Jueves, 28 de marzo de 2024

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San Juan Pablo II (20)

por Victor in vínculis

45. LA PRIMERA MISA TRAS SU MUERTE JUAN PABLO II EL GRANDE, EL HERALDO DE LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR
 
Católicos del mundo entero llevaban horas siguiendo por todos los medios de comunicación las últimas horas del Papa Wojtyla. Desde el primer momento se estaban ofreciendo misas desde todos los rincones del mundo. Yo mismo, hable con la superiora para darle la noticia y  a la hora en la que todos los días las religiosas de la Orden de Hijas María Nuestra Señora rezan las completas, comenzamos la Santa Misa en sufragio por nuestro venerado Pontífice que hacía 20 minutos escasos había fallecido. Eran las diez de la noche.
 
Pero a la mañana siguiente se celebró la primera misa pública de sufragio por Juan Pablo II presidida por el cardenal Angelo Sodano. Unas 130.000 personas se congregaron en la mañana del 3 de abril en la plaza de San Pedro del Vaticano y en la Vía de la Conciliación para participar en ella. Grandes pantallas permitieron seguir la celebración, arrancando aplausos de los fieles cuando proyectaban imágenes de Juan Pablo II.
 
La celebración tuvo lugar en un clima de profundo recogimiento y conmoción, con participación de personas de los cinco continentes, aunque la mayoría de los presentes eran habitantes de la ciudad de Roma.


 
Esta fue la homilía que pronunció el cardenal Sodano en el Domingo de la Divina Misericordia.
 
Venerados concelebrantes,
distinguidas autoridades,
hermanos y hermanas en el Señor.

 
El canto del Aleluya resuena hoy más solemnemente que nunca. Es el segundo domingo de Pascua. Es el domingo «in albis», la fiesta de los vestidos blancos de nuestro bautismo. Es el domingo de la Divina Misericordia, como cantamos en el Salmo 117: «Cantad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia…».
 
Es verdad. Nuestro espíritu está sacudido por un hecho doloroso: nuestro padre y pastor, Juan Pablo II, nos ha dejado. Sin embargo, durante más de veinte años siempre nos invitó a mirar a Cristo, única razón de nuestra esperanza.
 
Durante más de 26 años, ha llevado a todas las plazas del mundo el Evangelio de la esperanza cristiana, enseñando a todos que nuestra muerte no es más que un paso hacia la patria del cielo. Allí está nuestro destino eterno, donde nos espera Dios, nuestro Padre.
 
El dolor del cristiano se transforma inmediatamente en una actitud de profunda serenidad. Ésta nos viene de la fe en Aquél que dijo: «Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás» (Cf. Juan 11,25-26).
 
Ciertamente el afecto por las personas queridas nos lleva a derramar lágrimas de dolor, en el momento de la separación, pero sigue siendo actual el llamamiento que ya dirigía el apóstol Pablo a los cristianos de Tesalónica, cuando les invitaba a no entristecerse «como quienes no tienen esperanza» (1 Tesalonicenses 4, 13).
 
Hermanos, la fe nos invita a alzar la cabeza y a mirar lejos, ¡a mirar hacia lo alto! De este modo, mientras hoy lloramos el hecho de que el Papa nos ha dejado, abramos el corazón a la visión de nuestro destino eterno.
 
En las misas por los difuntos, hay una bella frase del prefacio: «no se nos quita la vida, se transforma», «vita mutatur, non tollitur». Y, ¡al destruirse la morada terrena, se construye otra en el cielo!
 
Se explica así la alegría del cristiano en todo momento de la propia vida. Sabe que, por más pecador que sea, a su lado siempre está la misericordia de Dios Padre que le espera. Este es el sentido de la fiesta de la Divina Misericordia de este día, instituida precisamente por el difunto Papa Juan Pablo II para subrayar este aspecto tan consolador del misterio cristiano.
 
En este Domingo sería conmovedor releer una de sus encíclica más bellas, la «Dives in misericordia», que nos ofreció ya en 1980, en el tercer año de su pontificado. Entonces el Papa nos invitaba a contemplar al «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación» (Cf. 2 Corintios 1,3-4).
 
En la misma encíclica, Juan Pablo II nos invitaba a mirar a María, la Madre de la Misericordia, que durante la visita a Isabel, alababa al Señor exclamando: «su misericordia se extiende de generación en generación» (Cf. Lucas 1, 50).
 
Nuestro querido Papa también hizo un llamamiento después a la Iglesia a ser casa de la misericordia para acoger a todos aquellos que tienen necesidad de ayuda, de perdón y de amor. Cuántas veces repitió el Papa en estos 26 años que las relaciones mutuas entre los hombres y los pueblos no se pueden basar sólo en la justicia, sino que tienen que ser perfeccionadas por el amor misericordioso, que es típico del mensaje cristiano.
 
Juan Pablo II, o más bien, Juan Pablo II el Grande, se convierte así en el heraldo de la civilización del amor, viendo en este término una de las definiciones más bellas de la «civilización cristiana». Sí, la civilización cristiana es civilización del amor, diferenciándose radicalmente de esas civilizaciones del odio que fueron propuestas por el nacimos y el comunismo.
 
En la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia pasó el Ángel del Señor por el Palacio Apostólico Vaticano y le dijo a su siervo bueno y fiel: «entra en el gozo de tu Señor» (Cf. Mateo 25, 21).
 
Que desde el cielo vele siempre por nosotros y nos ayude a «cruzar el umbral de la esperanza» del que tanto nos había hablado.
 
Que este mensaje suyo permanezca siempre grabado en el corazón de los hombres de hoy. A todos, Juan Pablo II les repite una vez más las palabras de Cristo: «El Hijo del Hombre no ha venido para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Cf. Juan 3, 17).
 
Juan Pablo II difundió en el mundo este Evangelio de salvación, invitando a toda la Iglesia a agacharse ante el hombre de hoy para abrazarle y levantarle con amor redentor. ¡Recojamos el mensaje de quien nos ha dejado y fructifiquémoslo para la salvación del mundo!
 
Y a nuestro inolvidable padre, nosotros le decimos con las palabras de la Liturgia: «¡Que los ángeles te lleven al paraíso!», «In Paradisum deducant te Angeli»!
 
Que un coro festivo te acoja y te conduzca a la Ciudad Santa, la Jerusalén celestial, para que tengas un descanso eterno.

¡Amén!

 


46. EN LA SALA CLEMENTINA


 
Quince horas después de fallecer y una vez que el Camarlengo, el cardenal español Eduardo Martínez Somalo, constatara su muerte, el cadáver del Beato Juan Pablo II fue colocado en un catafalco en la monumental sala Clementina, en la primera estación del rito de las exequias. Bajo una gran lápida que recuerda que la sala se construyó durante el papado de Clemente VIII fue instalado el catafalco, revestido con telas de damasco beige. Encima fue colocado el cadáver de Juan Pablo II, cuya cabeza quedó recostada bajo tres cojines dorado.
 
El Pontífice estaba revestido con ornamentos pontificales: sotana blanca y casulla roja. Sobre la casulla le fue colocado el «palio», estola de lana blanca con cruces negras (signo litúrgico de honor y jurisdicción), fijado con un gran alfiler dorado. Sobre la cabeza tenía la mitra y apoyado sobre el cuerpo, en la parte izquierda, le fue colocado su tradicional báculo terminado en una cruz.
 
Las manos, extremadamente blancas, que impresionaban, las tenía unidas y un rosario entre los dedos, delgadísimos. Calzaba sus tradicionales zapatos de color marrón rojizo. A la derecha del catafalco fue colocado un cirio pascual del actual año, mientras dos Guardias Suizas rendían honores.
 
A la primera exposición de los restos asistieron un escogido grupo de periodistas de medios internacionales. Por primera vez, la imagen del Papa fue fotografiada y grabada y emitida por cámaras de televisión a menos de 24 horas de su muerte.
 
Tras celebrar la Santa Misa en mi capellanía, acudí a los estudios de la Televisión de Castilla-La Mancha en Toledo como comentarista para retransmitir tan esperado momento. El mundo entero esperaba la señal del Centro Televisivo Vaticano para contemplar tan esperadas imágenes.
 
A los lados del catafalco velaban cardenales, arzobispos y obispos. En el lado izquierdo, al fondo, se encontraba su fiel secretario, el arzobispo Estanislao Dziwsz, y las cuatro monjas, encabezadas por sor Tobiana, que cuidaban el apartamento papal.
 
Verlo de cerca por primera vez tras la muerte impresionó, sobre todo porque bajo ese rostro más o menos sereno se percibía con claridad lo que ha tenido que sufrir en los últimos tiempos, aunque a él no le pesara, porque hasta los últimos días de vida mantuvo su máxima de “lo hermoso que es gastarse hasta el final por el Reino de Dios”.
 
La ceremonia de este primer rito de las exequias la presidió el cardenal Martínez Somalo, cuando esparció agua bendita sobre el cadáver y lo miró fijamente, mostró aspecto triste. El cardenal español era muy apreciado por el Papa. Se dice que era el único que hacía reír a Juan Pablo II.
 
La solemne ceremonia se celebró el latín y comenzó con el canto de la antífona “Yo soy la resurrección y la vida...”. El Cardenal Martínez Somalo pidió al Señor que acogiera el alma del difunto:
 
Peregrinando ante su cadáver, damos gracias a Dios por los beneficios que a través de Juan Pablo II concedió a su Iglesia e imploramos la misericordia por las culpas que nuestro pastor ha cometido debido a su fragilidad humana. Suplicamos al Señor que lo acoja en su Reino y le conceda el premio por las fatigas que sostuvo por el Evangelio”.
 
En medio de un silencio total y con gran solemnidad, Martínez Somalo encendió el cirio pascual, mientras se cantaba el salmo “El Señor es mi luz y mi salvación”. Después con lentitud y solemnidad se acercó al cadáver, sobre el que esparció en tres ocasiones agua bendita, e invocaba que Juan Pablo II pueda contemplar “cara a cara” a Dios. Fue uno de los momentos más sugestivos cuando, acompañado de música sacra, el Camarlengo bendecía el cadáver con el agua bendita.
 
La ceremonia concluyó con el canto del Padrenuestro en latín y después comenzó el homenaje de la Curia, de las autoridades italianas y del cuerpo diplomático acreditado ente el Vaticano. Lo abrió el decano del colegio cardenalicio, Joseph Ratzinger, que oró unos momentos ante el cadáver y después siguieron los demás.
 
Además de la Curia, también acudió a la Clementina el personal que presta sus servicios en el Vaticano. A media tarde se cerró la sala Clementina. El cadáver del Papa fue trasladado en la tarde del lunes 4 de abril a la basílica de San Pedro, donde recibirá el homenaje de cientos de miles de fieles de todo el mundo.

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