Jueves, 28 de marzo de 2024

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Martirio y destierro del Obispo Manuel González (5)

por Victor in vínculis

Uno que no le cerró las puertas
Llegamos por fin a la puerta de la casa donde vivía el sacerdote don Antonio Ferro que ya estaba abierta. Entró el Sr. Obispo y cada una de las personas de su familia, los trabajadores del Obispado y la comunidad de Hermanas de la Cruz, mientras los revoltosos se quedaban mirándolos sin resignarse mucho de ellos a dejarlos allí tranquilos por lo que don Alejandro Conde, que era uno de los que iban al lado de don Manuel, desde la puerta les echó una arenga para distraerlos y así con maña se los llevó de allí.
Ellos tenían ya otro “obispo”. Bolivar, el diputado comunista por Málaga, se paseaba por las calles con la capa magna.
Al llegar al piso que ocupaba aquel sacerdote salió este a recibir a su Prelado y acompañantes, con la impresión que es fácil de imaginar, ya que nada sabía de lo que pasaba.
Sentado el Sr. Obispo en el recibidor de la casa y todos a su alrededor, libre ya de la chusma, exclamó:
-Bueno, ya gracias a Dios estamos aquí.
Y con su habitual sonrisa dijo a las Hermanas de la Cruz;
-Ya cuando sean ustedes viejas tienen algo que contar.
Luego añadió:
-¡Vamos a seguir el Rosario!, y continuaron por el misterio donde iban cuando llegaron las turbas.
Como se le hiciese notar al Sr. Obispo que tenía la boca reseca y los labios blanquecinos, cual si estuviesen despellejados, se dio cuenta de que lo que tenía no era eso sino partículas de la Sagrada Hostia del viril de la Adoración Nocturna que consumió y que se le habían quedado pegadas a los labios.
Así, entre las turbas, había ido el Señor de manifiesto en los labios de su Obispo. Esta fue aquel año la Procesión del Corpus de Málaga, en la media noche del 11 de mayo.
Entre tanto, los asaltantes seguían el saqueo e incendio de iglesias y conventos. En medio de un griterío ensordecedor y muchas veces anunciado por el repique de campanas, que ellos mismos volteaban, iban destrozando altares, imágenes y cuanto hallaban en los templos, con una velocidad inexplicable.
Muchas mujeres penetraban en los locales saqueados para tomar parte del botín y ellos y ellas salían llevándose cuantos muebles y objetos podían.
Era un espectáculo vergonzoso. Las mujerzuelas salín de las sentinas del vicio revestidas de albas, casullas y roquetes y cantaban y hacían las más denigrantes parodias del culto divino. Y ¡cómo eran recibidas con aplausos y satánicas risotadas por sus corifeos!
En la plaza del Siglo, al amanecer, los sacrílegos incendiarios daban la “absolución” burlescamente a las ametralladoras en presencia de impasibles soldados.
Sagrarios y aras, imágenes y admirables obras de arte, ornamentos y objetos religiosos, todo iba quedando destruido en aquella madrugada fatídica, cuyo recuerdo es imborrable.
A medida que avanzaban las hogueras iba aumentando la infernal y sacrílega orgía, hombres y mujeres rivalizaban en mostrarse a cuál más soez. A punto de rayar el alba no parecía decaer aun el furor de los incendiarios; al contrario, demostraban tener fuerzas de repuesto. Desde los distintos puntos de la ciudad se levantaban densas columnas de humo, el ruido por las calles era enorme.
Los que al enterarse de lo ocurrido acudían presurosos a los lugares de siniestro, apenas si podían dar crédito a lo que sus ojos contemplaban.
Entre tanto el Sr. Obispo y sus acompañantes, abrumados por el peso y la magnitud de lo que en tan pocas horas estaba sucediendo, viéndose sin casa y sin nada, se animaban mutuamente. Al decirle al Sr. Obispo su familia que no tenían dinero ni para poner un telegrama, contestó sonriendo:
-Mejor, ahora estamos como los Apóstoles.
Y entre otras frases de conformidad con la voluntad divina, decía:
…pues todavía no nos han hecho lo que a san Pablo, que le apedrearon después que trabajó por contentar a todos, y por último, le cortaron la cabeza. De modo que nosotros podemos decir que no nos han hecho nada. Dichosos somos, porque nos ha cabido la suerte de padecer algo por el nombre de Jesucristo.
Como se lamentase el sacerdote que lo había recibido de que nada hubiera podido salvarse, le contestó:
-Pues nos lo han dejado todo; porque lo principal es la gracia de Dios, y esa por su misericordia la tenemos.
En esas conversaciones estaban, bajo la losa de una gran tribulación pero participando de la paz que les comunicaba a todos el Sr. Obispo, y con largos intervalos de silencio, cuando llaman a la puerta del piso y anuncian que el Secretario del Gobernador, aquel que tantas seguridades había dado, quería ver al Sr. Obispo.
Su presencia en aquellos momentos y circunstancias era de un mal efecto fácil de suponer… Le dijo que iba a lamentar lo ocurrido, que lo sentía mucho pero que no contaban con las fuerzas necesarias para impedirlo, que los habían sorprendido… El Sr. Obispo le contestó con muy pocas palabras y enseguida se marchó.

Montaje del Beato Manuel González rodeado de jóvenes, de fondo la iglesia de San Pedro de Huelva.

Una visita siniestra
Por debajo de los balcones se sentía pasar a la gente llevando los objetos que podían sacar del Palacio para apropiárselos, se veía el resplandor del incendio de los Agustinos, que era la iglesia más próxima, y el murmullo de los que iban y venían.
La madrugada iba avanzando y al ser de día tenía el Sr. Obispo que dirigirse a un lugar seguro, a salvo de un nuevo ataque de las turbas que ya sabían en dónde había quedado y que hubiesen podido volver…
Mientras el Prelado trataba de esto y se pensaba en avisar a algunos amigos, llegó un señor pidiendo hablar con el Sr. Obispo. Como era desconocido por lo menos para don Manuel y sus familiares, y en aquellos momentos se recelaba de todos, con alguna intranquilidad se acercaron estos a la sala donde lo había recibido el Sr. Obispo y pudieron darse cuenta de los que se trataba.
El visitante estaba fumando y decía:
-Yo he tenido también que intervenir en auxiliar al Convento de las Esclavas, porque como mi mujer se educó allí…
Al decirle algo del espectáculo tan vergonzoso que se estaba dando en Málaga aquella noche, contestó:
-Todo se está haciendo con mucho orden (¡¡…!!); se ha respetado a las monjas y se les ha dado tiempo para salir sin que les ocurra nada.
Y esto lo decía con aire de satisfacción ante el Prelado de la Diócesis despojado de todo y con su Palacio ardiendo… Parecía decir que no había que lamentarse, que el plan preconcebido había salido bien.
Por otra parte conminaba al Sr. Obispo diciéndole que, como todo estaba ardiendo, él debía pensar lo que hacía, porque allí peligraba su vida, aconsejándole se fuese a algún pueblo.
-Es preciso que salga Vd. pronto; yo no respondo de que aquí no le pase nada.
Entre tanto fumaba nervioso queriendo hipócritamente aparentar interés por el Prelado, pero demostrando que sus ideas eran revolucionarias y que sólo pretendían alejarlo de aquellos contornos donde vivían sus familiares, para no verse él comprometido ante sus correligionarios, apareciendo como protector del Obispo. Mientras más resistencia pasiva encontraba en el Sr. Obispo para salir de Málaga, más se excitaba su nerviosismo y se descubría su intento.
A sus prisas porque se quitara cuanto antes de en medio, respondía el Prelado:
-Ya pensaré; porque ahora mismo no tengo a dónde ir; además, yo no he hecho ningún crimen para que tenga que huir ni esconderme.
-Es que Vd. debe pensar que no está seguro, y mientras más tarde peor.
Y levantando el visillo de la ventana, añadía:
-Ya hay claridad; está amaneciendo; no hay tiempo que perder; un minuto más y está usted perdido.
-Usted debe comprender -contestaba el Sr. Obispo- que yo en estos momentos en que acaban de quemarme mi casa y perderlo todo sin esperarlo, necesito que me dejen pensar, porque ¡yo no tenía ningún plan para cuando me arrojasen de mi Palacio; que es muy grande lo que me ha pasado!
El individuo, ya desconcertado, y perdiendo un poco la careta de su interés por salvarlo, se encara con él y muy serio le dice:
-Entonces, Vd. ¿qué es lo que quiere?
-Yo -responde el Sr. Obispo-, ¡estar al frente de mi grey y sin dejar mi puesto mientras me dejen estar en él!
A esto no supo qué responderle, y después de un silencio, dijo:
-Vd. donde debe irse es al Gobierno Militar; allí es donde estará más seguro; y pedir al Gobernador le proteja.
La propuesta no podía ser más indigna y sarcástica. Precisamente el Gobernador Militar, el tristemente célebre Gómez Caminero, acababa de dar órdenes de que se retirase la Guardia Civil que había acudido al iniciarse el asalto al Palacio Episcopal dejando a las turbas dueñas de la situación.
Resueltamente y con frases enérgicas le contestó que el señor Obispo que de ningún modo haría aquella bajeza; que no tenía que pedir protección ninguna a una autoridad que no le había defendido su casa.
-No he cometido ningún delito para pedir gracia o favor…
-Pues si Vd. quiere –añadió el individuo-, yo le pongo ahora mismo un coche y lo llevo al pueblo dónde yo ejerzo mi carrera, a un cortijo y allí le aseguro que no le pasará nada.
El Sr. Obispo contestó que se lo agradecía, pero que ya en cuanto amaneciera mandaría aviso a algún amigo suyo…
Se habló de algunos a quienes se les podía avisar por teléfono y se atravesó el molesto visitante en la conversación para echar unas gotas de vinagre sobre las heridas, con esta frase:
-¡Como da la casualidad de que todos esos señores son tan débiles!
Enseguida que fue de día se avisó de parte del señor Obispo a su buen amigo y ejemplarísimo católico, don Eduardo Heredia, para pedirle lo llevase a su finca “La Vizcaína”. Inmediatamente respondió que iba con su coche a recogerlo, dispuesto a todo lo que fuese necesario por su Obispo.
El republicano no quería marcharse hasta tener la seguridad de que el Prelado salía de allí y los minutos que tardó en llegar el Sr. Heredia le parecían interminables. Sentado allí ya con todos y mientras se preparaban para salir, con esa preocupación afectada y mala idea con que hablaba, le dice al Sr. Obispo:
-¡Qué lástima, tan bien como iba todo con la República y el C.S. lo ha estropeado…!
A lo que indignado, replicó vivamente el Sr. Obispo:
-¡El C.S. no ha dado motivo a nada, y lo que ha hecho bien hecho está!
Pero él, no dándose por enterado insistía con palabras frías y zahirientes, interviniendo enérgicamente el señor Obispo con estas palabras:

         
-Usted comprenderá que ahora no es el momento de discutir eso, sino de respetar a las víctimas; ¡hay Dios, hay justicia, y hay Providencia!
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