Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Una carta a mi hijo

por Carlos Jariod Borrego

 

 “Al buscar a Dios te darás cuenta que es

amor y también misterio”.

Jaume Boada i Rafí

 

 (Este post está basado en un artículo publicado en octubre de 2001 en la revista Agua viva, con ocasión del nacimiento de mi primer hijo).

 

¡Qué alegría verte inquieto y despreocupado en tu cunita! (Y con qué necesidad de cariño y alimento recibes los mimos y caricias de mamá! ¿Y cuando te duermes confiado en mis brazos al final del día? No hay nada más hermoso ni más misterioso que un recién nacido. Lo que tú eres, Pablo.

Es verdad que todo es un gran misterio, pero ante tu cuerpecito moviéndose o al mirarte a los ojos, que ya se posan en los míos, o cuando me fijo en la ternura de tu mamá, el misterio se revela de un modo especial. Si tú quieres, Pablo, puedes percibir el  misterio de la vida y de la muerte, de la alegría y de la cruz. Y, si tú quieres, te puedo ayudar a descubrirlo.

Ahora, aunque no me entiendas, déjame que te hable del misterio de la vida. Quizá algún día te preguntes por el significado de tu existencia y sientas preocupación por no hallar respuestas; no te inquietes, es normal. A tus futuras preguntas la única respuesta es que la vida es un misterio. ¿Que eso no es respuesta?, ¿que eso no se entiende? Verás Pablo: el único modo de penetrar en el misterio -fíjate, el único modo- es vivirlo. Sólo viviendo el misterio de tu vida entenderás el significado de tu existencia, de toda existencia. ¿Que cómo se hace eso? ¡Pero si ya lo estás haciendo, Pablo! Lo más maravilloso del misterio es que, para vivirlo, no hay que hacer nada especial. Y si al misterio le quieres poner nombre, te aconsejo el nombre de Dios. Al menos ése es el nombre que muchos ponemos al Misterio (observa que a partir de ahora la palabra la escribo con mayúscula. Algún día te explicaré el porqué).   

Pero lo más hermoso de todo es que ese Dios que es Misterio es un Papá. Tu Papá, el mío, el de todos. Ya lo ves: lo propio  del Papá es amar a sus hijos hasta el extremo. ¡Así que tú eres amado por Papá-Dios! ¡Tu vida depende del amor de Dios, que es Misterio! ¿No lo entiendes? No es tan difícil: cuando tu mamá te sonríe y te alimenta, es Papá quien, en ella, te sonríe y da de comer; cuando yo te abrazo y te tranquilizo es Papá quien lo hace a través mío. ¡’Y lo más sorprendente y misterioso, Pablo! Cuando nosotros, tus papás, te amamos hasta dar todo lo que tenemos por ti y te observamos cómo ríes y  lloras, observamos al Misterio que se ha presentado en nuestras vidas gracias a ti.

¿Cómo vivir el amor del Papá-Dios? Como lo estás haciendo: dejándote querer por Él. Dejándote amar por tu mamá, por mí. Sentir nuestros  brazos que te acogen y te acunan, sentir el calor de la leche al pasar por tu garganta, experimentar la suavidad de tu ropita... Los mayores damos un nombre a todo eso: tener fe. La fe es, como todo, un regalo de Papá-Dios (un regalo misterioso, pues viene de Él). Tener fe no es más que saberse abrazado por Él y confiar en que, como Padre que es, desea lo mejor para mí. Tener fe es gustar de ese abrazo y abandonarse dócilmente en Su regazo. Es, sin saberlo, lo que ya haces tú conmigo y con mamá.

Te darás cuenta de que perseverar en la fe es difícil, muy difícil. A muchos les pasa, quizá también a ti: cuando crecen piensan que pueden vivir sin su Papá-Dios y se alejan de sus brazos. Lo mismo que te pasará a ti cuando crezcas y ya no necesites los brazos  de mamá y míos (¿Pero un hijo puede vivir sin sus padres? Es claro que no. ¿Y sin su Papá -Dios? Piénsalo bien, Pablo). En esos casos lo más triste es que la vida ya no es vista como Misterio; es reducida al éxito, al dinero, a la diversión, al trabajo, etc.

El único modo de crecer y continuar a gusto en los brazos de Papá-Dios es mirándole y escuchándole con los ojos y los oídos de tu espíritu (no es fácil decirte qué es eso del espíritu. Lo que sí sé es que tu espíritu, como tu cuerpo, crece con la leche que te da mamá o con el aire que acaricia tu carita o con las oraciones que un día aprenderás). Si tú quieres, algún día te hablaré del Espíritu. Pero ahora déjame que te cuente una historia que leí hace tiempo.

En cierta ocasión un joven con hambre de Dios (ya sabes: con ganas de acurrucarse en el regazo del Papá celestial) se dirigió a un hombre sabio que vivía en el desierto.

“¿Qué tengo que hacer para salvarme?” preguntó el joven. Lo de salvarse es una historia muy larga; si tú quieres, te la contaré en otra ocasión.

“Vete al cementerio y desprecia a los muertos” contestó el sabio ante el estupor del muchacho.

Y eso fue lo que hizo, Pablo. El joven tiró piedras a las tumbas y se pasó largas horas insultando a los pobres muertos.

“Maestro, he hecho lo que me pediste” informó con decepción el joven. “Pero no me han dicho nada”.

“Bien está”, respondió el maestro con mucha calma. “Ahora vuelve y alábalos”.

Cuando regresó por segunda vez del cementerio y relató que los muertos seguían sin hacerle caso, el hombre sabio contestó: “si quieres permanecer en Dios, no te alteres ni cuando te insulten ni cuando te alaben. Lo único que importa es estar centrado en ti mismo”. Moraleja: si quieres perseverar en los brazos de Dios, cuida tu espíritu, como cuidas tu cuerpo, sin que el mundo te distraiga y alimentándote de su Amor misterioso.

Te hablaré de todo eso algún día, Pablo. Pero recuérdalo: sólo si tú quieres. Si te apetece escucharme, si quieres preguntarme. Y, sobre todo, no te preocupes por nada, porque el amor de los padres-¡qué misterio!- no depende de lo que los hijos hagan. El amor de los padres es reflejo, aunque pálido, del amor de Papá-Dios. ¡Ése sí que es amor!

 


 

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