Jueves, 18 de abril de 2024

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Profe, ¿Por qué Dios permite tanto dolor en el mundo?

por 60 estadios

El día de la conmemoración del Holocausto judío una de mis alumnas me preguntó por qué Dios permitía tanto dolor en el mundo. Debo decir que no es una pregunta infrecuente cuando uno es profesor de religión; cada año la respondo, por lo menos, un par de veces. Sin embargo este año, aunque respondí del mejor modo que pude, me quedó la sensación de que la categoría "respuesta" se quedaba muy corta para abarcar una realidad tan profunda. 

Muchas veces, y no todas ellas sin razón, los profesores tenemos la creencia de que las respuestas cierran preguntas, resuelven problemas, llenan vacíos... pero, ¿cómo deberá ser la respuesta que llene el vacío del dolor humano, resuelva el problema de la omnipotencia divina y cierre la pregunta sobre el sufrimiento inocente?

Amparados en la fe de la Iglesia creo que no debemos tener miedo a esbozar una respuesta. Sin embargo, vale la pena tener presente que será una respuesta distinta, de esas que no responden según las expectativas de inmediatez y concreción de nuestro mundo moderno, sino una respuesta que nos señale un camino para ser recorrido con humildad. No creo que haya otro modo. Si la pregunta toca el misterio de la existencia humana, la respuesta tendrá que implicar un itinerario hacia esas profundidades.

En la última audiencia de los miércoles, el Papa Benedicto XVI hizo una preciosa explicación sobre problema de Dios y la existencia del mal en el mundo. Creo que es un ejemplo muy claro del tipo de respuesta de la que hablo, y que, sin duda, me hubiera gustado dar a mi alumna. Aquí el texto:  

"Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor. Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios no puede ser omnipotente; de otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo. En realidad, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace problemático, difícil, creer en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio en ídolos, cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta omnipotencia «mágica» y en sus ilusorias promesas.

Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente del nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los nuestros (cf. Is 55, 8) y también su omnipotencia es distinta: no se expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios desea que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente débil —Dios parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres... Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (11, 23-24a.26).

Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes desea tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios no conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón; al odio homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente está vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha sido derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co 15, 26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co 15, 54-55), y nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios".

 

 

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