el bien de la Iglesia, pero no porque tuviera que hacerlo de forma natural, como si hubiera sido la mala salud la que le forzara a ello. La prueba es que ahí está, viejecito y frágil, pero lúcido y relativamente sano.

Benedicto ha sido un lujo para la Iglesia y para la humanidad. Sobre todo para esta humanidad proscrita que vive en Occidente y que no sólo no le entendió sino que fue su principal acosadora. Su lucidez a la hora de identificar los problemas -bastaban dos o tres palabras para sintetizar los conceptos más abstractos, como "dictadura del relativismo" o el que nos regaló hace un par de meses de "paganos bautizados"- le hacían muy peligroso para los que están instaurando el nuevo orden mundial. Era un médico que diagnosticaba con la precisión de un láser, y eso era insoportable para los amos del mundo. Por eso fueron a por él, porque su luz iluminaba demasiado. Pero los que amamos la luz, no porque no tengamos pecados sino porque preferimos saber que los tenemos a engañarnos creyéndonos que somos buenos, sentimos su ausencia y no dejamos de añorarle ni un solo día. De añorarle y de rezar por él, como nos pidió en su despedida.

Sin embargo, y esto es lo verdaderamente importante, la Iglesia no fue ni es gobernada por el Papa, por ningún Papa, sino por Jesucristo. Es Cristo quien lleva su Iglesia adelante y quien logra que no se hunda en medio de las tormentas de la historia. Eso fue así, es así y será así. Mi esperanza nunca estuvo puesta en Juan Pablo, o en Benedicto, ni tampoco en Francisco -lo siento por sus miles de adoradores, que considerarán esto como una blasfemia, pues da la impresión de que para ellos el actual Pontífice es más que Jesucristo-. Mi esperanza está en Cristo. Esto es una ventaja enorme, pues ni los defectos humanos me separan de la Iglesia, ni las cualidades de los hombres que la gobiernan me llevan a la idolatría que parece estar ahora tan de moda.

Quiero elogiar a Benedicto y este elogio no va contra nadie. Lo hago porque le quiero, porque le admiro, porque me parece justo hacerlo y porque me da la gana. Y si alguna piedra de las que están tirando contra él me da a mí, lo consideraré un honor y no una desgracia.
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