Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Medianoche del 29 de septiembre, cementerio de Lleida

por Jorge López Teulón

Dom Antoine Marie Beauchef es desde 1998 el Abad de San José de Clairval se encuentra en Flavigny-sur-Ozerain (Borgoña, Francia). La comunidad cuenta actualmente con una cincuentena de miembros.

 
Famosas son las cartas que mensualmente escribe el Padre Abad con “el objeto de ayudar a conocer y a amar al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, a escuchar su palabra y seguirle, en medio de las dificultades de este mundo, hasta llegar al puerto de la eternidad bienaventurada. Con este fin, ilustra a grandes rasgos la vida y los ejemplos de los santos, intercalando las enseñanzas que la Iglesia ha recibido de su Fundador”. La Carta de la Abadía San José de Clairval se publica en inglés, alemán, francés, neerlandés, italiano y catalán llega como carta normal, fax, correo electrónico… Los monjes realizan enteramente el trabajo de redacción y expedición. Así pues, cada semana, más de 100 kg de correo se expiden hacia los cinco continentes.
 
Hoy para hablar de nuestro mártir os ofrecemos la carta del 12 de octubre de 2004. Además en esta dirección podéis encontrar todas las demás. Su lectura es una verdadera ayuda espiritual:
 
 
“¡Viva Cristo Rey!”
 
Tales fueron las últimas palabras de un joven español de veintidós años, muerto por la fe durante la guerra civil, el 29 de septiembre de 1936. El Papa Juan Pablo II dirá de él: “Consciente de la gravedad del momento, el joven Francisco Castelló i Aleu no quiso esconderse, sino ofrecer su juventud como sacrificio por amor a Dios y a sus hermanos” (Homilía de la beatificación de 233 mártires españoles, 11 de marzo de 2001).
 
El 19 de abril de 1914, ve la luz cerca de Alicante el tercer hijo de una familia modesta, que recibe en el bautismo el nombre de Francisco. Unas semanas después, su padre fallece a causa de una congestión pulmonar, y su madre decide instalarse en Lérida, ciudad catalana del norte de la Península. Francisco es apasionado, fogoso e incluso testarudo. Pero su madre consigue que la joven inteligencia del muchacho se abra a los misterios de la fe. Ya desde la primera comunión, Francisco adquiere el hábito de comulgar todos los domingos e incluso entre semana, consiguiendo con ello la fuerza necesaria para luchar contra su enorme amor propio y para dominar su difícil carácter. Aproximadamente a la edad de trece años, como alumno de los maristas, conoce un período de crisis espiritual, pero que pasa desapercibida para muchos. Su director espiritual anotará: “Aunque dejó de recibir los sacramentos, nunca abandonó la Misa dominical”.
 
 
Un gran provecho en pocos días
 
En 1929, el Señor llama de repente a su presencia a la madre de Francisco. En medio de su desconcierto, el adolescente y sus dos hermanas se consagran a la Santísima Virgen. Francisco cumple justo dieciséis años cuando supera el bachillerato con nota de “sobresaliente”, el 14 de abril de 1930. En noviembre de ese mismo año, escribe lo siguiente: “He aprovechado unos días de vacaciones para realizar, bajo la dirección del padre Galán, SJ, los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. No me he perdido ni una sola idea ni una sola palabra. Han sido unos días de gran alegría espiritual, y doy gracias a Jesús por el consuelo concedido y por la saludable conversión que ha producido en mi alma”. Se somete a la dirección del padre Galán, quien hace de él un apóstol y le enseña que “las almas sólo se ganan mediante el sacrificio y la oración”.

Colmado de celo apostólico, Francisco trabaja para divulgar la obra de los Ejercicios Espirituales Parroquiales, creada por un joven jesuita, el padre Francisco de Paula Vallet. Iniciada en Cervera (Lérida) en 1923, dicha obra ha conseguido ya cambiar de manera notable el clima religioso de Cataluña: los hombres, a quienes va dirigida, regresan a la práctica religiosa. Esa renovación es fruto de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, que el padre Vallet ha tenido la idea de sintetizar en cinco días (en lugar de treinta) para ponerlos al alcance del mayor número posible de laicos. Regenerados por esos cinco días de retiro, los cristianos son invitados a secundar a su párroco en el ámbito de las obras parroquiales. “Manresa”, revista de los padres jesuitas españoles, escribía en su número de junio de 1927: “El enorme fruto que claramente se obtiene de los Ejercicios Espirituales de nuestro santo padre Ignacio, así como el entusiasmo que levantan en toda Cataluña, se deben en gran parte al hecho de que el padre Vallet ha sabido interpretar el pensamiento de san Ignacio en lo que respecta a la manera práctica de dar esos Ejercicios. El propio santo, al principio de su libro, señala diversas formas de adaptarlos”.
 
Si bien es verdad que “por sí misma, la famosa meditación sobre la finalidad del hombre (propuesta por san Ignacio al principio de los Ejercicios) basta para enderezar por completo la sociedad” (León XIII), se comprende que los ejercitantes, penetrados del designio de Dios sobre el hombre y sobre el mundo, opuestos francamente al pecado y a toda injusticia, dispuestos a seguir a Cristo hasta la Cruz, ejerzan, en el marco de sus responsabilidades socio-profesionales, una benéfica influencia. Tal era, por lo demás, el objetivo explícito del padre Vallet: asentar las bases de la recristianización completa de la sociedad, e influir con ello en la solución de los problemas sociales y económicos.
 
En Lérida, son numerosos los jóvenes que se inscriben, desde 1931, en la nueva “Federación de Jóvenes Cristianos de Cataluña”, creada en el cauce de los retiros espirituales. La Acción Católica y la nueva “Federación” trabajan de común acuerdo en la formación doctrinal de jóvenes cuya tarea consiste en reconducir hacia Cristo a la sociedad entera a través de la familia, el trabajo, la cultura, el ocio, etc. Francisco se entrega sin reservas a esa labor, organizando retiros cuyos frutos no se hacen esperar, pues el número de jóvenes cristianos comprometidos de la provincia de Lérida pasa, en tres años, de 140 a 645.

Sesión de estudios de los fejocistas en la capilla de la Congregación en la Cueva de San Ignacio, en Manresa. En la presidencia, el reverendo doctor Manuel Alejos Benavente. A su derecha, uno de los más populares fejocistas, Pere Tarrés i Claret. La fotografía es del 18 de septiembre de 1932.
 
Francisco obtiene el título de licenciado en Químicas el 6 de febrero de 1934. Uno de sus amigos cuenta: “Yo, que lo traté mucho, nunca le vi demostrar ninguna brusquedad. Al contrario, pues sin abandonar su carácter abierto y comunicativo, sabía mostrar dulzura y amabilidad”. Y otro escribirá: “Compartió con los amigos la vida agitada de la Universidad, y se juntó con compañeros quizás enlodados en la lujuria y el materialismo. Pero donde él estaba, estaba también la alegría. Era de temperamento dinámico y emprendedor, y le gustaba todo lo bello. Ejerció gran influencia en el corazón de todos sus amigos”. Francisco es contratado como ingeniero en una empresa de abonos químicos de Lérida. Por las tardes, de manera gratuita, imparte clases a obreros de la fábrica y a los habitantes de un barrio miserable de Lérida que es foco del anticlericalismo. 
 
Una obra demasiado descuidada
 
A principios del año 1936, el clima político se deteriora. El 16 de febrero, día de elecciones, Francisco se queda en casa (no tiene aún veintitrés años, edad requerida entonces para votar). Su hermana se extraña de su inactividad, en un momento en que muchos se agitan, pero él le responde: “Hace ya tres años que los que ahora luchan por mantener el orden han descuidado promover las obras que habrían podido elevar las mentes hacia la religión y la restauración de las costumbres cristianas. Dejemos que se agiten. Ya me llegará el día, y entonces iré de casa en casa para conseguir, una a una, inscripciones a los Ejercicios (de san Ignacio)”. Y añade con convicción: “Si la obra de los Ejercicios no se hubiera descuidado tanto, la política presentaría hoy un aspecto bien diferente”. Los Ejercicios son, en efecto, según el Papa Pío XI, “un precioso instrumento de renovación individual y social” y forman “verdaderos apóstoles para todos los estados de vida” deseosos de trabajar por extender el Reino de Cristo» (Encíclica Quadragesimo anno, 1931).
 
Una tormenta de insólita violencia se desata sobre España. Desde el 14 de abril de 1931, su régimen político ha dejado de ser una monarquía católica para convertirse en una república. La Iglesia, a pesar de haber reconocido la legitimidad del nuevo gobierno, se ha visto poco a poco situada bajo un régimen de persecución legislativa. En febrero de 1936, el Frente Popular toma el poder, y el anticlericalismo se presenta amenazador. Durante el verano, el asesinato de sacerdotes, seminaristas, religiosos, religiosas y laicos es moneda corriente. Más tarde, el episcopado español denunciará esa situación de persecución religiosa como la más violenta de la historia de España.
 
En mayo de 1936, con motivo de la festividad de María Auxiliadora, Francisco se compromete sentimentalmente con María Pelegrí, joven piadosa como él. Su relación se basa en la castidad: “Nunca tuvimos que confesarnos al respecto”, podrá afirmar María. La virtud de la castidad había sido inculcada celosamente en el corazón de Francisco por su madre, y sus hermanas declararán: “En relación a la pureza, era, con razón, intransigente. No dudaba en protestar verbalmente, incluso en un autobús o en una sala de espera. Nos aconsejaba muy especialmente sobre la manera de vestir, mostrándonos que podíamos ser ocasión de pecado”.
 
El 1 de julio siguiente, Francisco es movilizado y destinado a la fortaleza de Lérida, que, al anochecer del día siguiente, cae en manos de un comité militar marxista. Durante la noche del 20 al 21 de julio, Francisco es despertado brutalmente por el nuevo comandante de la fortaleza, quien le acusa de ser “fascista”. La etiqueta de “fascista” no es más que un pretexto, ya que los revolucionarios no desean mártires (testigos de la Fe), sino únicamente acusados que pasen por antipatriotas y enemigos de la libertad. Tras ser golpeado con una fusta, el joven es encerrado con unos veinte prisioneros en una antigua capilla: ninguna abertura, tan solo un tragaluz, ninguna infraestructura higiénica. Uno de los prisioneros declarará: “Hasta los más valientes perdían los ánimos. Francisco siempre estaba de buen humor, pues había depositado toda su confianza en Dios. Inventó una especie de revista humorística para ayudarnos a que el tiempo pasara más deprisa. Por la noche, nos daba una pequeña charla sobre el sentido de nuestra vida cristiana”. Lo que le preocupa constantemente es no perturbar la paz de su familia, y las pequeñas notas que consigue enviarles expresan siempre la misma idea: “Estoy muy bien; no me falta nada; no os preocupéis por mí”. 
 
Les ayudaré siempre que pueda
 
Francisco solicita de sus antiguos colaboradores de la fábrica un testimonio en su favor. Pero ellos, paralizados por el miedo, declaran que no hay por qué preocuparse de la suerte de un “miserable”, es decir, de un católico practicante. Profundamente dolido por esa reacción, él responde: “Aunque ellos me consideren un enemigo, yo no los considero en absoluto como tales y les ayudaré siempre en todo lo que pueda. Que Dios les ilumine a todos y les abra a la luz de la verdad”. Uno de sus primos, militante del Partido Obrero de Unificación Marxista y miembro del Comité de Salvación Pública le sugiere que firme un documento en el que disimule su creencia y renuncie a su compromiso con los movimientos católicos, alegando falta de madurez. Según afirma, ese procedimiento ha conseguido ya para otros la libertad sin juicio. Francisco le responde con firmeza: “Si has venido para que dé ese paso atrás, pierdes el tiempo”. Pero el primo regresa varias veces y le apremia, cada vez más. “El prisionero se negó rotundamente -declarará un testigo-, afirmando todavía con mayor firmeza que estaba dispuesto a morir por su fe”.

Cárcel provincial de Lérida. Fotografía tomada a principios de siglo.
 
 
El sábado 12 de septiembre, festividad del Sagrado Nombre de María, el joven soldado de Cristo es trasladado a la cárcel provincial. Allí va de celda en celda, en busca de algún prisionero desconsolado, crea una coral y promociona la distracción: ajedrez, damas, etc. No puede soportar que los milicianos obliguen como diversión a los sacerdotes a realizar las tareas más repugnantes, encargándose él mismo de la limpieza de las letrinas y de los depósitos de basura. Un amigo dirá al respecto: “Introdujo en nuestra celda el rezo del rosario, además de cantos eucarísticos y el himno de la Federación de Jóvenes Cristianos. Instó a diversos prisioneros a que se confesaran al padre V., prisionero como nosotros”. El 23 de septiembre, después de un severo interrogatorio, Francisco hace la siguiente confidencia: “Siempre seremos unos condenados “fascistas”. Renunciemos incluso a la gloria del martirio a los ojos del mundo, pues lo único que cuenta es que nuestro sacrificio es agradable a Dios”.
 
El martes 29 de septiembre de 1936 es una mañana de despedidas, de alientos a la confianza y a la serenidad. Francisco realiza, con el padre V., una ferviente confesión general (confesión de todos los pecados de su vida). “Podía observarse el fruto de su intimidad con el Señor, cuenta un compañero de cautividad. Cuando se iba nos dijo adiós con la mano, con la sonrisa en los labios. Por la noche, encerrados en las celdas, rezamos el rosario del día por los que nos habían dejado”. Conducido al ayuntamiento, el acusado Castelló sube los peldaños con toda decisión y con la cabeza alta. La sala, convertida en sede del Tribunal Popular de Lérida, está llena a rebosar. “¿Por qué le queréis matar?”, preguntan a un miliciano: “Es que el «nene» tiene tanta atracción, que si lo soltamos, se le irán todos detrás...”. 
 
¡Soy católico!
 
El presidente se dirige a Francisco:
-¿Qué respondes a los documentos que te acusan de ser “fascista”?
-Yo no soy “fascista”  y nunca he militado en un partido político.
-Tenemos pruebas. En tu casa y en el despacho de la fábrica donde trabajas, hemos encontrado libros que dan cuenta de tus contactos con dos países fascistas.
-En mi casa y en los laboratorios de la fábrica, no habéis podido encontrar otra cosa sino libros de estudio. Como soy químico, estudiaba italiano y alemán, que son útiles en química. No tenía otra ambición sino perfeccionarme en mi profesión.
-Bueno. Acabemos ya. ¿Eres católico?
-¡Sí, claro que sí! ¡Soy católico!
 
Nuestro héroe pronuncia esas palabras con voz clara y serena. Su coraje e integridad provocan un movimiento indescriptible en la gran sala. Algunos gritan: “¡Inocente!, ¡libertad!, ¡perdón!”.
 
El acusador público pide la pena de muerte. Francisco escucha, con la mirada iluminada de gozo, como si le hubieran anunciado la gloria del cielo. Al concederle el presidente la palabra para defenderse, él responde:
 
-Si ser católico es un delito, acepto con mucho gusto ser delincuente, porque la mayor felicidad que pueda nadie alcanzar en esta vida, es morir por Cristo. Y si tuviera mil vidas, las entregaría todas por Él, sin dudarlo un instante. Así que os doy las gracias por la oportunidad que me dais de asegurar mi salvación eterna.

 
El veredicto no se hace esperar. Los condenados de aquel día son conducidos a un sótano lúgubre que sirve de calabozo municipal. Al entrar, Francisco lanza un vigoroso y vibrante: “¡Ánimo, hermanos!”, y luego entona el Himno de la Perseverancia de la obra de los Ejercicios parroquiales.
 
Cada uno expresaba con gritos su ira y desesperación, cuenta un condenado a muerte que será indultado antes de la ejecución; solamente Francisco estaba tranquilo. Nos decía: “-Venga, muchachos, lo que debemos hacer cada uno es prepararnos y recomendar nuestra alma a Dios.  Aún tenemos tiempo de despedirnos de la familia”. Entonces, sacó lápiz y papel, se sentó en un banco de piedra y empezó a escribir”. 
 
¡Puedes estar orgullosa!
 
La primera carta la dirige a sus hermanas y a su tía:
 
Queridas hermanas y tía: acaban de anunciarme mi condena a muerte, y nunca me he sentido tan dichoso como ahora. Estoy seguro de que esta noche estaré en el Cielo con mis padres. La Providencia divina ha querido elegirme como víctima de los errores y pecados que hemos cometido. Me dirijo gustoso a la muerte. Nunca como ahora tendré tantas posibilidades de asegurarme la Salvación. A Dios ofrezco los sufrimientos de este momento.
 
Después de algunas líneas a su padre espiritual, se dirige a su prometida:
 
Querida Mariona: nuestras vidas estaban unidas y Dios ha querido separarlas. A Él le ofrezco, con toda la sinceridad de que soy capaz, el amor que siento por ti, amor intenso, puro y sincero. Tu desgracia me hace daño, pero no la mía. Puedes estar orgullosa: ¡dos hermanos y tu novio!
 
En efecto, dos hermanos de la joven han sido ya víctimas de la revolución unas semanas antes.
 
Al atardecer del día 29 de septiembre, los seis condenados son conducidos en camión. Francisco entona el Credo, que todos retoman. A un miliciano que le abofetea para hacerle callar, él le contesta: “-Te perdono, porque no sabes lo que haces”. Los condenados siguen cantando: “Al tercer día resucitó. Creo en la Santa Iglesia Católica. ¡Creo en la vida eterna!”. Delante del cementerio, descienden del camión. Cerca de ellos se halla un grupo de curiosos, entre los cuales Francisco, sonriente y emocionado, reconoce a un amigo de su hermana Teresa. Intercambian un expresivo “adiós” con la mirada. Al final, entre dos filas de nichos, un pórtico da acceso a un pequeño espacio cerrado, teatro de las ejecuciones, donde en la actualidad existe un altar y una cruz de piedra. Frente al pelotón, Francisco grita: “-¡Un momento, por favor! ¡Os perdono a todos, y hasta la eternidad!”. Con las manos unidas, la mirada al cielo y una oración en los labios, se planta ante los verdugos. Una voz ordena: “¡Fuego!”. Francisco lanza un último grito: “¡Viva Cristo Rey!”, y las detonaciones retumban. Poco después, el amigo de su hermana desciende a la fosa y se inclina: el joven corazón está aún latiendo. La cabeza, inclinada hacia la derecha, reposa en el suelo; los ojos están entreabiertos y el rostro expresa una dulzura angelical.
 
La última profesión de fe del joven mártir se hacía eco de las palabras del Papa Pío XI, que había instituido la festividad litúrgica de Cristo Rey para poner remedio al gran mal social de los tiempos modernos: “Dios y Jesucristo han sido excluidos de la legislación y de los asuntos públicos” (Encíclica Quas primas, 1925). Unos años después estallará la segunda guerra mundial. Pío XII discernirá las causas profundas de ello en los esfuerzos dirigidos a sustraer la vida pública de la influencia y de la autoridad de Cristo: “El reconocimiento de los derechos reales de Cristo y el regreso de los individuos y de la sociedad a la ley de su verdad y de su amor son la única vía de salvación” (Encíclica Summi pontificatus, 1939). Toda institución, de hecho, se inspira en una visión del hombre y de su destino, de donde obtiene sus elementos de juicio, su jerarquía de valores y su línea de conducta. Y eso resulta ser cierto, en su más alto grado, en el caso del Estado: desde su nivel, una visión errónea del hombre supone consecuencias graves en todos los ámbitos de la vida social. Ahora bien, “sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente en Dios, Creador y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y sobre el hombre” (Catecismo de la Iglesia Católica, CEC, 2244).
 
La Iglesia ha enseñado siempre a distinguir entre orden espiritual y orden temporal, y reconoce la sana laicidad, es decir, una verdadera autonomía del Estado en su orden. Sin embargo, el estado está obligado a respetar la ley moral natural, que concierne a todos los hombres, cualesquiera que sean sus creencias religiosas. El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “la ley natural no es otra cosa sino la luz de la inteligencia que Dios ha depositado en nosotros; mediante ella conocemos lo que hay que hacer y lo que hay que evitar (para alcanzar nuestro objetivo, que es la bienaventuranza prometida). Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Finalmente, proporciona la base necesaria a la ley civil” (CEC, 1950-1959). Siguiendo a santo Tomás de Aquino, el Papa Juan Pablo II afirma: “Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley, un acto de violencia” (Encíclica Evangelium Vitae, 72). 
 
Una relación ineluctable
 
Al hallarse inscrita en nuestra naturaleza, la ley natural puede ser percibida por cualquier hombre, incluso no cristiano. Pero esa ley no puede imponerse de forma duradera si no se reconoce su fundamento en Dios, Creador todopoderoso, infinitamente bueno y Padre de todos, justo juez y remunerador de las acciones humanas. “No debe olvidarse -escribe Juan Pablo II- que la negación de Dios y de sus Mandamientos en el pasado siglo ha conducido a la tiranía de los ídolos: una raza, una clase, el estado, la nación, el partido” (Carta del 16 de diciembre de 2000, con motivo del 12o centenario de la coronación de Carlomagno). Además, “de esa relación ineluctable entre Dios y la ciudadanía depende el progreso de las sociedades” (Discurso al Cuerpo Diplomático, 11 de enero de 1999). Y aún más, allí donde la religión revelada en Cristo no es reconocida como verdadera, la ley natural se oscurece progresivamente en las mentalidades. “No hay verdadera civilización moral sin la verdadera religión: esta es una verdad demostrada, este es un hecho histórico” (san Pío X, Carta sobre «Le Sillon»).
 
En nuestros días, podemos constatar, junto al Santo Padre, que numerosos políticos “rehúsan atribuir a Dios y a la fe cristiana el lugar que le corresponde en el ámbito público” (Carta al cardenal Schönborn, 10 de junio de 2003). La Nueva Evangelización es, pues, una urgente necesidad para la misma vida pública, la cual, según el plan divino, debe favorecer el bien de las personas y su salvación eterna. Roguemos al beato Francisco Castelló Aleu que interceda ante Cristo, Rey de las naciones, para que los parlamentarios y los jefes de gobierno se inspiren en su ley de verdad y de amor.
 
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