Miércoles, 24 de abril de 2024

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Lo que fue y lo que no existió (Concilio Vaticano II)

por Javier Sánchez Martínez

Sin entrar en polémicas estériles, ni meras discusiones tan en boga hoy a veces en los medios católicos, vamos a limitarnos al campo propio de este blog, que es el de la formación catequética. En esta ocasión, para precisar algunos puntos o elementos sobre el Concilio ecuménico Vaticano II (19621965).
 
 
"Lo que fue": fue un Concilio y por tanto Magisterio de la Iglesia que pide el asentimiento religioso y obsequioso de la fe, la obediencia. Para ello, es imprescindible conocerlo, leer sus 4 Constituciones, sus decretos y declaraciones, porque son la enseñanza de la Iglesia y la ruta hoy para que la sigamos. Muchos sínodos después han ido perfilando y ahondando, desglosando la doctrina conciliar: laicado, presbíteros, religiosos, Palabra, etc., plasmados luego en exhortaciones apostólicas post-sinodales.
 
"Lo que fue": un Concilio, y un Concilio es, al final, sus documentos. No son impresiones particulares ni la explosión afectiva e impactante del momento. El Concilio es aquello que hoy son sus documentos. ¿Leídos? Yo creo que no... simplemente aludidos, pero nunca trabajados a fondo. Hay un cuerpo doctrinal válido que necesitamos conocer y asimilar.
 
Eso es "lo que fue". ¿Qué pretendía? ¿Cuál su objeto? Pablo VI dedicó muchos discursos y audiencias a expresar el fin y el puerto al que el Concilio llevaba a la Iglesia. Uno de esos discursos, por ejemplo, nos pueden permitir otear el horizonte conciliar:
 
“¿Qué tenía de particular este Concilio? Y ¿en qué medida sus resultados interesan a la vida de los pueblos que representáis?

Los Concilios, como sabéis, son por definición hechos esencialmente religiosos y que conciernen primero a la renovación interna de la vida de la Iglesia. La Iglesia hace, si se puede decir así, su examen de conciencia, en función a la vez de los principios de conducta inmutables que recibe de su divino Fundador, y de “los signos de los tiempos” que ella discierne como manifestaciones significativas de este mundo al que ella ha recibido la misión de llevar el mensaje de la salvación.

El Concilio que acaba de concluir ha tenido, en este aspecto, algo particular, que, gracias al progreso de las técnicas y al vasto desarrollo de las comunicaciones sociales, la Iglesia ha procedido en público y por así decir ante los ojos del mundo a este puesta en orden, a esta “revisión de vida”, a este “aggiornamento”, por retomar el término que expresa tan bien la feliz intuición que tuvo Nuestro Predecesor, el llorado Papa Juan XXIII” (Pablo VI, Discurso al Cuerpo diplomático, 8-enero1966).
 
Por tanto, un Concilio es un hecho extraordinario de la vida de la Iglesia, donde los sucesores de los Apóstoles con Pedro y bajo Pedro, oran al Espíritu Santo y deliberan como pastores y maestros del Pueblo cristiano. En este caso concreto, no para definir doctrina, formulada en dogmas -como en Nicea o Éfeso...- sino para reformar y revisar -como en algunos de los Concilios Lateranos o Trento, por ejemplo-. Esto es necesario. La fe es la misma, el sujeto-Iglesia es el mismo, pero las adherencias históricas innecesarias deben ser eliminadas y la Iglesia embellecida, rejuvenecida. Al mismo tiempo, afrontar y dar respuesta a los desafíos concretos de cada época.
 
Evidentemente, y esto no admite discusión alguna, la adhesión a este Concilio debe ser firme y sin fisura, como firme y sin fisura será la adhesión a todos y cada uno de los Concilios de la Iglesia. 
 
"No somos del Vaticano II" rechazando los anteriores Concilios; ni tampoco rechazamos o rebajamos su importancia -como algunos se empeñan- argumentando que no definió dogma alguno y era "pastoral" (olvidando que también tiene Constituciones dogmáticas); ni soñamos con un Concilio Vaticano III ya, inmediato, transgresor, que hiciera un maridaje absoluto con la moda ideológica de esta post-modernidad.
 
Y esta adhesión, reiteramos, pasa por la lectura y estudio, así como aplicación, de sus documentos magisteriales interpretados después por el Magisterio pontificio contemporáneo.
 
Esto en cuanto a "lo que fue".
 
"Lo que no fue" el Concilio Vaticano II es igualmente amplio para definir. Con muchísima frecuencia, en lugar de los documentos, el Concilio se ha identificado con un "espíritu" etéreo, un talante, que innovaba todo amparándose en el Concilio sin haber leído el Concilio. Amparados en ese "espíritu", muchos despropósitos se han cometido, una reinterpretación liberal y secularizadora de la fe que ha arrasado al pueblo cristiano y cuyas consecuencias hoy, tantos años después, están bien patentes.
 
¿Lo que se pretendía era innovar, es decir, destruir lo anterior en la vida de la Iglesia y realizar una acomodación a las modas ideológicas del momento, desplazar a Dios y situar al hombre y el horizonte social?  ¡Evidentemente no!
 
Pablo VI explicaba así estas tendencias:
 
“Podríamos añadir otra objeción, quizás la más grave. Un acercamiento de la Iglesia al mundo contemporáneo, ¿no exige de la Iglesia una convulsión profunda de todo su ser?, ¿de toda su doctrina?, ¿de toda su ley moral y canónica? Se ha hablado de “aggiornamento”: ¿acaso se consiente el abandono de la tradición, de los dogmas, de la disciplina filosófica?, ¿de las estructuras eclesiásticas? ¿Se puede entonces modelar a placer una concepción nueva de la constitución de la iglesia, y se puede someter su doctrina a una interpretación nueva y obtener una “teología moderna”, que tenga en cuenta mayormente la mentalidad corriente y su repugnancia para admitir verdades superiores a su espontáneo entendimiento, y no la enseñanza definida autorizadamente por la Iglesia, incluso, tal vez, de la misma palabra de la Escritura? ¿Para ir al mundo no es más fácil aceptar su modo de pensar? ¿O debemos al menos ofrecerles un modo original y desafiante de concebir las cosas de la religión?

Y podríamos añadir otro modo de pensar y de actuar, que parece, pero no exactamente, uniformarse por completo a la indicación conciliar, es decir, el de concebir la misión de la Iglesia como dirigida primera y principalmente al servicio del hombre, más que al culto de Dios y al apostolado religioso. Tal vez sepáis cómo esta concepción de la misión de la Iglesia, y del sacerdocio en particular, ha interesado y también turbado las discusiones en el campo católico” (Pablo VI, Audiencia general, 12-julio1967)
 
Se intentó -se intenta aún hoy- una Nueva Iglesia, en clara ruptura con la identidad del sujeto-Iglesia. Un antropocentrismo devastador excluía a Dios y el sentimiento religioso, y desembocaba en tareas seculares, en un pragmatismo que buscaba sólo la transformación del orden temporal. La secularización campó a sus anchas y la Iglesia -la Nueva Iglesia- se reducía a la justicia social (como lenguaje demagógico), a los valores (la solidaridad, la justicia, la paz), a los pobres (recurso igualmente demagógico, cuando siempre asistió a los pobres sin secularización alguna). El dogma se vació de sí mismo para que entrase el discurso y la ideología.
 
"La solicitud por la fidelidad doctrinal, que fue anunciada al comienzo del reciente Concilio de una manera tan solemne, debe, por tanto, guiar este período nuestro postconciliar y con tanta mayor vigilancia por parte de quien en la Iglesia de Dios ha recibido de Cristo el mandato de enseñar, de defender su mensaje y de custodiar el "depósito" de la fe, cuanto más numerosos y más graves son los peligros que hoy la amenazan..., peligros enormes a causa de la orientación irreligiosa de la mentalidad moderna y peligros insidiosos que del interior mismo de la Iglesia se insinúan por obra de maestros y de escritores, deseosos, sí, de dar a la doctrina católica una nueva expresión, pero a menudo más deseosos de acomodar el dogma de la fe al pensamiento y al lenguaje profano, que de atenerse a la norma del Magisterio Eclesiástico, dejando así libre curso a la opinión de que, olvidadas las exigencias de la ortodoxia, se pueden escoger las verdades de la fe que, a juicio de una instintiva preferencia personal, parecen admisibles, rechazando las demás, como si se pudiesen reivindicar los derechos de la conciencia moral, libre y responsable de sus actos, frente a los derechos de la verdad, sobre todo los de la Divina Revelación, o como si pudiera someterse a revisión el patrimonio doctrinal de la Iglesia para dar al cristianismo nuevas dimensiones ideológicas, muy diversas de las teológicas, que la genuina tradición delineó, con inmensa reverencia, al pensamiento de Dios” (Pablo VI, Disc. de inauguración del Sínodo, 29-septiembre1967).

Lo que no fue el Concilio Vaticano II es un apoyo al sociologismo en todo, ni al análisis marxista de la realidad: un materialismo dialéctico, favorecedor de la lucha de clases incluyendo la revolución y la lucha armada, de las bases contra el sistema opresor, negando lo sobrenatural y anclando el paraíso únicamente en la tierra. Y eso aun cuando, en el postconcilio, este análisis marxista campeó a sus anchas entre católicos y se vendía la falsa idea de que lo más cercano al cristianismo era la utopía comunista.
 
El fin de la Iglesia ni es terreno ni es la búsqueda de la justicia social, implantando un orden nuevo mediante la revolución.
 
“Algunos querrían que la Iglesia... se comprometiera a fondo en lo temporal -social, político y económico- y no dudara en sostener, si fuera necesario, a cuantos quieren hacer reinar la justicia en la sociedad, reformándola por medio de la violencia. Los cristianos de este siglo, dicen ellos, deberían “actuar como revolucionarios en beneficio del hombre”...

La Iglesia no puede aprobar a quienes pretenden alcanzar este objetivo tan noble y legítimo a través de la subversión violenta del derecho y del orden social. La Iglesia tiene conciencia, es cierto, de adoptar con su Doctrina, una revolución, si con este término se entiende un cambio de mentalidad, una modificación profunda de la escala de valores” (Pablo VI, Discurso al Cuerpo diplomático, 7-enero1967).
 
Lo que no fue el Concilio Vaticano II es la aprobación del disenso y del subjetivismo en virtud del cual cada uno hacía lo que pensaba mejor y, fruto del subjetivismo, se dejaba al lado a la misma Iglesia y cada comunidad se escindía en la práctica creando su liturgia, su moral, su espiritualidad, su doctrina. La relajación de la disciplina y del orden en la Iglesia, así como de la piedad y la espiritualidad, no encajan con el Concilio Vaticano II, sino más bien con otras corrientes culturales e ideológicas ajenas a la Iglesia.
 
Es verdad que todo ese caos era el relativismo dentro de la Iglesia, y algunos lo justificaban con la pretenciosa frase del "espíritu del Concilio"; pero era imposible que esa desintegración eclesial pudiese aportar un documento o un párrafo que avalase esas conductas pastorales.

Pablo VI, recién acabado el Concilio, advertía de esa desintegración y esos gérmenes de disenso y ruptura, pidiendo la Comunión eclesial y la unidad en la fe.
 
“Un nuevo período histórico comienza para la Iglesia. Es necesario de veras que cuantos amamos esta santa y bendita Iglesia de Dios, cuantos tenemos en ella autoridad, o funciones distintas, cuantos advertimos la hora peligrosa y tal vez decisiva que la fe de nuestro pueblo está atravesando, es necesario, decíamos, que procuremos tener ideas claras y seguras, movimientos estudiados y coordinados, compromiso fuerte y generoso. ¿No se puede proceder a la buena de Dios, cada uno por su cuenta respecto a las costumbres del pasado, como si fueran intangibles tradiciones, apelando al Concilio, como si su autoridad cubriese cualquier arbitraria novedad?...

A este respecto nos parece muy importante que el espíritu de nuestro clero vuelva a encontrar su lucidez y equilibrio. Nadie ignora que una duda de incertidumbre y de inquietud se ha abatido en el camino de muchos de nuestros sacerdotes, dando con frecuencia origen a una problemática muy variada, compleja y desordenada, que con facilidad repudia costumbres respetabilísimas en la piedad y en las formas eclesiásticas, hasta ayer mantenidas con merecido honor, orienta, en compensación, sus pensamientos hacia las realidades temporales y hacia un mortificante conformismo con el mundo profano” (Pablo VI, Discurso a los participantes en la XVI Semana nacional de Actualización pastoral, 9-septiembre1966).

En muy poco tiempo, menos de un año de la clausura en sesión solemne del Vaticano II, se vio una situación extraña: en vez de florecer la vida cristiana, cundía la apatía y el desencanto a la vez que florecían los gérmenes de subjetivismo que antes describíamos. 
 
“Os decimos a vosotros, fieles, a vosotros, jóvenes, especialmente, que tenéis tanta necesidad de luz y de certeza y que por la fe sabéis realizar cosas fuertes y grandes: es necesario dar a la fe impresiones y expresiones vivas y sinceras.

Nuestra exhortación se consuela con el fervor, que con tanta complacencia y con tanta esperanza Nos observamos que recorre el Cuerpo místico, que es la Iglesia; pero igualmente hay que destacar que nacen ciertos estados de ánimo difundidos en algunos grupos del Pueblo cristiano, los cuales parecen indicar una menor intensidad de fe, algún cansancio, algún menor entusiasmo de saberse católico; y esto especialmente cuando por fe no entendemos un simple sentimiento religioso, sino que entendemos la adhesión firme, convencida, operante, a la verdad, que la Iglesia católica de manera autorizada nos propone para creer. ¿Qué ha ocurrido? Quizás la consideración, legítima y obligada, de la personal libertad del acto de fe ha prevalecido sobre la de la plenitud y fuerza, que este acto de fe debe asumir en el ánimo del creyente, y ha producido alguna duda habitual; quizás la dificultad de comprender cómo el objeto de la fe no puede con el tiempo cambiar, mientras se asiste a la evolución historicista de cada ciencia humana, pero debe conservarse en su objetiva integridad, también cuando lo exploramos con nuestra siempre nueva meditación, lo profundizamos con mejor comprensión y lo adaptamos, firme el contenido, al lenguaje y la confrontación con la cultura profana; quizás la facilidad, con la que quien prescinde del magisterio eclesiástico modela para su espíritu como le parece la Palabra de Dios: ha tentado a alguno a preferir tal método subjetivo al dogmático y objetivo de la doctrina católica; y quizás la desconfianza, difundida por tantas voces extrañas y hostiles, hacia la autoridad docente de la Iglesia ha sorprendido al fin a la certeza de sus enseñanzas” (Pablo VI, Audiencia general, 7-septiembre1966).
 
Todo esto ni mucho menos era el fruto del Concilio Vaticano II como algunos hoy, machaconamente, repiten. En un año -véase la fecha de los discursos aducidos aquí- afloró lo que ya previamente estaba introducido en la Iglesia. Las corrientes, que a principios del siglo XX se las denominó "modernismo", estaban agazapadas, no muertas, y afloraron con fuerza cuando en los años 60 -piénsese en el mayo del 68- el relativismo absoluto supuso una quiebra en la cultura y el pensamiento.
 
La suciedad moral y la basura de tantas corrupciones no era de ayer; había comenzado en los años 40 y 50, como desgraciadamente podemos hoy saber. Tampoco esto es fruto del Concilio Vaticano II. Esto es lo que no fue el Vaticano II. Ahora, con simplismo histórico, todos los males actuales se le quieren atribuir a dicho Concilio.
 
Creo que debemos situarnos.
 
"Lo que fue" el Concilio ya lo vimos, y su deducción lógica es que hemos de retomarlo, leerlo, estudiarlo, trabajarlo así como el Magisterio pontificio que lo desarrolla y aplica, y luego tenerlo como una hoja de ruta clara.
 
"Lo que no fue" el Concilio lo acabamos de describir someramente. No nos dejemos arrastrar por los análisis de un signo o de otro que destruyen finalmente el Concilio en aras de la ideología (tanto del progresismo que construye una "nueva Iglesia", como del integrismo que niega la validez al Concilio Vaticano II).
 
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