Jueves, 28 de marzo de 2024

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De los dos ladrones que acompañaron a Jesús en la cruz

por En cuerpo y alma

 
            Jesús no va sólo al Calvario, sino que lo hace acompañado de otros dos reos, algo en lo que existe acuerdo entre los cuatro evangelistas, bien que las circunstancias relatadas sean diferentes en cada uno de ellos.
 
El Buen Ladrón. Lucas Cranach. 1501. El Mal Ladrón. Lucas Cranach. 1501.

            Así, Mateo y Marcos sólo citan la compañía cuando los hechos ya están consumados:
 
            “Y al mismo tiempo que a él, crucifican a dos salteadores, uno a la derecha y otro a la izquierda” (Mt. 27, 38, similar a Mc. 15, 27).
 
            Juan también se refiere a ellos:
 
            “Y allí le crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio” (Jn. 19, 18).
 
            Pero además, vuelve a mencionarlos para explicar que mientras para poner fin al tormento y con él a sus vidas, a Jesús le atraviesan con una lanza, a ellos en cambio les quiebran las piernas (cf. Jn. 19, 31-34).
 
            Lucas también nos informa de que Jesús no es crucificado sólo:
 
            “Llevaban además otros dos malhechores para ejecutarlos con él.
            Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda” (Lc. 23, 32-33).
 
            Y de hecho, es el que mayor protagonismo da a los pobres desgraciados que compartieron la suerte de Jesús, pues es también el que relata el famoso diálogo que Jesús mantiene con los dos:
 
Jesús y el Buen Ladrón. Tiziano.1563.
            “Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» Pero el otro le increpó: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.» Jesús le dijo: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.»” (Lc. 23, 39-43).
 
            La existencia en los calabozos romanos de Jerusalén de malhechores cuya condena estaba pendiente de ejecutarse, y mucho más en fechas tan significadas como lo es en Jerusalén la pascua o cualquier otra de las grandes fiestas judías, no debe extrañar a nadie. No muchas pascuas después de aquélla en la que Jesús es crucificado nos narra Flavio Josefo lo que pasó:
 
            “Y limpiadas aquellas tierras de esta basura de hombres, levantábase luego otro género de ladrones dentro de Jerusalén: éstos se llamaban matadores o sicarios, porque en el medio de la ciudad, y a mediodía, solían hacer matanzas de unos y otros. Mezclábanse, principalmente los días de las fiestas, entre el pueblo, trayendo encubiertas sus armas o puñales, y con ellos mataban a sus enemigos; y mezclándose entre los otros, ellos se quejaban también de aquella maldad, y con este engaño quedábanse, sin que de ellos se pudiese sospechar algo, muriendo los otros. Fue muerto por éstos Jonatás, pontífice, y además de éste mataban cada día a muchos otros” (Bell. 2, 12).
 
            Los dos ladrones con los que Jesús es crucificado no pasan de puntillas por la literatura cristiana. Parece ser que algún manuscrito evangélico (no así la Vulgata, versión oficial de los escritos canónicos desde el Concilio de Trento) los bautiza como Zoathán y Chámmata. Entre los apócrifos, el Evangelio árabe de la infancia los denomina Tito y Dúmaco y dentro de lo que es un género frecuentemente cultivado por la literatura apócrifa, hace con ellos como hace con otros muchos personajes neotestamentarios, todo un relato de lo que habría sido un encuentro con Jesús en un momento previo a lo que constituye propiamente lo que relatan los textos canónicos. El que reúne a Jesús y los dos ladrones reza de la siguiente manera:
 
            “Y de allí pasaron a una región desierta que, al decir de las gentes, estaba infestada de ladrones. A pesar de ello determinaron José y María atravesarla de noche. Y durante la marcha vieron dos ladrones apostados en el camino y con ellos muchos otros malhechores de la misma bandaque estaban durmiendo. Los dos primeros se llamaban Tito y Dúmaco. Dijo, pues aquél a éste: “Te ruego que les dejes marchar libremente, de manera que pasen desapercibidos a nuestros compañeros”. Oponiéndose a ello Dúmaco, le dice Tito de nuevo, “Mira puedes contar con cuarenta dracmas, ahora toma esto en prenda”. Y le alargó la faja que llevaba en la cintura. Todo esto lo hacía con el fin de que su compañero no hablara y los delatase.
            Y viendo María el favor que éste ladrón les había hecho, se dirige a él y le dice: “El Señor te protegerá con su diestra y te concederá la remisión de tus pecados”. Entonces Jesús intervino y dijo a su madre: “Madre mía, de aquí a treinta años me han de crucificar los judíos en Jerusalén y estos dos ladrones serán puestos en cruz juntamente conmigo: Tito estará a la derecha, Dúmaco a la iquierda. Tito me precederá al paraíso”. Ella respondió “Aparte esto de ti Dios, hijo mío”.
            Y se alejaron de allí con dirección a la ciudad de los ídolos, la cual a su llegada se convirtió en colinas de arena” (EvArInf. 23, 1-3).
 
            El apócrifo Evangelio de Nicodemo, importante y probablemente tardío apócrifo cuyo manuscrito más antiguo conocido data del s. XI, en su sección denominada Actas de Pilato, (pues tiene una segunda llamada El descenso a los Infiernos) llama Dimas al ladrón bueno y Gestas al malo, dando comienzo a una tradición que es la más sólida, por cuya senda continúa otro importante apócrifo del género, la Declaración de José de Arimatea, del que se conoce un manuscrito del s. XII, con gran auge en la edad media.

            La Declaración de José de Arimatea a la que nos hemos referido nos ofrece los cargos por los que ambos ladrones fueron crucificados:

            “Siete días antes de la pasión de Cristo fueron remitidos al gobernador Pilato desde Jericó dos ladrones, cuyos cargos eran éstos:
El primero, llamado Gestas, solía dar muerte de espada a algunos viandantes, mientras que a otros les dejaba desnudos y colgaba a las mujeres de los tobillos cabeza abajo para cortarles depués los pechos; tenía predilección por beber la sangre de los miembros infantiles; nunca conoció a Dios; no obedecía a las leyes y venía ejecutando tales acciones, violento como era, desde el principio de su vida.
            El segundo, por su parte, estaba encartado de la siguiente forma. Se llamaba Dimas; era de origen galileo y poseía una posada. Atracaba a los ricos, pero a los pobres les favorecía. Aun siendo ladrón, se parecía a Tobit [Tobías], pues solía dar sepultura a los muertos. Se dedicaba a saquear a la turba de los judíos; robó los libros de la ley en Jerusalén, dejó desnuda a la hija de Caifás, que era a la sazón sacerdotisa del santuario, y substrajo incluso el depósito secreto colocado por Salomón. Tales eran sus fechorías” (DecJosArim. 1, 1-2).

            De Dimas se dice que es el único santo canonizado en vida, concurriendo en él la circunstancia no menos singular, de ser el único canonizado por el propio Jesús, hasta tal punto que la misma Iglesia celebra la festividad de San Dimas, el buen ladrón, el 25 de marzo. 
 
            Exegéticamente hablando, la presencia junto a Jesús de unos ladrones, ha sido interpretada por los comentaristas cristianos como la forma en que se veían cumplidas algunas del Antiguo Testamento que se referían a su persona. Así notablemente aquélla del Libro de Isaías en la que se lee:
 
            “Y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes” (Is. 53, 12).
 
 
            ©L.A.
            encuerpoyalma@movistar.es
 
 
 
 
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