Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

El Muro no cayó, lo derribaron


La caída del Muro se convirtió pronto en un mito, en el icono del fin del comunismo, derrumbado como un castillo de naipes. En el fondo hay la idea de que la libertad puede llegar de repente, como un regalo, y uno tiene solo que aprovecharlo. No es así, no ocurrió así.

por Luigi Geninazzi

Opinión

Dentro de unos días vamos a celebrar el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín, el evento histórico más importante desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, aunque no está todavía aclarado en todos los detalles: piensen que no se sabe exactamente dónde y cuándo se abrió la primera brecha en el Muro, se disputa todavía sobre cuál fue el primer paso de la frontera que decidió alzar las barreras y permitir a una impresionante marea humana salir fuera del oprimente país que se llamaba República Democrática Alemana. Lo que es cierto es que la noche del 9 de noviembre de 1989 hubo una verdadera evasión en masa de los ciudadanos del Este hacia el Oeste. Yo llegué a Berlín la mañana siguiente y tengo un recuerdo inolvidable de un caos maravilloso, con todas las grandes avenidas bloqueadas por atascos monstruosos y la gente que se abrazaba llorando de felicidad aunque no se conocían. Fue una increíble fiesta de fraternidad y de libertad en el corazón herido de Europa.

La caída del Muro se convirtió pronto en un mito, en el icono del fin del comunismo, derrumbado como un castillo de naipes. En el fondo hay la idea de que la libertad puede llegar de repente, como un regalo, y uno tiene solo que aprovecharlo. No es así, no ocurrió así. La expresión misma, aunque sea muy evocativa, no corresponde a la realidad: el Muro no cayó, lo derribaron. No en una noche con picos y martillos (bueno, yo también he sacado un trozo de Muro como recuerdo…). Ha sido derribado en el curso de largos años por gente curtida y valiente que luchó contra un poder horrible y represivo para afirmar el derecho a la dignidad y a la libertad. Fue un proceso dramático y retorcido, marcado de sacrificios, persecuciones, asesinatos, represión brutal de una parte y resistencia tenaz de la otra.

El Muro empezó a caer nueve años antes, en 1980 en Polonia. La huelga en los astilleros de Danzig representó algo totalmente nuevo. Por primera vez en los países soviéticos los trabajadores pedían una organización autónoma en defensa de sus derechos, demandaban un sindicato independiente. Una auténtica locura para el régimen comunista que se autoproclamaba gobierno de obreros y campesinos. ¿No estaban ya representados? No, desde ahora vamos a tener nuestros propios representantes. Un choque terrible para el socialismo real, enfrentado a una revolución auténticamente obrera. Y un segundo choque: esta gente luchaba y rezaba al mismo tiempo, tenía misa y se confesaba en el interior de los astilleros, un claro bofetón al ateísmo de Estado. Hay que añadir que fue un trauma también para nuestros intelectuales de izquierda, para las sociedades del Oeste. Lo que sorprendió todos, para empezar a nosotros, los reporteros, fue la dignidad y la tranquilidad de esta lucha obrera, un movimiento desde abajo que supo rechazar la tentación de la violencia. Tenían rabia, por supuesto, puesto que la vida cotidiana en Polonia era imposible, miseria, falta de todo, colas... Pero la rabia no era el criterio de la lucha, al revés: tenían un corazón libre de odio. Se enfrentaban a un poder muy malo pero miraban a un bien más grande. ¿Cómo fue posible actuar así, en condiciones penosas, y no unas personas aisladas, sino un pueblo entero? ¿Cómo fue posible ganar sin fuerza militar, sin medios económicos, ni siquiera sin un proyecto político? No tenían ideologías, tenían fe, vivida no solo como algo desde el interior y personal sino como un factor potente que puede cambiar la historia.

Lech Wałęsa, el obrero que encabezó la huelga de los astilleros y llegó a ser líder de Solidarność, cuenta que su intento de conseguir un sindicato independiente en los años 70 apenas lograba convocar diez o quince compañeros de trabajo. En agosto de 1980 se encontró rodeado de 10 millones de personas. ¿Qué pasó? La diferencia la hizo el Papa polaco que clamaba “¡No tengáis miedo!”. Para l mayoría de nosotros fue un eslogan y nada más. Para los polacos ha sido una consigna: empezaron a no tener miedo, a denunciar las mentiras del poder. Y esta actitud contagió en los años ochenta a los otros pueblos de Centro Europa, desde Checoslovaquia, donde creyentes y no creyentes dieron vida a la revolución de terciopelo hasta la Alemania comunista, donde las Iglesias protestantes se llenaron de jóvenes que pedían democracia. La gente se había hecho más consciente y más determinada, las protestas siempre más difundidas sin caer en la violencia. Recuerdo el entierro de Popieluszko… Ha sido una revolución donde no se rompió ni siquiera un cristal. Y los primeros en extrañarse de todo eso fueron los comunistas. Como confesó un oficial de la Stasi: estábamos preparados para todas las variantes posibles de una insurrección, pero no para una manifestación de gente que reza con un cirio en las manos.

Así cayó el comunismo en Europa, sin derramar una sola gota de sangre, a excepción de Rumania (que fue en realidad un golpe de Estado disfrazado de levantamiento popular). Los que tienen una cierta edad saben muy bien que el imperio soviético parecía invencible: tenía tanques, tenía armas atómicas, estaba demasiado fuerte. Intentar derrotarlo hubiera implicado una tercera guerra mundial, cosa que nadie por supuesto deseaba. Intelectuales, políticos, militares, obispos, sí también la Iglesia, prácticamente todos pensaban así. Uno de los pocos, quizás el único, que opinaba de manera diferente era Juan Pablo II, convencido de que el comunismo en realidad era un gigante con pies de barro, no solo por la dramática crisis económica sino por su ideología basada en la mentira. Y cuando el poder comunista se dio cuenta con Gorbachov de que necesitaba un cambio, fue el comienzo de su fin, porque como ya había explicado Tocqueville: cuando una tiranía trata de reformarse se excava la fosa.

Lo que pasó en los años ochenta hasta el final sorprendente de 1989 es una historia increíble que ni siquiera un autor de fantasía política hubiera podido imaginar. Un milagro, lo definió una persona no creyente come Vaclav Havel, que pasó de la cárcel al palacio de la presidencia de la República con la rapidez de un relámpago.

Una historia no bien conocida y entendida que pensé valía la pena ser contada. No solo para recordar una epopeya grandiosa del pasado, sino también para aprender algo que puede servir al presente. Vaclav Havel, el autor checo de El poder de los sin poder, un libro que constituye un verdadero manual del buen revolucionario, decía con palabras proféticas que “aunque desaparecieran los sistemas totalitarios de la faz de la tierra no por eso se libraría el mundo del riesgo de un poder anónimo que opera fuera de cualquier criterio de verdad”. ¿No es exactamente la forma más sutil de totalitarismo que vivimos hoy, con la reducción de la democracia a sus aspectos formales, con el dominio de los lobbies financieros y económicos y con la influencia aplastante de ideologías que manipulan la política?

¿Cómo luchar en esta situación? En los últimos años hemos visto surgir varios movimientos de protesta desde abajo. Les empujaba la indignación, como dice el título del famoso panfleto de Stéfane Hessel. Pero no basta la indignación por lo que esta fuera. El cambio debe partir del interior del hombre, de la relación consigo mismo y con los demás. Lo explicó bien el teórico de Solidarność, padre Jozef Tischner: en su libro Ética de la solidaridad dice que los polacos llevaron la cabeza pidiendo libertades sindicales, religiosas y políticas porque ya estaban libres interiormente. Tenían coraje porque tenían una fe, una esperanza, luchaban pero sin nutrir odio y, como consecuencia, sin violencia. El mismo concepto lo expresó Vaclav Havel, según el cual al poder impersonal se debe contraponer la responsabilidad y la dignidad de la persona que decide vivir en la verdad y acabar con la mentira. 1989 no es un mito, es una lección que los ucraínos de Majdan así como los jóvenes estudiantes de Hong Kong han mostrado aprender. Es una lección que tampoco nosotros hemos de olvidar, es un método de lucha que tuvo gran éxito pero, es importante subrayarlo, tiene valor a pesar de su resultado, porque no está basado en una ideología o en un proyecto político sino en el deseo de verdad que cada uno descubre en su corazón. Me gusta recordar que este concepto ha sido repetido de una forma muy clara y eficaz por el Papa Francisco en una reciente entrevista al diario La Vanguardia: “Para mí, la gran revolución es ir a las raíces, reconocerlas y ver lo que esas raíces tienen que decir el día de hoy.. Más aún, creo que la manera para hacer verdaderos cambios es la identidad. Nunca se puede dar un paso en la vida si no es desde atrás”.

Artículo publicado originalmente en Forum Libertas.


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