Jueves, 25 de abril de 2024

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Santa Catalina de Siena (13471380). Doctora de la Iglesia (4): El Diálogo

por Contemplata aliis tradere

 

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Puede afirmarse sin exageración que la vida interior de Catalina la encontramos resumida en el libro del Diálogo. Tiene varios centenares de cartas, amplísimas, de literatura difícil y muy profundas pero toda su doctrina pensamos que esta resumida en el Diálogo. Se llama así este libro porque se presenta en forma de coloquio entre Dios Padre y Catalina. Nos dice, de hecho Raimundo, que ella sólo dictaba cuando estaba en éxtasis y sus sentidos exteriores parecían muertos.

El que busque en el diálogo una construcción lógica y una serie de conceptos bien estructurados se va a defraudar. Es un coloquio místico abierto a cualquier detalle que surge y que aparentemente desvía y que obedece más a impulsos que a exigencias de la razón. Es uno de los libros que más necesitan del don del Espíritu para saborearlos e interpretarlos bien. Solo cuando sabes mirar desde esta luz, te das cuenta de que justamente la superación de cualquier preocupación sistemática revela la impronta sobrenatural del Coloquio.

Hablando en lenguaje llano podemos decir que existe bajo todo el escrito un esquema muy dominicano. En efecto hay una primera parte que va a la búsqueda de la verdad; una segunda que anuncia dicha verdad en Jesucristo como puente entre el cielo y la tierra y una tercera que ora y medita sobre la realidad que debe ser salvada. Su obsesión y casi tortura viene marcada por su deseo de la salvación del mundo y de la reforma de la Iglesia. Habla desde su tiempo y desde los acontecimientos que están pasando en ese momento. La experiencia de que Dios se humilla hasta revelar tantos secretos a un corazón pequeño como el suyo pone fuego de amor en sus palabras.

En los tres primeros capítulos de la primera parte habla de lo importante que es la expiación de los pecados propios. Ella piensa que todos los males del mundo vienen por sus pecados. Esta expiación se realiza mediante el deseo puesto que éste tiene mucho de infinito. Es la infinitud del deseo lo que da valor a cualquier acción finita de expiación. Es la infinitud del deseo, jamás agotado sino más bien potenciado y aguzado lo que constituye la dignidad y la grandeza del alma amante, operante, penitente. Todo deseo, le informa el Padre, al igual que toda virtud, vale y tiene vida en sí por Cristo crucificado, mi unigénito Hijo. No hay otra fuente de valor.

El amor expiatorio del sufrimiento viene, pues, del deseo y del amor. Para que surjan el deseo y el amor se necesita un gran conocimiento de sí mismo. La penitencia exterior no es el fundamento de la santidad sino el amor. La caridad para con Dios y el prójimo no se debe ejercitar sin la discreción. Esta es una palabra que ella aprendió de sus propias exageraciones. Quería salvar al mundo destrozándose a sí misma y Dios la corrige: “Para llegar al perfecto conocimiento jamás te salgas del conocimiento de ti y una vez hundida en el valle de la humildad me conocerás a mí en ti. Te humillarás al descubrir que por ti no eres. Os he querido antes que fueseis y os creé de nuevo a la gracia lavándoos con la sangre de mi Hijo”. Dios se complace en los deseos de sufrir porque son expresión de amor.

Le dice el Padre con ternura: “Un remedio hay con el cual aplacaré mi ira. Son mis siervos si estos lloran y desean. Sus lágrimas y deseos arrancarán misericordia de las fuentes de mi divina Caridad. Vosotros, mis siervos, lavad con estas lágrimas la cara de mi Esposa. Yo te prometo que por este medio le será restituida su belleza”. Estas palabras llenaron de gozo y felicidad a la santa.

Jesucristo Puente.

            Catalina es una mujer que está preocupada por el momento que está viviendo la Iglesia. Quiere reformarla y busca soluciones. Una de ellas es la reforma del clero. También entonces necesitaban una nueva evangelización. Para ello entiende que es necesario un cambio espiritual. No bastan disposiciones y normas que no van a ser cumplidas por nadie. Es necesario recolocar la piedad y fundarla en la única verdad para que, al menos, aquellos que quieran y se les dé, puedan estar bien orientados. Para eso va a tratar una serie de puntos:

a) Estado del mundo y obligación de orar por él.

b) Jesucristo, puente único de salvación y única verdad

c) Los tres escalones del puente

d) desgracias y engaños de los que rehúsan pasar por él

            Imagina el pecado de Adán como un río impetuoso que separó el cielo de la tierra. En la parte de acá desde entonces todo son males y desgracias. Dios ha sido tan bueno que para salvarnos ha tendido un puente por encima de esa impetuosa corriente. Ese puente es la gran oportunidad que se nos da para salvarnos pero debemos pasar por él, porque si no, permanecemos en nuestro pecado.

            No es un puente horizontal, sino que sube en escalones, como el de Mostar, para entrar ya en directo por la otra parte. El puente es Cristo crucificado. Los que quieren subir por el puente se encuentran en el primer escalón con los pies de Cristo. En este peldaño se vive bajo la ley, se tienen buenos deseos pero no es suficiente para librarse del pecado. Hay que ejercitarse en la penitencia y en el dominio de sí. Conviene también meditar mucho en este estado para darse cuenta de la gravedad del pecado. Con ello se da un paso importante hacia la salvación.

            El segundo peldaño es el corazón. Aquí ya se entra en el amor. El alma se llena de amor porque se siente amada. Lo que pasa es que las pruebas y tribulaciones son todavía capaces de enfriar este amor. Le dice el Padre: los que están en este peldaño aflojan a veces en mi servicio cuando para sacarlos de la imperfección y ejercitarlos en la virtud retiro mis consuelos y permito en ellos combates y trabajos. Obro así para que vengan a un conocimiento perfecto de sí mismos y reconozcan que sin mi ni son ni pueden hacer nada.

            El tercer grado o escalón que corresponde a la intimidad de la boca es el del amor desinteresado de los hijos y amigos verdaderos. Estos ya son capaces de acoger los grandes secretos. La intimidad será muy grande. El alma aquí, aun cuando siente que yo me retiro de ella no retrocede. Persevera con humildad en la práctica de las virtudes y permanece encerrada en la casa del conocimiento de sí misma. Y allí, llena de fe viva, espera la venida del Espíritu Santo que es fuego de caridad.

            Este tercer grado culmina con el amor al prójimo. Yo os pido que me améis con el mismo amor con que yo os amo. Como esto es imposible porque yo os amé sin ser amado yo os ofrezco para que compenséis mi amor a vuestros prójimos para que amándolos a ellos deis lo que no me podéis dar a mí.

            Quien no pasa  por este puente tiene debajo de él, el río. El agua pasa y desaparece y viene otra nueva con lo que todo se torna inestable. Nadie puede andar o permanecer en ella sin ahogarse. Es muy difícil comprender la mentalidad del que voluntariamente se ahoga en el río. Para Catalina la alternativa justos o inicuos, salvados o réprobos continúa en mil modulaciones. El discurso del diálogo se hace vivo por el extraordinario interés. Es el Padre el que habla, es el Amor mismo que explica los inconcebibles abismos de la traición humana para después, indefectiblemente ofrecer el consuelo y la misericordia para que el alma se enamore y entre por el buen camino. Reprocharé al mundano sus injusticias con los demás pero, sobre todo, consigo mismo al haber creído que su miseria es más grande que mi misericordia. Este es el pecado que no se perdona ni aquí ni allá, pues por menosprecio no ha deseado mi misericordia. Este pecado es más grave para mí que todos los demás que cometió  (Diálogo, 118, cap. 37).

Sangre, Sangre

            Alguno de vosotros se puede desconcertar ante muchas expresiones de Santa Catalina sobre todo en las referidas al esfuerzo, a las virtudes, a la penitencia, a la lucha contra el pecado. ¿Tiene algo de original? Vista desde nuestra actual teología de la gratuidad ¿qué nos puede ofrecer? Nos ofrece algo muy bello, a saber: cómo en cada época y en cada cultura el don de Dios que es lo único que santifica lucha por expresarse y formularse. Santo Tomás de Aquino, cien años antes había dicho que, a la perfección, no puede llegarse desde el ejercicio de las virtudes. Más allá de éstas se necesitará la acción de los dones del Espíritu Santo. El paso de las virtudes al don no es automático. Son dos niveles infranqueables. La santidad le pertenece a Dios y es gratuita; nadie la puede merecer. El que se quede en un ejercicio perfecto de las virtudes será un gran hombre pero no un santo. La santidad solo sucede en el nivel del don, con la acción gratuita del Espíritu Santo la cual está reservada a los pequeños y sencillos.

            Santa Catalina es una pequeña y una sencilla, tanto como lo pudo ser Teresita de Lisieux, pero del siglo XIV. Toda su vida la vivió a nivel de los dones del Espíritu de una manera altísima pero las formulaciones de la época no la ayudaron nada. Era una época dura, de pestes, de culpabilidad, de flagelación. Todo el mundo clamaba por la perfección y la reparación para librarse de los castigos de Dios. ¿Podéis imaginar a una mujer que ha visto morir en pocos meses a media ciudad de Siena y a gran parte de su familia? Sólo por la acción del Espíritu Santo no se crearon en ella graves heridas. Ni los grandes directores que la rodeaban pudieron darle demasiada luz porque tampoco ellos la tenían. Se había olvidado la claridad de Santo Tomás.

            Sin embargo, detrás del ropaje de la época yo la veo niña y sencilla abierta totalmente a Dios. La revelación de la sangre es una revelación de total gratuidad. Si invocas a la sangre, si vives de ella, si te bañas en ella, tu salvación no puede estar en ti, ni en tus esfuerzos, ni en tus virtudes; está en ella, está en la humanidad de Cristo y en su amor por nosotros. Sangre, sangre: estas fueron las últimas palabras que pronunció la santa en este mundo. Con ellas Dios le decía que todo era gracia, que todo era don. Decía a su confesor Raimundo: Anegaos, pues, en la Sangre de Cristo crucificado, bañaos en la Sangre y vestíos con la Sangre. Si habéis sido infiel, rebautizaos en la sangre; si el demonio os hubiese ofuscado los ojos de la inteligencia, laváoslos con la Sangre; si hubieseis caído en la ingratitud por los dones recibidos, agradecedlos en la Sangre; si fueseis pastor vil y sin el cayado de la justicia, temperada por la prudencia y la misericordia, sacadlo de la sangre… Diluid en la sangre la tibieza y caigan las tinieblas en la luz de la Sangre, para que seáis esposo de la verdad y verdadero pastor y gobernante de las ovejas que se os han confiado… (Carta 189).

            Al recomendar a Raimundo que se despoje de toda criatura y que no ame a ninguna sino desde Dios le dice en la misma carta: Así como os lo aconsejo lo haré yo en la medida en que me lo conceda la gracia divina. Quiero vestirme con la Sangre y despojarme de toda otra vestidura que me hubiera propuesto como fin hasta ahora. Yo quiero Sangre; y en la Sangre satisfago y satisfaré a mi alma. Estaba engañada cuando buscaba la satisfacción en las criaturas… Quiero acompañarme con la Sangre y así encontraré la Sangre y las criaturas, y beberé su afecto y su amor en la Sangre.

Todo está cumplido

La historia trágica de la Iglesia no abandonó a Catalina hasta que dio el último suspiro. Dios quiso que muriera inmolada, diluida decía ella, sobre el cuerpo lacerado de la Esposa de Cristo. Los acontecimientos políticos no le dieron reposo a su alma. Cuando Roma quedó liberada de la presión francesa todo parecía ir bien. Pronto, sin embargo, olas de rebeldía cruzaron de nuevo la ciudad. Catalina en plena conciencia de tal situación ofrece de nuevo su vida al Señor por su cuerpo místico.

La temida revuelta de los romanos tiene por fin lugar en aquellos días pero se resuelve como en la más inimaginable ficción de una comedia griega: Frente al pueblo enfurecido que asalta el Vaticano, Urbano VI manda abrir el portón de par en par. Cuando la horda tumultuosa penetra en la gran sala, se encuentra ante el papa vestido con ornamentos solemnes quien ofrece a su furia el pecho descubierto. Tal visión vence a los más fanáticos, la turba cae de rodillas, y por este acto extraordinario es domada la insurrección. ¿No estaría la oración de Catalina detrás de todos estos comportamientos?

Ella todas las mañanas sale de la Minerva, pasa por delante del Panteón, y por la vía Santa Lucía accede al puente Santangelo y atraviesa el rio. Por las callejuelas del Borgo llega a la basílica y ora sin fin sobre la tumba del apóstol. Esta era la suprema expresión de su felicidad. En San Pedro la ven un día sus discípulos abatirse como bajo un enorme peso: ha sentido caer sobre sus espaldas la navecilla de la Iglesia como si ella debiera llevar su carga. Cae desmayada sobre el pavimento y cuando se recobra guarda en sí la conciencia siempre más clara de que su participación deberá ser consumante. Es pues el deseo consumidor de la salvación de la Iglesia el que sostiene y da substancia a la oración, la voluntad, la esperanza y la acción de Catalina.

Entretanto las noticias de que la “Mamma” se ha agravado llegan a Siena. Su antiguo confesor Bartolomé Domenici llega a Roma y cuando al encuentra tendida en su yacija hecha de tablas, tiene la impresión de que está en un sarcófago.

-Madre mía, ¿Cómo estás?

Cuando le reconoce –es él mismo quien nos lo cuenta- trata de mostrarle su alegría pero no puede hablar. Él se ve obligado a acercarse a sus labios y oye esta respuesta:

            -Todo va muy bien gracias a la misericordia de nuestro Salvador.

A la mañana siguiente, día de Pascua, Domenici celebra la Misa en la estancia de catalina. Permanece inmóvil hasta la comunión. Entonces se levanta, llega hasta el altar sin que ninguno la sostenga, se arrodilla con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho y en esta posición recibe la comunión. En un momento, acto seguido, dice a sus discípulos reunidos allí en gran número: Estad ciertos que si yo muero, la sola causa de mi muerte es el celo que me devora y me consume por la causa de la Santa Iglesia; yo sufro con gusto por su liberación y estoy pronta a morir por ella.

Según van pasando los días se agrava su situación. Todos lloran en torno. Un gran número de discípulos la rodean, con su madre Lapa a la cabeza. Catalina dice a su madre:

            -Pide a Dios que me de la fuerza de ser buena, de no rebelarme, de no ofenderlo jamás.

El peligro era ese: no aguantar y pecar por rebelión… Lapa se espanta de esto mucho más que del dolor en sí y por sí. Lo mismo le pasa a Aleja, Cecca, Lisa, Juana, Juan Terzo, Barduccio, Esteban… que están en la misma condición de espíritu. La agonizante los siente unidos en un mismo acto de ofrenda y con sus voces y sus almas cumple el acto extremo de fidelidad a la Iglesia que es rogar por el papa.  Poco después añade estas palabras:

            -Padre, tuyos eran y tú me los diste, y yo ahora te los devuelvo. Tú, Padre eterno, gobiérnalos y protégelos, y te ruego que ninguno me sea arrebatado de las manos.

Todavía dice: Señor, tú me llamas a ti y yo voy no por mis méritos sino por los méritos y virtud de la preciosísima sangre.

Este desahogo de gratuidad le infundió confianza y acto seguido, expirando, repitió varias veces: Sangre, Sangre…. Padre a tus manos encomiendo mi alma… Era la hora de sexta del domingo 29 de abril de 1380.

 

 

Post Data: Se echa de menos en el momento de su muerte a  Fray Raimundo de Capua. Estaba en una misión que le había encomendado el papa ante el antipapa de Avignón, Clemente VII. Tanto él como varios legados habían desertado ante el inminente peligro de muerte al que se exponían. Los soldados de Clemente detuvieron al Beato Raimundo en la frontera. Felizmente logró escapar con vida y volvió a Génova, donde recibió una carta de santa Catalina, que estaba muy desilusionada por su fracaso. El papa Urbano le escribió que tratase de llegar a Francia por España, pero no lo consiguió. Santa Catalina le escribió otra carta, en la que le reprochaba duramente lo que ella consideraba una cobardía. Hallándose en Pisa el 28 de abril de 1380, «oyó una voz que no tenía sonido y cuyas palabras llegaban a su inteligencia sin pasar por sus oídos. La voz le dijo: Dile que no se desaliente. Yo estaré con él en todos los peligros y, si fracasa, yo le ayudaré nuevamente. Pocos días más tarde, el beato se enteró de la muerte de Catalina y supo que había dicho exactamente las mismas palabras sobre él a quienes la rodeaban en su lecho de muerte. El P. Raimundo tomó a su cargo la “familia” de la santa, que se componía de un reducido número de clérigos y laicos que le habían ayudado y apoyado en todas sus empresas, y continuó trabajando ardientemente para poner fin al cisma.

En el pentecostés del mismo año 1380, pocas semanas después de la muerte de Catalina, fue elegido maestro general de los dominicos partidarios del papa Urbano, permaneciendo en el cargo 19 años hasta su muerte. El beato se consagró seriamente a restaurar el fervor, que había decaído mucho a causa del cisma, de la peste negra y de la debilidad general. En particular se esforzó por rejuvenecer el aspecto propiamente monástico de la orden y para ello estableció cierto número de conventos de estricta observancia en varias provincias, con el objeto de que su fervor influyese en el conjunto. La reforma no tuvo un éxito completo, y se han reprochado a Raimundo de Capua las medidas que tomó, porque tendían a modificar y disminuir la importancia intelectual de los dominicos. Pero hay que decir que tales medidas produjeron una serie de varones de Dios y, no sin razón, se le ha llamado “segundo fundador de la orden”. Otra parte del plan del beato consistía en difundir la Orden tercera por todo el mundo. En esa empresa le ayudó mucho el P. Tomás Caffarini, a cuyas instancias debemos que Raimundo de Capua haya terminado la biografía de santa Catalina. Además, en sus años mozos, cuando tenía menos trabajo, había escrito una vida de otra gran dominica, Santa Inés de Montepulciano. Murió en Nüremberg el 5 de octubre de 1399, cuando se hallaba trabajando por la reforma de los dominicos en Alemania. Fue beatificado en 1899.

 

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