Viernes, 29 de marzo de 2024

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Fe, Iglesia y servicio al mundo

por Corazón Eucarístico de Jesús

La fe orienta e  impulsa a transformar las realidades temporales, ordenándolas según Dios. La Iglesia, cuya vida y gozo es evangelizar, es servidora del hombre -como lo es su mismo Señor- para elevarlo a Dios, ofrecerle la gracia de la redención, acompañar sus pasos, engendrarlo para la vida eterna.
 
 
La Iglesia sirve al hombre y lo busca para que no se pierde ni se enrede en tantos lazos ideológicos o en situaciones de pecado. Convoca, llama, santifica. Esa es su misión, siendo signo e instrumento de la comunión con Dios y de la reconciliación de los hombres.
 
Cada cual, en la Iglesia, en su propia vocación, se convierte en servidor y no enemigo del mundo. Tal actitud y comportamiento no suponen una aprobación tácita del mundo para mundanizarse, ni para aceptar como bueno todo lo que ve, simplemente porque existe en el mundo y está de moda, sino que, desde dentro del mundo, lo purifica, lo eleva. Amar al mundo es la condición, pero no para dejarlo tal cual está sino para salvarlo, como Cristo mismo hizo: no vino para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por él (cf. Jn 3,16).
 
Esta dinámica es conveniente recordarla no para generar optimismos ilusorios, pero sí para afrontar la relación con el mundo con la esperanza cristiana. Sobran los profetas de calamidades, los que claman contra todo a todas horas y quisieran hacer de la Iglesia un castillo cerrado a la defensiva, mirando el mundo con recelo y sospechas constantes. Sobra el pesimismo que cunde a veces por todas partes y que es anticristiano. Se necesita más bien la mirada sobrenatural de Cristo para ver el mundo y lanzarse a la obra de Cristo en este mundo concreto que ahora nos toca vivir.
 
Así es como la Iglesia quiere servir al mundo moderno -o postmoderno, según el pensamiento actual- y cada católico debe situarse para no rechazar el mundo de plano pero tampoco identificarse acríticamente con él fundiéndose en un abrazo mortal.
 
 
"Debemos hablaros otra vez del apostolado, es decir, de la misión propia de la Iglesia, y por ello de todos aquellos que pertenecen a la Iglesia, en relación con la salvación del mundo, a saber, de todos los hombres.
 
La Iglesia, que es al mismo tiempo el medio y el fin del apostolado, se plantea este problema como primario, especialmente después de las enseñanzas que el Concilio nos ha dado sobre la naturaleza y sobre la misión de la misma Iglesia. No podemos olvidarlo. Muchos cristianos conservan todavía un concepto demasiado individualista de su religión; la Iglesia viva les recuerda no sólo el sentido comunitario propio de la sociedad de los creyentes y de los seguidores de Cristo, sino también la índole y la obligación difusiva de la vocación cristiana como consecuencia del bautismo y de su participación en la vida histórica, social y dinámica del pueblo de Dios. 
 
Tendríamos todavía muchas cosas que decir sobre la actividad que todo fiel debe desarrollar en el interior de la comunidad eclesial; las necesidades que en ella se ven continuamente, los servicios de que está necesitada para hacer su estructura digna, auténtica, eficiente; la pluralidad de formas y acción permitidas dentro de la familia de los creyentes, su deber de renovarse continuamente, ya dando lugar a nuevas expresiones de actividad benéfica para la salvación propia y de los demás, ya procurando valerse de los medios modernos eficaces para la difusión de las ideas y para la formación de los corazones, darían materia para hablar de muchas actividades apostólicas, que esperan siempre a los hijos buenos de la Iglesia como operarios que las lleven a la práctica y a su efectiva realización, tanto en el campo de la vida propiamente religiosa como en la enseñanza de la religión, los ejercicios y los retiros espirituales, el apostolado del sufrimiento, la propaganda misionera, la acción litúrgica, la educación en el canto sagrado...; como en muchos otros campos, el primero de ellos la escuela católica y con ésta la prensa católica, la literatura y la cultura católica, la caridad en sus múltiples formas de asistencia, de cura sanitaria y de beneficiencia, el arte cristiano, la promoción social de las clases económicamente débiles, para llegar también a las formas, que propiamente podríamos llamar profanas, como el turismo, el deporte, el espectáculo, el crédito, etc., si no fueran también ellas espiritualizadas y puestas al servicio, más o menos directo, del reino de Dios, de la formación de las almas, de la caridad; en una palabra, de la vida misma de la Iglesia.
 
Toda esta actividad que hoy es elevada a la dignidad y al mérito del apostolado suele ser clasificada, al menos por su fin principal, como interna a la Iglesia misma.
 
La Iglesia no es una sociedad cerrada
 
Pero, ¿y fuera de la Iglesia? ¿La ciudadanía eclesial señala el límite de la actividad apostólica, o más bien la acción de la Iglesia llega más allá del propio perímetro social? ¿Es la Iglesia una religión eclesiástica, un "ghetto" privilegiado, o es un diseño universal, católico? La respuesta no ofrece ninguna duda: la acción de la Iglesia trasciende su propio y preciso confín institucional; debe llegar a la sociedad entera; debe, por tanto, traducirse en apostolado externo; lo saben todos. Porque la Iglesia no fue instituida sólo para sí misma; no es una sociedad cerrada; Cristo le ha abierto todos los caminos del mundo; San Pablo es el apóstol "de las gentes", que intencional y efectivamente puso el mundo entero como objeto del apostolado cristiano; es la Iglesia de nuestros tiempos, la del Concilio, de una manera explícita y categórica, se ha definido a sí misma no sólo como misionera, sino que se ha proclamado al servicio del mundo, de este nuestro mundo al cual todos pertenecemos y cuyo desinterés, distancia, indiferencia y hostilidad hacia el mundo religioso en general y hacia el cristiano y católico en especial todos advertimos.
 
Quizá no todos han descubierto la actitud paradójica y dramática de la posición adoptada por la Iglesia católica con respecto al mundo, precisamente en el momento en que el mundo, con sus palabras o con sus hechos, declara no tener necesidad de ella, sino que la considera institución histórica y culturamente superada y, además, embarazosa y perjudicial. El laicismo, es decir, el propósito de prescindir de Dios, es la fórmula que hoy está de moda. La suficiencia del mundo para resolver por sí mismo sus problemas, para crear un humanismo propio, para darse el propio equilibrio, la propia moral, la propia interpretación de los destinos del hombre, de su historia y de su civilización, se presenta hoy con caracteres tan seguros y perentorios que hacen paradójica, por no decir vana y anacrónica, la inserción de la Iglesia en el proceso de la vida moderna. De ahí nacen formas de radical oposición a la Iglesia, difundidas en varias naciones, y sobre todo en varios sectores de pensamiento y de la política: la Iglesia, se dice, no nos va. El ateísmo se introduce después como la forma religiosa, es decir, absoluta del  laicismo, si así podemos llamarla. Precisamente frente a este estado de cosas la Iglesia, con una audacia que se podría calificar de ingenua, si no fuera inspirada, se presenta al mundo; fijaos bien, como apostólica, es decir, intencionalmente determinada a ejercitar su misión de "sal de la tierra", de "luz del mundo" (Mt 5, 14-15).
 
En el mundo sin ser del mundo
 
Queridos hijos, es necesario tomar conciencia de esta posición militante, casi temeraria, en la cual la Iglesia nos coloca hoy a todos. Cuando ella limitaba su predicación a sus hijos para que se separaran del mundo usaba palabras molestas (como es siempre la concepción liberadora del cristianismo del exclusivo gozo del reino de la tierra), pero usaba, en el fondo, palabras más fáciles; ahora ella completa evangélicamente su predicación y nos exhorta a estar apostólicamente en el mundo y al mismo tiempo a no ser del mundo (Cf. Jn 17,15); esto es más difícil, como es más difícil a un médico vivir entre enfermos, para curarlos, sin contraer sus propias enfermedades; o a un administrador manejar el dinero de otro sin apropiárselo indebidamente; esto viene a ser para cada uno de nosotros estar en medio de nuestra sociedad, tal como ella está, llena de seducción y frecuentemente de corrupción amándola mucho y sirviéndola con entrega, sin contagiarse de su mentalidad, de su profanidad, de su inmoralidad. El apostolado pastoral conoce bien estas normas fundamentales de sus contactos con la vida secular.
 
Pero los seglares, ¿cómo deben comportarse? La pregunta exige no una respuesta, sino muchas respuestas diferenciadas. Contentémonos de momento con una observación general y preliminar: la Iglesia de hoy, la de la Constitución Gaudium et Spes, no tiene miedo de reconocer los "valores" del mundo profano; no duda en afirmar lo que Pío XII, nuestro predecesor, de venerada memoria, ya reconocía abiertamente, a saber: una "legítima y sana laicidad del Estado", como "uno de los principios de la doctrina católica" (AAS, 1958, p. 220); así la Iglesia hoy distingue entre laicidad, es decir, entre la esfera propia de las realidades temporales, que se rigen con principios propios y con relativa autonomía derivada de las exigencias intrínsecas de tales realidades -científicas, técnicas, administrativas, políticas, etc.- y el laicismo, que decíamos consistir en la exclusión en la ordenación humana de referencias morales y globalmente humanas, que comportan relaciones imprescriptibles con la religión.
 
Laicidad no es laicismo
 
Por esto la Iglesia, mientras reconoce a los seglares, a aquellos que viven en la esfera secular, es decir, sin oficios de ministerio religioso, el derecho a desarrollar libre y válidamente su actividad natural y profana, no los abandona, cuando su agilidad tiene repercusión en sus conciencias; es decir, no los deja sin la doble luz de los principios y de los fines que deben orientar y gobernar la vida humana en cuanto tal. Y es la mirada lúcida y dócil a esta doble luz la que puede convertir la vida secular, la actividad profana en un ejemplo digno de observación y de imitación; un apostolado que se transparente, especialmente por el ejemplo, en el estilo moral y espiritual de la conducta del seglar católico y que lo guía en una constante tentativa de imprimir, incluso en su actividad temporal, una dignidad, una rectitud, una honestidad, una intención de deber y de servicio, en una palabra, una orientación que casi tácitamente hace resplandecer un orden superior, querido por Dios también en la esfera de la realidad temporal.
 
El seglar consciente y fiel ofrece así su testimonio cristiano; su honestidad y su mensaje silencioso; es su servicio en el orden temporal y al bien común, al cual debe estar orientado dicho orden; es su apostolado. La autonomía de la esfera temporal está fuera de la competencia de la Iglesia ("Dad al César...", ¿recordáis?); de la armonía de las exigencias superiores y complejas de la visión integral del hombre de sus destinos superiores.
 
Hablar de estas cosas es delicado y es un tema interminable; pero hoy se habla tanto de ello que nadie ignora del todo esta conocida distinción de lo sagrado y de lo profano; mientras muchos no conocen el equilibrio, la relación y el mutuo auxilio que pueden resultar de un recíproco y respetuoso reconocimiento entre ambos; ignoran la templanza, la discreción, el respeto a la libertad del prójimo y a la vez la voluntad de hacer el bien, la providencial ayuda que puede ofrecer el cristiano que, saliendo de los confines eclesiásticos, llega al mundo con intención de dilatar en él la luz del reino de Dios".
 
(Pablo VI, Audiencia general, 22-mayo-1968).
 
El servicio al mundo es salvarlo. No es identificarse ni confundirse con él, sino sanarlo, elevarlo, infundirle la vida divina.
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