Viernes, 29 de marzo de 2024

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Nos hundimos porque falta Alguien. Orígenes de Alejandría

Nos hundimos porque falta Alguien. Orígenes de Alejandría

por La divina proporción

¿Cuántas veces hemos soñado con ir hasta la otra orilla? Una orilla en la que los problemas, responsabilidades y rencillas desaparecen como por arte de magia. En el Evangelio de hoy leemos un maravilloso pasaje en el que Cristo nos enseña que esa orilla existe, pero sólo podemos llegar si El nos acompaña. Orígenes de Alejandría nos habla sobre este episodio de una forma muy clara: 

"Jesús obligó a los discípulos a subir a la barca y a esperarlo en la otra orilla, mientras despedía a la muchedumbre". La muchedumbre no podía ir hacia la otra orilla; no eran hebreos en el sentido espiritual de la palabra, que se traduce como: "la gente de la otra orilla". Esta obra fue reservada para los discípulos de Jesús: irse a la otra orilla, sobrepasar lo visible y corporal, estas realidades temporales, y llegar los primeros hacia lo invisible y eterno. […] Y sin embargo los discípulos no pudieron preceder a Jesús sobre la otra orilla […]; posiblemente quería hacerles pasar por la experiencia de que sin Él no era posible llegar allí. […] ¿Qué barca es a la que Jesús obliga a los discípulos a subir? ¿No sería la lucha contra las tentaciones y las circunstancias difíciles? […] 

Y nosotros, si un día nos enfrentamos con tentaciones inevitables, acordémonos que Jesús nos obligó a embarcarnos; no es posible alcanzar la otra orilla sin pasar por la prueba del oleaje y del viento huracanado. Luego, cuando nos veamos rodeados por numerosas y penosas dificultades, cansados de navegar en medio de ellas con la pobreza de nuestros medios, pensemos que nuestra barca está entonces en medio del mar, y que este oleaje busca "hacer naufragar nuestra fe" (1Tm 1,19) […] Mantengámonos seguros hasta que cercano el fin de la noche, cuando "la noche está avanzada y el día está cerca" (Rm 13,12), el Hijo de Dios llegará andando sobre las aguas y calmando la tempestad. (Orígenes. Comentario al Evangelio de Mateo, libro 11, cap. 5-6) 

Para el cristiano cada día es una prueba, ya que nos encontramos siempre rodeados de tentaciones, dificultades y problemas. La Iglesia es como esa barca en la que Cristo envió a sus discípulos hacia el ideal de la “otra orilla”. Los discípulos, seguramente estaban deseando dejar la multitud que les acosaba y encontrar ese remanso de paz que todos anhelamos y nunca encontramos por nosotros mismos. En el camino, el viento se volvió contra la barca y las olas hicieron imposible la navegación. ¡Que desilusión! ¿No estaba tan cerca el destino deseado? ¿Cómo es posible que con todas nuestras fuerzas y medios, no podamos llegar hasta la orilla? 

Allí estaban los discípulos, desesperados, llenos de miedo, hasta que Cristo llegó andando sobre las aguas y tan pronto como subió a la barca, el viento se calmó. ¿No le pasa a la Iglesia igual que a la barca? ¿Estamos encantados de organizar actividades, conferencias, cursos y después nada sale como queremos? Nos encontramos, en el mejor caso, con una tolerancia desdeñada por parte de la sociedad. Lo triste es que nos quedamos en medio del lago, sufriendo, maldiciendo nuestra suerte y olvidamos que el problema es la ausencia de Cristo. ¿Cómo es posible? ¡No lo hemos esperado ni invitado¡ Sin El nada podemos o más bien, lo que podemos nunca sale bien.

La pregunta es ¿Qué nos ha pasado para olvidar a Cristo? Tenemos algunas pistas: la oración ha desaparecido de nuestras vidas, los sacramentos han dejado de ser un vínculo con Dios y se han convertido en actos sociales, la confesión, que ha ido desapareciendo de nuestra vida cotidiana, hemos dejado vivir con esperanza sobrenatural, ya que ahora todo se resuelve por medios políticos y sociales. ¿Por qué hemos olvidado todo esto? 

La respuesta es simple: nuestra fe no está puesta en Cristo, sino en muchos y diversos ídolos modernos. Ídolos que se proponen como válidos, incluso dentro de la Iglesia. El olvido de Cristo se vende como algo positivo y moderno. 

El cristianismo ha ido cambiando lentamente hasta formularse como un humanismo buenista que olvida que justicia y misericordia deben estar siempre unidas. Podemos pensar e indicar muchas formas de “ser felices” sin que Dios tenga nada que ver. Podemos invitar a otras personas a “ser felices” con el dinero que debería ir hacia el bien de la Iglesia y los pobres. Las apariencias y la presencia en los medios terminan siendo más importantes que los cimientos de nuestra fe. Buscamos aliados fuera de la Iglesia antes que trabajar y sufrir, la complicada unidad interna. Buscamos la foto solidaria y olvidamos que la caridad nunca se puede fotografiar, ya que está oculta y es mal vista por la sociedad. 

Hemos convertido nuestros templos, Liturgia y oraciones en elementos sociales, funcionales y utilitaristas, que desprecian la Verdad y la belleza. Lo sagrado ya no es el camino hacia Dios, sino formas anticuadas de vivir. Los símbolos ya no se viven porque se han convertido en signos de los que desconocemos el significado. En nuestra vida de fe damos preferencia los procesos sociales y las realidades personales, olvidando que Cristo es Camino, Verdad y Vida. 

¿Nos sorprende que los templos estén vacíos y que los cristianos desconozcamos lo más esencial de la fe? ¿Nos sorprende que los intentos de evangelización nunca den los resultados esperados? ¿Estamos ofreciendo la verdadera Buena Noticia a la sociedad? Más bien ofrecemos un sucedáneo edulcorado y aparente, que es fácil de comprar cuando sale en las portadas de las revistas de moda. 

Pero, el Señor no nos deja en mitad de la tempestad. El siempre está listo para orar por nosotros desde lo alto de una montaña y venir a salvarnos, sobre las mismas aguas que nos atacan por todos los flancos. ¿Le invitamos a que suba a nuestra barca o lo dejamos fuera, viendo cómo nos hundimos? ¿Le abrimos el corazón para que sea Él quien nos haga sus herramientas? 

No creamos que las barcas hundidas por el temporal son un fracaso de Cristo. Más bien evidencian nuestra incapacidad para hacer a Cristo centro de nuestra vida personal y eclesial. 

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