Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Blog

11.05.1931, en dos actos (2)

por Victor in vínculis



Al dirigirme a mi casa, después de terminado el horario laboral de la mañana, ya muy cerca de ella, podía verse desde la calle de Carranza, cómo el Colegio de Jesuitas de Alberto Aguilera ardía, pues de él se elevaba una densa humareda. Crucé Monteleón y la Glorieta de San Bernardo. Me era preciso ser testigo presencial. Según se iba produciendo mi aproximación, esta, obstaculizada por una multitud de curiosos como yo, era más lenta. Tenía que abrirme paso a codazos y empujones. Pero conseguí situarme en primera fila.

El colegio, de muy grandes dimensiones arquitectónicas, emplazado entre cuatro calles, se quemaba solo de manera parcial. No se veían llamas por su exterior: solo una grande y espesa columna de humo negrísimo se elevaba como con solemnidad… Pero había sido saqueado… En medio de la calzada se mezclaban confusamente los restos heterogéneos de cuanto en ella habían arrojado con el objetivo malsano, rencoroso de hacerlo desaparecer, destruyendo la menor posibilidad de que nadie pudiera aprovecharse. Así corría el vino de tres o cuatro barricas destruidas por entre las piedras del pavimento, mezclándose con el aceite vertido de no sé cuántas vasijas. Sobrenadando en este viscoso líquido verdi-rojo, se rebozaban pasteles, pastas, confituras, pellas de amarillenta mantequilla y fideos, macarrones, que se esparcían por todas partes, al haber sido estrelladas violentamente contra el suelo las bolsas de papel que les servía de envoltorio.

Unos hombres muy jóvenes, jovencísimos, salieron del interior del colegio… Serían una media docena… Portaban cálices, copones, custodias, casulla, capas sacerdotales y disfrazados con ellas, utilizando los grandes copones y cálices para cubrirse la cabeza, bailaban una extraña melopea burlesca, encima de aquellos elementos tan groseramente desparramados en la vía pública, como muestra significativa, muy gráfica y expresionista de un odio y rencor manifestado sin recato ni disimulo, sino con límpido descaro y manifiesta agresividad.



Si presenciar el primer incendio de la mañana conmovió lo más íntimo de mi ser, semejante cuadro, tan sorpresivo e inesperado, creo que debió parar el latido de mi corazón.

Y una nueva sorpresa se produjo cuando llegó la fuerza pública, pues esta, respetando a los incendiarios, arremetió contra nosotros, los que allí estábamos como simples espectadores… Sonó un toque de clarín y los guardias de caballería comenzaron “su carga” inmisericorde. Corrió el gentío en todas direcciones. Yo, un tanto alocadamente, corrí por la calle Galileo… Los guardias nos perseguían con el sable desenvainado haciendo “carne” en todo aquel que se ponía a “tiro”…



Sentí muy cerca los cascos de un caballo; al volver la cabeza, vi la calle desierta despoblada, los portales cerrados, las tiendas con sus cierres hasta abajo, y el guardia galopando hacia mi persona como único objetivo posible y cercano… Pensé arrojarme a la acera acurrucándome junto a la pared; cuando iba a hacerlo, pude introducirme, casi a rastras, en el interior de una lechería, cuyo cierre bajaban en aquel momento… Llena de personas del todo atemorizadas, no se oía, sin embargo, ni el suave jadeo de nuestras respiraciones, alteradas por la carrera y su pálpito emocional.

Salimos poco después, con las lógicas precauciones… Los guardias habían desaparecido. La calle poco a poco, recuperaba su habitual fisonomía, aunque sus viandantes no disimulasen su miedo y contrariedad.

Regresé a casa tras un ligero rodeo, por las calles adyacentes, hasta salir a San Bernardo. Quería no encontrarme de nuevo con aquella Fuerza Pública tan absurda y contradictoria, capaz de no abordar el verdadero conflicto de desorden, para enfrentarse con quien solo presenciaba pasivamente, unos con espanto, otros, acaso con complacencia, el hecho siniestro -desusado y único- protagonista de la jornada.

Los republicanos, el republicanismo, no debían de estar satisfechos. Fui pensando por el camino… Los actos de sádico vandalismo no podían suceder con la aprobación masiva de la sociedad. Pero mucho menos protegidos por los Gobiernos encargados de la custodia. Y este primer Gobierno de la República, confesaba su culpabilidad con su definitiva inhibición, dejando crecer las llamas en iglesias y conventos y admitiendo que proliferaban saqueos, robos y profanaciones.

Mis dudas de siempre, mi escepticismo, mi falta de fe, sobre las virtudes hipotéticas del régimen republicano se fortalecieron con idéntica rapidez que las fogatas incendiarias… Las libertades, el sentido democrático, el parlamentarismo abierto a todas las opiniones, me parecían difícilmente dirigibles para un pueblo de tan escasa y elemental preparación y unos gobernantes fáciles, inexpertos e inseguros ante su propio concepto de responsabilidad.

El renovado Estado español, en el primer artículo de su nueva Constitución, en estudio, decía que, España era una República de trabajadores de todas clases. Y evidentemente, mucho habría que trabajar entre todas las clases, siquiera para conseguir que la República no degenerase en un turbulento “caos” que parecía inevitable.
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