Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

Congreso sobre Nueva Evangelización

El credo, la verdad y la racionalidad. Aquel heraldo y el anuncio de los primeros cristianos

Intervención de Vitorio Messori en el Congreso sobre Nueva Evangelización que se realizó en el Vaticano el 15 de octubre de 2011.

ReL

El credo, la verdad y la racionalidad.
Aquel heraldo y el anuncio de los primeros cristianos

Por Vittorio Messori

15 octubre 2011

* Versión íntegra de la intervención de Vittorio Messori en el Congreso de Nuevos Evangelizadores (publicado en versión más reducida en el Corriere della Sera del 17/10/2011)

El tiempo que se nos ha dado es reducido. Mejor así, estamos llamados a imitar el laconismo, la voluntad de síntesis del Evangelio. Debemos volver a la conciencia de que aquello en lo que creemos, aquello de lo cual deriva todo lo demás, se encierra (así nos lo enseña San Pablo) en solo tres palabras: “Jesús ha resucitado”. De ahí la consecuencia: “Por tanto, Jesús es el Cristo anunciado por los profetas y esperado por Israel”. Es lo que los primeros cristianos llamaban el kérygma, es decir, el grito del heraldo que –por calles y plazas- anunciaba al pueblo las noticias más urgentes, aquellas que todos debían conocer.

Creo que la reevangelización de Occidente, que nos piden con sacrosanta insistencia Juan Pablo II y Benedicto XVI, no es más que esto: no complejas doctrinas, sino volver a empezar desde el kérygma, desde la base sobre la cual todo se sostiene. Volver a proclamar un sencillo y al mismo tiempo escandaloso: Jesùs estì kyrios, Jesús es el Señor.

No todos, ciertamente, se detendrán a escucharnos. Y quien lo haga, se opondrá enseguida: “Hace veinte siglos que lo repetís. Pero, ¿qué razones nos ofrecéis? Somos hombres modernos, acostumbrados a la crítica: ¿por qué deberíamos creer que ese oscuro judío que terminó en una cruz hace dos mil años es el Señor, el Hijo de Dios? ¿Por qué Él y no tantos otros que anuncian otro Dios? Es más, traednos antes pruebas creíbles de que un Dios, sea el que sea, existe realmente”. Una réplica legítima. En el fondo, la misma con la que se encontró Pablo, cuando “se puso a anunciar a Jesús en medio del Areópago” y le pidieron las razones del escándalo y la locura que anunciaba.

La relación entre la fe y la razón. La fe que va, ciertamente, más allá de la razón, pero que no la contradice. He aquí nuestro problema, he aquí el problema de siempre, pero del cual muchos, en la misma Iglesia, no parecen conscientes. Permítaseme pues acudir, por su valor, a mi propia experiencia. Quizá, en su pequeñez, pueda servir como ejemplo. Familia de anticlericales italianos, dieciocho años de estudios en Turín, todos ellos en escuelas laicas, donde reinaba un riguroso agnosticismo. A Dios ni se le afirmaba ni se le negaba, simplemente no era un problema del cual hubiera que ocuparse en clase. En la Universidad, en la Facultad de Ciencias Políticas, me convertí en el alumno predilecto de grandes maestros del laicismo italiano, con los cuales hice la tesis doctoral. Tampoco aquí campaba el ateísmo –considerado vulgar porque era una religión en sí mismo, aunque al contrario- pero dominaba una radical indiferencia: dado que la razón, el único instrumento del que disponemos, no está en condiciones de resolver el problema, ¿por qué perder tiempo y fuerzas en discutir si Dios existe o no, y en si debe ser adorado por una u otra religión?

Precisamente mientras redactaba mi tesis doctoral, sin que yo lo buscara o lo esperara, tuve un encuentro, que fue también un encontronazo, con el Misterio de aquel Cristo que hasta entonces había rechazado sin ni siquiera haberlo examinado, de tan inadmisible que me parecía. Fue una aventura espiritual, imprevista y sobrecogedora, de cuyas consecuencias todavía vivo, pero que solo desde hace poco me he decidido a contar en un libro. Yo no quería hacerme cristiano, y mucho menos católico, pero fui obligado por una evidencia interior de la cual no podía huir. Pues bien, una vez pasados los primeros momentos, los del aturdimiento de quien ha visto abrirse de par en par las puertas de una dimensión inimaginable, llegaron enseguida las dudas y los problemas. Había sido entrenado en el culto a una razón que se hacía racionalismo, y por eso empecé a preguntarme: “¿Soy víctima de una ilusión? ¿De una turbación nerviosa? ¿No necesitaré reposo y relajación más que reflexiones sobre el Evangelio? ¿Es posible que un joven racional como yo, hijo del laicismo más intransigente, acepte lo que hasta ayer le parecía solo un montón de mitos antiguos? ¿Y cómo voy a pensar en llamar a las puertas de una Iglesia que, si atiendo a lo que me han enseñado, no ha sido más que la plaga de Occidente en general y de Italia en particular?

Lo cierto es que la fe es una realidad sobrenatural que se encarna en un hombre concreto, y por tanto necesita confirmación por parte de la razón; es creer que, por el hecho de ser humano, debe aparecer como algo razonable; es la apuesta por Jesús que debe estar fundamentada. En cuanto a mí, para rendirme a la dimensión inédita que me atravesaba, necesitaba de un apoyo: el de, por decirlo claramente, una apologética adecuada. Comencé a pedir ayuda a mis nuevos compañeros, a aquellos católicos que hasta entonces me eran tan extraños. Pero eran los años en los que terminaba el Concilio y la Iglesia era un bullir de disputas y altercados; y además, como descubrí entonces con pena, eran todas disputas internas, clericales.
Se discutía sobre la organización de la institución eclesial, sobre el papel del Papa, de los obispos, de los curas, de los laicos, de las mujeres, de la liturgia. Nadie hablaba de la fe y mucho menos de sus razones, se daba por descontado, como un dato adquirido, mientras se batallaba por cómo debería ser para el católico la ética, el compromiso político, social, económico, cultural. Pero estas no eran más que consecuencias de una causa primera, el sí a la verdad del Credo, que nadie se ocupaba de examinar y verificar. Es más, quien hubiera pretendido hacerlo habría sido tachado de “apologeta”, “apologético”, un término que se había convertido en algo así como un insulto, un marco de anacronismo y de integrismo.

Pues bien, al no encontrar los instrumentos que buscaba, decidí (con la imprudencia y la impaciencia del neófito) buscarme la vida solo. Estos clericales –curas y laicos– ¿habían ocultado la apologética? Pues bien, yo iba a desenterrarla: para mí, sobre todo, pero también para ofrecérsela a los demás. Fue así como, después de una larga investigación, osé publicar trescientas páginas con el título “Hipótesis sobre Jesús”, donde intentaba aplicar la investigación histórica y arqueológica, además del sentido común ajeno a las ideologías del momento, sobre los orígenes mismos de una fe que no es una doctrina, sino una Persona. A la desconfianza con la que fue acogido aquel libro por parte de cierta intelligenzia clerical se oponía el extraordinario éxito popular en todo el mundo. Éxito que, por otra parte, ha acogido muchos de los siguientes libros que he logrado publicar: todos ellos escritos para intentar responder a las preguntas sobre credibilidad y racionalidad de la fe.

Este interés fue la confirmación de aquello de lo que he estado siempre convencido: no puede haber –y hoy menos que nunca- un anuncio de la fe si, al mismo tiempo, no se muestra racionalidad. No se puede incidir sobre la sociedad o sobre la cultura reproponiendo la perspectiva evangélica si no se afronta antes el problema de Cristo y de la verdad de su Evangelio. Los problemas con los que hoy los católicos deben enfrentarse tienen a menudo una raíz inconfesada e incluso dramática: la caída de la fe, la reducción de Jesús a un maestro moral, del Nuevo Testamento a una oscura mezcla entre judaísmo y paganismo, del milagro al mito, de la esperanza escatológica al compromiso secular. Antes que ninguna reforma institucional o que cualquier prédica moral o social, debemos redescubrir el Credo, el que recitamos en misa, en sentido estricto. Pero, ¿cómo podremos volver a encontrar este Credo si muy pocos nos muestran las razones para hacerlo? ¿Cuántos, en la Iglesia, nos ayudan a asegurarnos de que el cristiano no es, como se ha dicho recientemente, “simplemente un cretino”? También para esto podrá ser realmente valioso este Pontificio Consejo que el Santo Padre ha querido crear y confiar a monseñor Rino Fisichella, experto en Teología fundamental, el nombre alternativo de la Apologética. El primer paso para una nueva evangelización, por tanto, es simplemente, y al mismo tiempo, un compromiso. El de tomar en serio la exhortación de Pedro a estar “siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza”. Con claridad y decisión, y al mismo tiempo, como nos dice el mismo Pedro, “con dulzura y respeto”.

Traducción: Mar Velasco

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