Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Un epistolario impactante

Onorio Spada, capellán militar italiano en Rusia por un «sagrado deber»: convertir a los sin Dios

Teniente del 201º Regimiento de Artillería Motorizada, cruz en mano entre bombas mientras la Armir paraba la ofensiva soviética a orillas del Don.

C.L./ReL

Misa de campaña italiana en la SGM.
Misa de campaña italiana en la SGM.
Es el 26 de agosto de 1942 y la Armir (Armata Italiana in Rusia, la unidad que mandó Benito Mussolini a luchar contra Stalin) se bate como puede para frenar la ofensiva soviética sobre el río Don.

En un cuerpo a cuerpo en el que vuelan las bombas de mano y las granadas, un joven de 29 años, teniente del 201ª Regimiento de Artillería Motorizada, recorre el frente entre explosiones, disparos y cuerpos retorcidos por el dolor para administrar extremaunciones y llevar el perdón de los pecados y una última palabra de consuelo espiritual a los hombres que ya no tienen esperanza de sobrevivir a sus heridas.

Cartas de un valor irreemplazable
Es Onorio Spada (19131977), Don Onorio, como le llaman sus compañeros de filas. En un descanso de la batalla, saca un rato para escribir a sus ancianos padres:
"Queridos papá y mamá. Para ser sinceros, no sé de qué escribiros, porque no puedo daros noticias militares, y por otro lado ya sabéis que mi vida es siempre la misma. Estar entre los soldados como buen camarada, compartiendo con ellos las noches tristes y evocando con ellos la familia y la tierra lejanas, y haciendo proyectos para el futuro. Un futuro que, como sabemos, está en manos de Dios".

Aunque siempre comedidas en el contenido, Don Onorio escribió abundantes cartas a sus padres entre marzo de 1942 y septiembre de 1943. Constituyen una fuente documental importantísima para comprender la mentalidad de la época y, como cuenta Diego Andreatta en el diario L´Avvenire, acaban de ser publicadas en forma de libro bajo el título: Y aquí ¿cuándo florecerá la tierra?

Héroes con sotana

La labor de los capellanes militares italianos en Rusia contaba ya con otras fuentes testimoniales, como las obras de Carlo Gnocchi, Carlo Caneva, Rinaldo Trappo, Enelio Franzoni o el padre Giovanni Brevi, todos ellos sacerdotes destinados a un frente particularmente duro de la Segunda Guerra Mundial.

Pero, señala Andreatta, las cartas de Don Onorio destacan por su elevación poética. La experiencia militar sirvió al valiente cura para su posterior labor pastoral. Al volver a Italia "hablaba raras veces de la guerra", pero se convirtió en un conocido dirigente del asociacionismo juvenil y universitario católico.

Pero ¿por qué se alistó Don Onorio, a pesar de que todas las personas de su entorno intentaron disuadirle?

Según se desprende del prólogo del editor del volumen, Paolo Zanlucchi, fue por razones que a los españoles nos recuerdan las de muchos voluntarios de la División Azul, y que han pasado desapercibidas cuando la historia se ha escrito después.

"Él mismo lo dejó por escrito", dice Zanlucchi: "Quería hacer algo por su país y cumplir un sagrado deber: convertir a quienes en aquella época eran denominados los sin Dios".

La religión superviviente del comunismo

Don Onorio se encontró que, a pesar de que el régimen comunista ya llevaba decenios de totalitarismo, el sentido religioso de la población había permanecido intacto. A sus misas de campaña, por ejemplo, si no se celebraban en primera línea del frente, además de soldados italianos o de otras nacionalidades asistían ancianos, mujeres y niños ucranianos (un país mayoritariamente católico) que desde el triunfo del bolchevismo no habían podido hacerlo.

También había contacto con los sacerdotes ortodoxos. Pasó varios días en casa de uno de ellos que, en un dechado de cortesía, superaba todo recelo hacia la Iatinidad de la Iglesia llamándole pater Honorius.
 
Lo peor de la guerra llegó con la retirada. "¡Cuántas comuniones en estos días...!", escribe Spada, "sabedor de esta realizando una tarea preciosa". Porque muchos de aquellos jóvenes nunca volvieron de la estepa.

Un hijo desaparecido
"Detengo el vehículo", escribe en cierta ocasión, "junto a un pequeño Monte Calvario. Tres cruces. Un teniente. Un sargento. Y alguien desconocido. Ese desconocido... Pasarán los años, y una madre seguirá esperando cada amanecer que un paso familiar suene junto a la puerta. Un pequeño toque, ella corre a abrir, abre los brazos... pero el camino está desierto, y el viento pasa con ese sordo gemido de los otoños ante el cual son los hombres sombras que pasean, indiferentes. Durante años las palabras oficiales martillearán su corazón: Desaparecido...".

Estas páginas inéditas dan cuenta del espíritu de los batallones alpinos que mantuvieron alto el estandarte del valor italiano en combate. Junto a aquellos soldados, como en todos los ejércitos de la Segunda Guerra Mundial, expusieron con valentía su pecho a las balas y a las bombas miles de capellanes que hicieron presente a Cristo en sus últimos segundos, para que les acompañara de su mano a la morada eterna.
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