Jueves, 02 de mayo de 2024

Religión en Libertad

Nosotros, sacerdotes, debemos oler a oveja, como los pastores


El Papa nos pide salir a la calle con la gente, no estar en la casa parroquial con la TV o el PC

por P. Aldo Trento

Opinión

Tristeza y dolor han sido mis primeras reacciones ante la noticia de que tres ancianos, desesperados por el drama económico que estaban pasando, se han quitado la vida.

“El suicidio como remedio a la crisis económica”, era el título de un periódico véneto. Terrible afirmación: en lugar de preguntarse porqué suceden estas tragedias, se planta ante el rostro de las personas la circunstancia más inhumana, más violenta que existe para huir de un problema serio o para resolverlo de manera radical, poniendo fin a la propia vida.

Vivimos en un mundo en el que incluso la razón ha desaparecido del mapa humano. Cómo no preguntarse por qué… ¿Cuál es la responsabilidad de cada uno de nosotros ante estos hechos?

Debemos preguntarnos si es la política económica la causa de estas dramáticas decisiones, o si hay algo más profundo.

No solo; ¿cuándo empezarán los sacerdotes a preguntarse sobre su propia responsabilidad, en lugar de lanzar piedras contra la sociedad o contra los políticos (sin excusar a ningún político, muchas veces preocupados sólo por el poder)?

¿Por qué el sacerdote que celebra el funeral no empieza la homilía preguntándose: «Pero yo, que he hecho, que estoy haciendo para acompañar a estas personas desesperadas»?

Si yo soy párroco, no puedo no conocer a mis parroquianos, sus necesidades y sus problemas.

En este sentido, es necesario descubrir porqué el Papa Francisco, desde el primer día de su pontificado, nos ha dicho a nosotros, pastores, que debemos salir a la calle para encontrarnos con la gente, y no quedarnos en la casa parroquial, tal vez usando un pc o mirando la TV para conectarnos con el mundo.

El Santo Padre también nos ha dicho que el sacerdote, como el pastor, debe oler a oveja, es decir, compartir la vida con su rebaño. Es doloroso ver como muchas veces nosotros, los pastores, descargamos nuestra responsabilidad en otros: como si un suicidio o un homicidio fueran sólo ocasión para señalar a “otro” con el dedo.

En cambio, es necesario que nos arrodillemos ante “otro” sacerdote pidiendo humildemente perdón por nuestros pecados de omisión.

En el mismo periódico he leído que las autoridades políticas y civiles han puesto a disposición de las personas (especialmente de los empresarios obligados a cerrar sus empresas) un número de teléfono al cual recurrir en un momento de desesperación…

¡Iniciativas bonitas! Pero, ¿y la Iglesia?

También en la Iglesia han existido siempre personas o instituciones que se han ocupado de estas importantes y graves cuestiones. De manera especial en cada parroquia, donde es más fácil llegar a todos.

Lo afirmo por experiencia personal, especialmente en tierras de misión: si no nos ocupamos de las personas, perdemos tiempo construyendo obras inútiles.

Nunca como en este momento ha sido tan necesario afirmar que éste “es el tiempo de la persona”, porque es la persona la que está en crisis, y no la economía.

Todos hablan de crisis antropológica como origen de cualquier otra crisis. Y es profundamente verdad que si se priva al yo humano del significado de la vida, de la conciencia del propio destino, es inevitable que entregue su vida al poder, con la ilusión de que éste le resolverá los problemas; pero en realidad, se siente vacío e impotente. Nunca como ahora he sentido tan mía esta provocación: ¿en quién está la consistencia de mi vida, de mi yo? ¿En los ídolos o en el Misterio que se ha hecho carne en Cristo?

Responder a esta pregunta es una necesidad, porque de la posición que asumamos depende la posibilidad de una resurrección o de una muerte. El orgullo nos ha cegado, dándonos la ilusión de que con nuestra capacidad y nuestra fuerza podremos resolver los grandes interrogantes de la vida. Pero, de hecho, nos hemos precipitado en el abismo de la nada, del cinismo; inculpamos siempre al otro.

Entonces, ¿desde dónde retomaré el camino, desde dónde puedo volver a empezar? Es necesaria la Gracia de encontrar ese Hombre que entró en la historia afirmando «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

El Papa Francisco habla de la mundanización de la fe, es decir, de una fe incapaz de incidir, de dar una ruta a la vida. Una fe formal que se adecua al poder de turno, incapaz de despertar la vida de su letargo y que no permite que la libertad humana pida: «Ven Señor Jesús».

Una de las cosas más tristes de esta condición existencial es que hemos llegado al punto de intercambiar la petición de ayuda con la falta de dignidad. Es lo que se ha afirmado a propósito de algunos ancianos que se han quitado la vida.

Nos han hecho creer que la dignidad del hombre coincide con la autonomía, con el “hazlo tú mismo”. En cambio, la dignidad suprema del hombre consiste en la libertad de pedir, de mendigar.

Afirmaba don Giussani: «Cristo mendigo del corazón del hombre y el corazón del hombre mendigo de Cristo».

Incansablemente, Papa Francisco nos recuerda que mientras Dios no se cansa de perdonar, el hombre se cansa de pedir perdón. «Yo puedo», pretensión de autorrealización prescindiendo de la relación con el Misterio, se ha convertido en la forma más diabólica de orgullo. En cambio el hombre es relación, es una pregunta, un conjunto de preguntas. ¿Qué ser humano, afirma Jesús, puede alargar su vida un solo minuto?
Demasiado fácil hablar desde el púlpito

Ante estos hechos terribles, que afectan tanto a jóvenes como a adultos, inculpamos a los miles de factores ajenos a nuestra vida, siendo desleales con la misma. Don Giussani nos decía que el hombre puede llegar incluso a quitarse la vida, pero siguiendo el ímpetu de su propio corazón. Todas las otras causas tienen siempre como origen un problema afectivo: ¿cuál es la consistencia de nuestro corazón?

La respuesta no nos la da ni el psiquiatra, ni el psicoanalista, ni siquiera los psicofármacos. No existe cura, no existe fármaco que pueda resolver el drama del sentido de la vida.

Toda nuestra fuerza, toda nuestra voluntad no puede impedir el “acabar” de la vida. Leemos lo que se afirma en El pequeño señor Friedemann, de Thomas Mann: «Que al final de la historia personal cada uno, como nuevos Prometeos, pueda alcanzar el cielo con las propias manos» (Historias de Thomas Mann, en El Sentido Religioso).

Solamente tomando en serio nuestro corazón, ayudado por la compañía de la Iglesia, esta crisis, incluida la económica, encontrará el inicio de una solución. De lo contrario, los políticos seguirán discutiendo por nada, manteniendo su vacía locuacidad solamente en televisión, y los sacerdotes seguirán inculpando a “otros”, aprovechando el poder de la homilía y acusando a los políticos de ser los responsables de estos suicidios que suceden como respuesta a la crisis.

Sin preguntarse nunca, ni los unos ni los otros: «Y mi responsabilidad personal, ¿dónde está?». Ha llegado la hora, como afirma Papa Francisco, de salir a la calle anunciando a Jesucristo, la única respuesta a la sed y el hambre de felicidad, amor, justicia y verdad del corazón humano.

(Traducción de Helena Faccia Serrano)
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