Viernes, 29 de marzo de 2024

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Cuaresma, el más bello de los milagros

por El rostro del Resucitado

Hace unos días descubrí una homilía inédita de Maurice Zundel, el gran teólogo y místico suizo del que ya hemos hablado en algunas de nuestras entradas en este blog.

Hela aquí en traducción mía:

Una Cuaresma sin gestos

Ya no existe la Cuaresma en el sentido tradicional de privaciones y restricciones alimentarias impuestas a todo cristiano durante el periodo de la santa cuarentena.

Los pocos días de ayuno que subsisten ya no corresponden a las llamadas apremiantes de la Liturgia para darnos un rostro de penitente; y no los comprenderíamos si confundimos la penitencia con la abstención o la reducción de la bebida o la comida.

En realidad la penitencia significa y comporta un cambio de corazón que, a su vez, implica una renovación de toda la vida según la perspectiva de la Resurrección, que es como la Tierra Prometida del itinerario espiritual que la Iglesia nos invita a recorrer reviviendo los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública.

El medio más seguro para participar en esta Cuaresma del Señor es, evidentemente, recordar lo que significó para Él. Las tres tentaciones que resumen este tiempo de prueba, en el relato que Él hizo a sus discípulos, nos dejan entender claramente que Él tuvo que elegir, en un combate que prefiguraba el de su agonía, apurar hasta las heces el cáliz de la Nueva Alianza que sólo podía ser sellada con su crucifixión.

Basta recordar la oración de la agonia –«Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz»– para adivinar lo que significó realmente para Él el rechazo de un mesianismo triunfante a base de milagros, de todos los obstáculos opuestos al reino de Dios.

Si Él eligió la Cruz significa que la Redención exigía algo distinto a una manifestación de poder, que el Reino de Dios no podía establecerse por prodigios capaces de deslumbrar los ojos y suscitar aclamaciones sin cambiar el corazón de los testigos llamados a seguirle. 

Jesús no seduce a las masas. El prefiere el fracaso a un éxito equívoco. Él se hace otra idea del hombre, igual que aporta una nueva Revelación de Dios. El dijo un día a Pilato que había venido para testimoniar la Verdad y que su realeza se sitúa en este plano; ella sólo puede ser reconocida por los amigos de la Verdad.

Pero, haciendo experiencia cada día de la Verdad, nosotros no podemos verla como un objeto, como una joya en un joyero o un vaso de agua en la mesa. La Verdad sólo puede alcanzarnos si se convierte en luz en nosotros mediante una transformación que nos identifica con ella, liberándonos de todos nuestros prejuicios y de nuestras posturas hasta el punto de ser transparencia indispensable para su manifestación.

Si la Cuaresma de este año nos llama, de nuevo, a este reino de la Verdad que ocupaba el pensamiento de Jesús durante su retiro en el desierto, vemos enseguida que las prescripciones alimentarias son algo secundario. Se trata, en realidad, de una conversión, de una transformación radical de nosotros mismos en la luz de esta «llama de amor» que es la Verdad misma, tal como vive en el corazón de la Trinidad eterna.

Por lo tanto, no tenemos que hacer el gesto de una penitencia ostentosa, fingiendo una mortificación exterior que la Iglesia no nos pide. Lo que se nos propone es literalmente un cambio de corazón, renunciando, sin andarse con rodeos, a todo lo que nuestro amor propio comporta de opacidad y oscuridad, limites y parcialidad, de alarde de nosotros mismos y desprecio del otro.

La noche de la agonia del Señor, como el combate que sostuvo en el desierto, fue un cuerpo a cuerpo con esta muerte que tiene el rostro del pecado, que tiene su raíces en todos los rechazos al amor que la humanidad no ha dejado de oponer a la ternura divina, que no ha dejado nunca de brillar en nuestras tinieblas.

La Cuaresma nos invita a meditar sobre este dolor que Cristo ha asumido sobre sí por nosotros, identificándose con nosotros y agotando la fuente abriéndonos a su Luz, dejándonos invadir por su Amor.

Por esto nuestra primera preocupación debe ser crear silencio en nosotros, recogernos cada día algunos minutos para comprender su llamada a vivir Su vida como la nuestra. Pues el Reino de Dios es precisamente como sugiere un gran poeta, dejarle vivir en la vida que Él siembra. 

Así, si nosotros podemos, cada día un poco mejor, eclipsarnos en Él y dejar que Él se transparente en nosotros, esta Cuaresma será el más bello de los milagros. Según la medida de nuestro amor, Cristo dejará de ser en nosotros el Señor crucificado para convertirse en el Señor resucitado.

La Pascua, entonces, ya no será el simple recuerdo de un acontecimiento pasado, sino la realidad más actual de nuestra vida.

Así es como Pascal entendía la vocación del cristiano, mientras escribía estas palabras que expresan maravillosamente el sentido de nuestra Cuaresma: «Jesús estará en agonia hasta el fin del mundo; no debemos dormir durante este tiempo».

Maurice Zundel


Dejar que Él se transparente en nosotros

La Cuaresma no es simplemente un tiempo de espera inactivo, en el que nos detenemos mientras llegan la Semana Santa y la Pascua. Es un tiempo que puede y debe ser fecundo. Fecundo en el silencio, en la oración, en la liturgia. Fecundo en la vida cotidiana. Del camino que recorre el cristiano, éste seguramente es un trecho no asfaltado: es como esas pistas que te encuentras en el desierto o en medio de los bosques tropicales, donde el recorrido está marcado por las huellas de los que han pasado antes que tú. Suelen ser caminos solitarios y esta soledad, si está habitada, nos hace ahondar en la conciencia del don que hemos recibido y de Quién lo hemos recibido. Y si tenemos esta conciencia, nos será imposible no dejar "eclipsarnos por Él y dejar que Él se transparente en nosotros".

Este es un tiempo que nos interpela a profundizar dentro de nosotros a la luz del Señor, pues Él es el perno de nuestra existencia. Si me desplazo de este eje, todo se vuelve trágico. Y no lo es. La vida ciertamente es dramática muchas veces, y muchos de los hechos que nos suceden, a nosotros o a nuestros seres queridos, lo corroboran. Pero no es una tragedia. La vida es una realidad: debemos ser capaces de mirarla con los ojos de la fe. Apartarse de ésta es caer en sentimentalismos, es dejar nuestra vida en manos de emociones que nos zarandean de un lado a otro. Ciertamente, todos estamos heridos por el pecado original, pero no estamos "deshauciados". El amor y la ternura que Dios ha demostrado con cada uno de nosotros, a pesar de nuestro rechazo, que puede durar años, se ha cristalizado en lo que pasará en breve. Dios sufrió, Su corazón sufrió al ver a su Hijo escarnecido y sacrificado de ese modo, pero el Amor por nosotros era –es– tan grande, que sólo a través del holocausto de Su Hijo podíamos salvarnos de esa herida inicial. ¿Hay amor más grande que el de ofrecer la vida del propio Hijo por nosotros, por cada uno de nosotros individualmente?

Por eso este periodo, como dice Zundel, nos pide una conversión, un cambio en nuestro corazón, para que deje de ser de piedra y pase a ser de carne, con toda nuestra humanidad herida, para que se reconozca en la humanidad redentora de Cristo.


Helena Faccia
elrostrodelresucitado@gmail.com
 

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