Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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San Marciano José de El Pedregal (3)

por Victor in vínculis

La Fundación San Marciano José de la diócesis de Sigüenza-Guadalajara publicó el año pasado, con motivo de la JMJ Madrid 2011, un folleto titulado “Un joven santo”, para dar a conocer la vida martirial de uno de los santos mártires de Turón, hijo de la Diócesis. El texto es  del sacerdote Raúl Corral Blázquez y las ilustraciones de Inmaculada Rodríguez Torné.
 
La detención de los Hermanos
Pero regresemos al 5 de octubre. Ese día, cuando volvía de la Casa del Pueblo, convertida en prisión, la cuñada del párroco de Turón, que había ido a llevarle algunas medicinas y otros efectos, pasó por la casa de los Hermanos para avisarles de lo que estaba sucediendo y sugerirles que se escondieran para no ser ellos también apresados.


A la derecha de la foto, Casa del Pueblo en el Valle de Turón (1917).
Los Hermanos habían terminado ya la oración de la mañana y se estaban preparando para la santa Misa. Aquella noche había dormido con los hermanos el Padre Inocencio de la Inmaculada, religioso pasionista de la vecina localidad de Mieres. Había estado por la tarde confesando a los niños de la Escuela, con el fin de disponerles a celebrar el Primer Viernes de mes, que coincidía con aquel día 5 de Octubre. Pensaron que a nada conducía abandonar el Colegio y decidieron comenzar inmediatamente la Eucaristía por lo que pudiera acontecer.
Estaban en el ofertorio de la Misa, cuando oyeron violentas voces en el patio del Colegio. Abrió el Hermano Marciano y eran unos 30 escopeteros los que habían llegado llamando amenazadores a la puerta. El Padre Inocencio rogó a los Hermanos que le ayudaran a consumir las Sagradas Especies, para evitar el riesgo de una posible profanación. Enseguida invadieron los asaltantes la casa, realizando una minuciosa inspección, con el pretexto de buscar las pretendidas armas escondidas allí por los jóvenes de Acción Católica. Nada encontraron, aunque mucho rompieron y deterioraron.
Declararon detenidos a los religiosos, sin permitirles recoger nada de sus habitaciones, aunque ellos lo solicitaron. Por la calle central del pueblo, llevaron a los Hermanos y al Padre a la prisión, no muy alejada del edificio escolar. Es todo un símbolo que los Hermanos fueran encarcelados precisamente en una de las aulas que ocupaba la escuela socialista que funcionaba en aquel edificio convertido en prisión, y adonde acudían contadísimos escolares, pues la mayoría de los obreros preferían enviar a sus hijos a la Escuela de los Hermanos. Era como si, escondida en aquellos hechos violentos, se hallara una lucha sorda entre los estilos cristiano y laico de educación.
 
Cuatro días en prisión
Lo primero que hicieron los carceleros fue obligar al Padre Inocencio a quitarse el hábito religioso que llevaba, pues les molestaba su figura. El Hermano Director rogó que trajeran de la casa de los Hermanos algún traje de estos. Poco después se cumplía su deseo y el P. Inocencio cambiaba la vestimenta a gusto de los vigilantes.
Cuatro días permanecieron los Hermanos bajo la amenazadora mirada de los guardianes. Su resignación fue admirable y ayuda inmensa para los otros prisioneros, quienes después recordarían emocionados su valor y su impresionante serenidad.
El primer día nadie se acordó de llevarles de comer ni ellos lo solicitaron. Se enteró de ello don Rafael del Riego, Director de la Empresa, que se hallaba detenido en una habitación contigua, y dio orden de que se les llevara alimento desde el bar de la Empresa.
La compañía de los sacerdotes y de varios jóvenes católicos les hizo más llevaderas aquellas jornadas angustiosas y plomizas. Con ellos rezaban el rosario y hablaban de la posibilidad de ser asesinados por su condición de religiosos. Pero lo hacían con admirable paz y hasta alegría.
La víspera de la muerte se presentaron varios miembros del Comité Revolucionario, entre los que venía Ceferino Álvarez Rey, quien se declaró alumno muy agradecido de los Hermanos. Su misión era descubrir si el Hermano Marciano, cocinero de la Comunidad, era religioso o simple asalariado; y también averiguar el nombre exacto y condición de los demás. Por la conversación y el tono de las preguntas, intuyeron la inminencia del peligro. Y decidieron confesarse como preparación para lo que pudiera acontecer. Lo hicieran con fervor. Su ejemplo alentó a los demás detenidos, que también lo hicieron.
Uno de los sacerdotes encarcelado con ellos. y que logró salvarse, escribe después: “Una alegría de cielo invadió los semblantes, una vez que terminamos las confesiones. Ya no temían la muerte. Todos estaban resignados a la voluntad de Dios y estaban seguros de que El tendría misericordia de sus almas, si llegaban a cumplirse sus temores”.
La última noche pareció que iba a resultar como las anteriores. Se acomodaron sobre el suelo o sobre algunas mesas de la clase y se dispusieron a dormir en la medida de lo posible. Mientras tanto, en su cercana Escuela se reunían los que iban a cumplir la sentencia que había dictado el Comité. Silverio Castañón, venciendo las resistencias de los que, como Leoncio Villanueva, jefe local del grupo masónico, no eran partidarios de la ejecución, había reclutado un grupo de fusileros asesinos en Mieres y en Santullano, pues no había encontrado suficientes secuaces en el mismo Turón. Ciego e insolente, había rechazado diversas peticiones de clemencia. Incluso temiendo reacciones violentas, planeó el crimen con astucia, disimulo y nocturnidad.


 
El momento de la ejecución
En algún reloj del pueblo de Turón acababa de sonar la una de la noche, comienzo de aquel quinto día revolucionario, 9 de Octubre de 1934.De improviso se abrió la puerta de la sala, en donde se hallaban los detenidos. Las figuras siniestras de Silverio Castañón y de otro facineroso, llamado Fermín García y apodado El Casín, se recostaron en la puerta.
Todos dormían, salvo el Director, Hermano Cirilo, y el párroco, los cuales conversaban en voz baja.
-Aquí hay dos, dijeron ellos.
Y les ordenaron que se quitaran los abrigos y les entregaran cuanto llevaban sobre si. Poco a poco se fueron despertando los demás. Les obligaron a hacer lo mismo. Les colocaron al extremo de la sala, separados de los otros detenidos, a los cuales no se les había exigido entregar sus pertenencias. Eran nueve religiosos y dos sacerdotes. Les comunicaron que pensaban llevarles al frente, para servir de parapeto ante los soldados. El Casín les preguntó:
-¿Qué armas saben ustedes, manejar?
Respondieron que ninguna. Contrariado aparentemente, insistió el interrogador:
-¿Es que no han hecho el servicio militar?
Unos dijeron que sí lo habían hecho, pero como religiosos y enseñando en los cuarteles. Otros no lo habían hecho por ser todavía jóvenes. El Hermano Augusto dijo que él sabía manejar el mosquetón. Irónicamente respondió El Casín: 
- ¡Buen arma!.. ¡Buen arma!...
Les mandaron formar de tres en tres. Con sorna, y aludiendo al modo en el que llevaban a los niños a misa los domingos, uno de ellos les dijo:
-Esto ya sabrán ustedes hacerlo bien.
Y después añadieron:
-¿Saben Vds. a dónde van?
Respondieron negativamente, aunque intuían que les llevaban para terminar con sus vidas.
-Pues van ustedes al frente, a la línea de fuego, para que, al verles, nuestros enemigos dejen de disparar.
El párroco pidió permiso para hablar. Se lo concedieron.
-Entonces nos permitirán, al menos a los sacerdotes, vestir el traje talar. Si vamos de seglares, no seremos reconocidos y no se cumplirán los deseos de ustedes.
Se quedó algo pensativo El Casín.
-De ninguna manera, dijo al fin. Creerían que estamos en una Monarquía. Y estamos en una República.
Los dos del Comité, y alguno más que habían entrado, se apartaron algo para deliberar. Se dirigieron al grupo y dijeron, después de haberlos contado:
-Once... y los dos carabineros, trece. Y éstos no pueden quedar, pues irán a lo más recio de la pelea. Por tanto sobran dos, pues en la camioneta no hay sitio para todos, ya que han de ir varios de los nuestros para acompañarles.
Los carabineros eran dos jefes del Cuerpo. Teniente Coronel Arturo Luengo y el Comandante Norberto Muñoz. Habían sido apresados en Oviedo y eran custodiados en Turón como rehenes. Con el disimulo y engaño que habían usado hasta entonces, se dirigieron a los que estaban apartados y les ordenaron:
-Salgan aquí los curas de la Parroquia.
Obedecieron los dos, pues el capellán de los Hermanos, don Tomás Martínez, ya no se encontraba entre ellos, debido a su enfermedad Les hicieron algunas preguntas y les mandaron quedarse.
A los demás, Castañón les indicó:
-¡En marcha!
En ese momento, las diestras de los sacerdotes se alzaron con el signo de la absolución, pues estaban convencidos de que les llevaban a la muerte.
Lo narrado hasta aquí es rigurosamente cierto. Procede de un documento redactado por los sacerdotes días después de los hechos. Lo que sigue hay que reconstruirlo con el testimonio de algunos de los que intervinieron en la ejecución. Ante la fachada, contemplaron unos 20 hombres armados. Y oyeron de nuevo la voz de Castañón:
-¿Saben ustedes a dónde van?
El Hermano Augusto respondió en nombre de los demás:
-A donde Vds. quieran. Estamos dispuestos a todo, pues ya nada nos importa.
Castañón sentenció:
-Pues van ustedes a morir por rebeldes.
Parece que las víctimas no se inmutaron. Obedecieron la orden de ponerse de dos en dos. Los carabineros iban al frente. El último lugar lo ocupó el Padre Inocencio. Ocho o diez minutos tardaron en llegar al cementerio (bajo estas líneas). Siguieron la senda que sube por la ladera de la montaña. Ante el cementerio tuvieron que esperar un rato. El enterrador no había acudido todavía.

Se dio orden de avanzar hasta el centro del cementerio. Allí estaba preparada una zanja de unos nueve metros. Se les colocó ante ella. Ante sus ojos, a unos 300 metros, se alzaba el edificio del Colegio, iluminado a aquellas horas de la noche. Fue lo último que contemplaron los mártires.
Rápidamente Castañón dio la orden de fuego. Con dos descargas quedaron acribillados. Algunos, que habían quedado con señales de vida, recibieron un disparo de pistola. El Hermano Cirilo y el Teniente Coronel fueron golpeados con una maza que había por allí. El enterrador recibió la orden de echar tierra sobre los cuerpos. Lo hizo y se marchó pronto.
Mientras, tanto el grupo de asesinos se volvía hacia sus puntos de origen. Seguro que lo hacían desconcertados por la serenidad de las víctimas, que no habían proferido ni una queja ni una protesta. Días después, detenido en la cárcel de Mieres, Castañón reconocía:
-Los Hermanos y el Padre oyeron tranquilamente la sentencia y fueron con paso firme y sereno hasta el cementerio. Sabiendo a dónde iban, fueron como ovejas al matadero; tanto que yo, que soy hombre de temple, me emocioné por su actitud... Me pareció que por el camino, y cuando estaban esperando ante la puerta, rezaban en voz baja...
            Como dijo el Beato Juan Pablo II el 21 de noviembre de 1999, día de su canonización:
Todos ellos, como cuentan los testigos, se prepararon a la muerte como habían vivido: con la oración perseverante, en espíritu de fraternidad, sin disimular su condición de religiosos, con la firmeza propia de quien se sabe ciudadano del cielo. No son héroes de una guerra humana en la que no participaron, sino que fueron educadores de la juventud. Por su condición de consagrados y maestros afrontaron su trágico destino como auténtico testimonio de fe, dando con su martirio la última lección de su vida. Que su ejemplo y su intercesión lleguen a toda la familia lasaliana y a la Iglesia entera”.
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