Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Un gran teólogo injustamente mancillado

La verdad usurpada del cardenal Daniélou, muerto en 1974 en casa de una prostituta

Pablo VI veía en él un baluarte de la interpretación ortodoxa del Concilio Vaticano II. Los progresistas no se lo perdonaban y aprovecharon la ocasión.

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Jean Daniélou.
Jean Daniélou.

El cardenal Jean Daniélou (19051974) es una de las figuras eclesiásticas más relevantes de la segunda mitad del siglo XX. Su padre, Charles Daniélou (18781953), político anticlerical tras evolucionar de un pasado conservador, fue varias veces ministro de la masonizante Tercera República Francesa, así que fue todo un shock que su hijo, tras estudiar en la Sorbona, decidiese ingresar en la Compañía de Jesús, lo cual sucedió en 1929.

Tras los duros estudios jesuitas, que en su caso incluyeron una formación en la Patrística de la mano de Henri de Lubac (18961991), se ordenó sacerdote en 1938. Sirvió en el ejército del Aire antes de la derrota francesa ante Hilter, cuando fue desmovilizado y se inició propiamente su brillante trayectoria intelectual y eclesiástica.

Terminó su tesis doctoral en 1942, en 1944 fue nombrado profesor de Historia Antigua de la Iglesia en el Instituto Católico de París y comenzó una brillante producción como estudioso de la liturgia y la espiritualidad, que le llevaron a ser nombrado por Juan XXIII perito en el Concilio Vaticano II.

A su conclusión, el aprecio de Pablo VI no pudo demostrase más: el 19 de abril de 1969 fue consagrado obispo, y el 28 de abril le nombró cardenal, en una muestra inequívoca de que para el Papa Gianbattista Montini la posición teológica de Daniélou se identificaba con la que él quería para la Iglesia en el tiempo postconciliar: una apuesta por los cambios sin alejarse de la ortodoxia doctrinal de la cual el nuevo purpurado había dado pruebas, separándose de antiguos amigos progresistas en forma no muy distinta a como lo había hecho también otro célebre teólogo, también perito conciliar, que sería nombrado obispo en 1977: Joseph Ratztinger.

Habría sido un indiscutible papable en el cónclave de 1978.

En 1972 Daniélou fue nombrado miembro de la Academia Francesa. A sus 67 años, se había convertido en una de las personalidades más relevantes de la Iglesia, un intelectual con opinión propia en asuntos decisivos (la relación entre fe y cultura, el ecumenismo, las fuentes patrísticas de la teología) y un claro papable.

Y entonces llegó el mazazo. El 20 de mayo de 1974 sufrió un infarto y murió. Se truncaba una vida de aún más altos destinos, pero sobre todo se truncaba una fama: el cardenal había fallecido en casa de una prostituta, Mimí Santoni.

Acudió a su domicilio para ayudarla económicamente y no hay un solo dato que apunte otra cosa, pero el asunto tenía morbo suficiente para copar páginas de periódicos. Y, sobre todo satisfacía el ansia de revancha de quienes habían sentido ideológicamente próximo a Daniélou antes del Concilio (cuando se inscribía en la misma corriente de la nueva teología que De Lubac, Yves Congar o Hans Urs von Balthasar) y habían visto luego cómo se alejaba de ellos a su finalización.
 

El cardenal Daniélou tuvo una importante influencia en el Concilio Vaticano II, y como perito y como inspirador de su teología subyacente.

Así que la izquierda -tan interesada entonces en las cosas internas de la Iglesia- jaleó mediáticamente las circunstancias de la muerte hasta conseguir durante mucho tiempo aplastar el buen nombre del purpurado.

En mayo del año pasado tuvo lugar en Roma un homenaje a su figura, que sirvió para la publicación el 8 de ese mes, en el diario de la conferencia episcopal italiana L´Avvenire, de un artículo ("Daniélou, la verdad usurpada") de Jonah Lynch, vicerrector de la Fraternidad de San Carlos Borromeo, que nos sirve para rescatar tan impresionante figura del injusto olvido en el que vive.

Daniélou, la verdad usurpada
En el nº 56 de la calle Dulong no hay portero automático para llamar a los pisos. Por ello, para entrar, espero que llegue algún vecino. Delante de la casa, hay una iglesia luterana. Un poco más adelante, masajes tailandeses; al lado, una psicoterapeuta; del otro lado, una extraña sociedad financiera. Llega una familia, abre la puerta, y me rechaza bruscamente cuando pido poder entrar.
 
Después de algún tiempo, llega una señora joven, muy maquillada. Tiene miedo de mí, pero finalmente me deja entrar: “Pero no te he dejado entrar yo”, dice. Subo cuatro plantas, 72 peldaños recubiertos de una moqueta sucia, una obscuridad y una sordidez que impresionan. En la cuarta planta, me encuentro en la puerta de la call-girl Mimí Santoni. No llamo. Aquí, en 1974, murió el cardenal Jean Daniélou, fulminado por un infarto.

Henri de Lubac, maestro de Daniélou, elevado al cardenalato al final de sus días.

Danielou es un protagonista olvidado de la teología contemporánea del Vaticano II. Era uno de los principales motores de la “nueva teología”, uno de los fundadores de Sources Chrétiennes ,redactor de revistas, autor de cerca de sesenta libros y una de las voces más autorizadas en el Concilio. Pero, una vez acaecida su muerte, contada de forma sensacionalista por la prensa parisina, sobre él cayó un manto de silencio. Hoy sus libros casi no se encuentran en las librerías.

De él se recuerda solamente la extraña circunstancia de su muerte. “Caminaba siempre de prisa; iba primero la cabeza, después el resto”. Lo relata la hermana Gracia Zangrando, a la que encuentro en París en la casa de las Hijas del Corazón de María. En los últimos tiempos el cardenal Daniélou vivía en esa casa.

Se había trasladado a casa de las hermanas a consecuencia de fuertes discrepancias con los jesuitas con los cuales vivía desde hacía decenios. Había sido muy atrevido en una entrevista en Radio Vaticana el 23 de octubre de 1972: “Pienso que actualmente hay una crisis muy grave de la vida religiosa y que no se necesita hablar de renovación, sino más bien de decadencia. La causa esencial de esta crisis es una falsa interpretación del Vaticano II”.

Pedro Arrupe, general de la Compañía de Jesús y secretario de la presidencia de la Unión Internacional de Superiores Generales en el momento de la denuncia del cardenal Daniélou.
Sonaba como una acusación a sus superiores directos: en esa época el secretario de la Unión de Superiores Generales de los institutos religiosos era el general de la Compañía de Jesús.

La Hermana Gracia relata: “En cuanto llegó a nuestra casa, mostró su disponibilidad para celebrarnos la misa de la mañana, a las 7. Pero después de la Eucaristía el cardenal se sentaba durante veinte minutos de oración en silencio, antes de dar la bendición, desbaratando así todos los horarios de la casa”. Verdaderamente un sacerdote así ¿tenía una doble vida? Sor Gracia extiende los brazos: “Jamás he creído tales historias”.

En 1972 era una joven novicia, y había quedado impresionada por la sencillez del padre Danielou, el cual, como único distintivo exterior de su condición de cardenal, llevaba los calcetines rojos, y que, no obstante sus muchos compromisos, hacía todo lo posible por comer en el convento junto a un viejo sacerdote, el padre Girard, que de otro modo se encontraría solo.

El 19 de mayo de 1974, Danielou había ido a Bretaña a predicar un retiro (entre otras cosas había hablado de la belleza del celibato sacerdotal). El día siguiente había celebrado la misa, había trabajado en Sources Chrétiennes y, por la tarde, había tomado el autobús 68 para Porte de Clichy, al otro lado de la ciudad y estaba junta a la casa de la prostituta Mimí Santoni.

Este es el relato de Mimí, dado a conocer por Emmanuelle de Boyson: “Venía para traerme dinero para ayudarme a pagar el abogado de mi marido, que se encontraba ingresado en prisión. Estaba blanco como una sábana. Me miró y me pidió abrir la ventana, subrayando: “¡Qué calor hace aquí!”.

El ataque al corazón, preanunciado en los últimos dos días, con desmayos percibidos por muchos testigos, había llegado. Concluía la Santoni: “Cayó de rodillas. Su cabeza se golpeó sobre el suelo. Un último respiro y después nada. Mucho tiempo después me dije: ¡qué bella muerte para un cardenal caer de rodillas!”.

Las circunstancias de la muerte fueron el punto central de una feroz campaña de la prensa. Pero, ¿Daniélou merecía realmente ser tratado así?

En su primer libro, La señal del Templo, cita una bella frase de Claudel: “Solamente un alma purificada podrá percibir el perfume de la rosa”. Después comenta: “Es necesario que reencuentre la pureza de mi mirada. Entonces las criaturas volverán a ser mensajes luminosos”.

Pero, ¿quién era el cardenal Daniélou? Tanto en su biografía, como en el recuerdo de quienes lo conocían bien, es tenido como un hombre especialmente libre, fuera de los esquemas. Se le sitúa fuera del ámbito mundano que su padre, varias veces ministro, quería para él. Y él se sitúa fuera de los estereotipos: “Soy profundamente un hombre de Iglesia, soy muy poco clerical”.

En sus retiros espirituales proponía abiertamente las preguntas candentes sobre la fe: “¿Qué es lo que os da derecho a creer en ese hecho improbable de que Dios haya intervenido en la historia del hombre? Esto es, ¿qué cosa justifica mi derecho a adherirme a la verdad de la historia santa? ¿Tengo el derecho de fiarme absolutamente de los testimonios de la Escritura?”.
 
No tenía miedo de mirar cara a cara las dificultades, ni se escondía detrás de frases piadosas. Al mismo tiempo, su gran certidumbre no tenía el sabor de la intransigencia. En un debate público con André Chouraqui, traductor de una versión de la Biblia al francés que suscitó gran interés, llegó a decir: “Como cristiano, le debo anunciar a Jesucristo y espero solamente una cosa, que usted lo reconozca, lo que no me impide respetar profundamente los valores del judaísmo”.

Singular y luminosa franqueza. Daniélou, el hombre del diálogo, era también el hombre de la firmeza y de la fuerza del pensamiento. No tenía miedo de usar palabras fuertes cuando estaba en juego algún punto irrenunciable. Demostró en numerosos textos y conferencias conocer profundamente y valorar las demás religiones: no solamente el hebraísmo, sino también el islam, el hinduismo, el budismo, el animismo africano…

Con el hinduista Srila Prabhupada, en 1973.

Estaba seriamente comprometido en hacer emerger de la experiencia religiosa de la humanidad aquellos elementos comunes sobre los que apoyarse para vivir mejor conjuntamente, y también para demostrar la suma conveniencia de Cristo. Decía que “el cristianismo no es una religión más entre las otras religiones. Es fundamentalmente un mensaje de Dios dirigido a los hombres de todas las religiones”.

La única posición religiosa con la cual tenía poca paciencia era el ateismo. Lo consideraba “profundamente deshumanizante”. “Delante del ateísmo, ante una total insensibilidad a los valores religiosos, experimento un sentimiento de empacho casi físico y no comprendo porqué los cristianos no rechazan firmemente el ateísmo, aún cuando haya algunos ateos admirables”.

Dedicaba una parte importante de su tiempo a hablar a los estudiantes. En los primeros años de misa había trabajado como capellán de la École Normale Supérieur de Sevres, y había ayudado al capellán del grupo católico de Las Letras próximo a la Sorbona. Después, con la madre María de la Asunción, dio vida al movimiento eclesial el Círculo San Juan Bautista. Se reunían grupos de estudiantes para la misa dominical, a la que seguía una conferencia sobre la fe, las mañanas espirituales. Muchos de sus libros han nacido de esta predicación.

Al comienzo de uno de ellos, Mitos paganos y misterio cristiano, escribe en el prólogo: “En un tiempo en el que la existencia de Dios es puesta en cuestión por muchos, es más urgente que nunca responder, y con aquel tono directo que sea posible, a las críticas de los sabios, pero que pueda tocar los corazones. Y es esto lo que me interesa”.

El mismo testimonio da el padre Xavier Trilliette, en el prólogo a los Carnets del cardenal Daniélou. Escribe: “Deploraba la especulación teológica, con pomposo título de investigación, y la pastoral sacramental utópica, sin raíces, sin la verdadera experiencia de las personas, de las almas, de sus necesidades y de su hambre. Rechazaba con toda su fuerza una teología de laboratorio”. Daniélou fue ante todo un sacerdote, apóstol de Cristo, inflamado del deseo de enseñar a los hombres y a las mujeres la belleza de la vida cristiana".

Traducción: José Martín Alonso

Otras opiniones sobre el cardenal Jean Daniélou
Sandro Magister: Para el cardenal prohibido ha finalizado la cuarentena
Francisco José Fernández de la Cigoña: ¿Rehabilitación de Daniélou?


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