Martes, 19 de marzo de 2024

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La Inversión

por Jaime Alejandro

Vamos con el último artículo de la serie sobre el consumo, el ahorro y la inversión. En este caso y como en los anteriores, hablamos también de una actividad económica fundamental para el desarrollo económico. Sin inversión no existe la más mínima posibilidad de que se cree la actividad que permitirá a las personas encontrar un trabajo, progresar y generar riqueza. 

Los inversores son las personas que aportarán el capital –el ahorro- que es imprescindible para la producción de bienes y servicios que, posteriormente, intercambiaremos en el mercado.  La inversión siempre implica riesgo y por lo tanto, prudencia a la hora de invertir. La falta de inversión se traducirá en baja productividad e imposibilidad de consumir –pobreza-. Un exceso menospreciando los riesgos terminará en alguna forma de burbuja, malas inversiones y unos niveles de pobreza similares a los que provoca un defecto de inversión. 

Así y para invertir, los agentes económicos que participamos en el mercado hemos creado una serie de mecanismos para canalizar el ahorro hacia los proyectos más interesantes: las acciones, los mercados de valores, los bonos y los mercados de deuda, los depósitos bancarios remunerados o incluso la especulación –sí, sí, también la “malvada especulación”-. Cada uno de ellos tiene una función en el mercado y si el Estado se limita a los poderes que le son propios, el mercado por sí mismo establecerá un equilibrio dentro de lo que es económicamente viable, acotando los posibles resultados y los niveles de riesgo, poniendo a cada inversor en el lugar que le corresponde en función de su propia capacidad para invertir. Cada forma de inversión tiene sus propias ventajas e inconvenientes, siendo los inversores quienes estarán en mejor disposición para determinar lo más adecuado para cada caso y momento. 

Cuando un mercado funciona según estas reglas –sus propias leyes- y las pautas marcadas por los agentes que participamos en él, los tipos de interés, los precios y los rendimientos de las inversiones no dependen de ningún agente en particular y sólo de la acción conjunta de todos ellos a la vez, que ninguno puede manipular ni controlar. Los precios se convierten en la información crucial que servirá para decidir qué inversiones no son rentables y cuales sí lo son. El nivel de acierto a la hora de interpretar esta información será la clave que evite desequilibrios o los resuelva. En tal entorno, los precios altos serán la cura a inversiones sobrevaloradas incentivando la venta que provocará una bajada de los mismos; los precios bajos será la cura a inversiones que estén infravaloradas al estimular la compra y el aumento de los mismos. La capacidad para aprovechar tales oportunidades determinará el nivel de éxito o fracaso de cada inversión. 

En tal proceso y para calificarlo de “mercado libre”, ningún agente económico debe verse beneficiado o perjudicado al margen de los beneficios o pérdidas que se obtengan fruto de su propio mérito –nada que ver con la situación actual-. El Estado debe limitarse a ser el árbitro conforme a unas reglas iguales para todos, y sólo para resolver los litigios que surjan entre particulares durante los procesos de inversión. Así, en un país libre y capitalista, no es función del Estado participar en el mercado, tener empresas o medios de producción, ni garantizar inversiones –el fondo de garantía de depósitos remunerados, por ejemplo-, ni expoliar los beneficios o amortiguar las pérdidas de nadie, ni hacer competencia a los propios agentes del mercado utilizando su propio dinero –sus impuestos-. Admitir estas extralimitaciones del Estado es como aceptar que el árbitro en partido de fútbol le pegue al balón para desviar una pelota que iba fuera y que así termine en gol. 

En las conclusiones a esta serie de artículos sobre el consumo, el ahorro y la inversión, veremos los desequilibrios que termina provocando una intervención del Estado prolongada y sostenida a lo largo del tiempo, más allá de lo que corresponde a sus funciones naturales. 

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