Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Mañana del 14 de septiembre, refugiados españoles con Pío XI

por Jorge López Teulón

Con este capítulo introductorio comienza la historia novelada de “Toledo 1936. Ciudad mártir” publicada por EDIBESA en 2009. Hoy se cumplen 75 años de esta escena en la que el Papa Pío XI abría su corazón de padre a estos peregrinos y, por extensión, a toda España.
 
Castelgandolfo (Italia), 1936
 
Castelgandolfo es una pequeña localidad italiana situada en la región del Lacio, a orillas del lago Albano, a unos 35 kilómetros al sur de Roma. Tomó su nombre de la familia Gandulfi, natural de Génova. Hacia 1200 los Gandulfi construyeron, en la colina donde hoy se halla la ciudad que lleva su nombre, una pequeña fortaleza amurallada cuadrada, con un patio interno, varias torres y un jardín adyacente. Luego la propiedad pasó a la familia Savelli, que la mantuvo hasta 1596. Ese año, por una deuda que la familia no pudo pagar al papa Clemente VIII, que gobernó la Iglesia desde 1592 a 1605, la propiedad pasó al pontífice, que, en 1604, la declaró patrimonio de la Santa Sede. Fue el primer núcleo de la residencia papal tal y como hoy la conocemos.
 
El Palacio Papal estuvo deshabitado desde 1870 hasta 1929. Después de tantos siglos, el papa Pío XI fue quien contribuyó a la restauración de los edificios y a la recuperación de los terrenos que habían permanecido en desuso durante tanto tiempo. Sólo hacía un año que el Papa había dispuesto que el Observatorio astronómico vaticano se trasladase a la residencia estival de Castelgandolfo, porque las luces de la capital eran demasiado fuertes para los astrónomos. Creó, pues, un moderno Observatorio dotado de tres nuevos telescopios y de un laboratorio astrofísico para análisis espectro-químicos.
 
Como en los años anteriores el Papa se había trasladado a Castelgandolfo, tras abandonar, el 30 de junio, los apartamentos pontificios en el Vaticano. Permanecería allí hasta el 30 de septiembre.


  
 
13 de septiembre, es domingo por la tarde
 
El Papa está rezando en la nueva capilla que mandó construir y en la que colocó una copia de la Virgen Negra de Czestochowa (Polonia). El Pontífice tiene especial predilección por esta imagen, sobre todo después de haber sido visitador apostólico y nuncio en Polonia.
 
Sumido en sus pensamientos, ante el encuentro que tendría lugar a la mañana siguiente no deja de recordar las lágrimas derramadas al tratar los asuntos de México y del movimiento cristero. Al igual que los obispos mexicanos, fue engañado por la clase política. Aquella, en verdad, fue una de las páginas más gloriosas e idealistas: miles de hombres, unidos a sus familias, con mucho que perder y poco que ganar, se habían alzado en armas contra un régimen totalitario para defender su fe cristiana, conscientes de que hacían la voluntad de Dios. Habían desafiado la muerte, la persecución y la pobreza por un ideal.
 
Como si fuese ayer mismo, recordaba aquel 11 de diciembre de 1925, cuando estampó su firma en la encíclica Quas Primas, donde proclamó solemnemente “el Reinado Espiritual y Temporal de Nuestro Señor Jesucristo, Reinado que abarca corazones y voluntades, pueblos y naciones, sujetando todo cuanto existe a Su suavísimo yugo”.
 
Él mismo no tuvo reparos, ante varios obispos de México, para reconocer que fue determinante el ejemplo de los mexicanos para establecer finalmente la fiesta universal de Cristo Rey.
 
No dejan de martillear en su cabeza los mismos argumentos que propuso a toda la Cristiandad. Era el mismo Verbo Encarnado quien así lo manifestó cuando dijo: "Me ha sido dada toda la potestad en los cielos y en la tierra" (Mt 28, 18). Era la propia historia del comienzo de la Iglesia, cuando en medio de la sangrienta arena del circo romano se escuchaba: "No hay otro rey que Jesucristo”.
 
Entra ya la última luz del atardecer y, al abrir la Biblia, sale a su meditación el texto paulino: “Por eso Dios lo engrandeció y le concedió el Nombre que está sobre todo nombre, para que ante el Nombre de Jesús todos se arrodillen, en los cielos, en la tierra y en todo lugar. Y todas las lenguas proclamen que Cristo Jesús es el Señor, para Gloria de Dios Padre”.
 
Había establecido esa fiesta en respuesta a los regímenes políticos ateos y totalitarios que negaban los derechos de Dios y de la Iglesia. El clima del que nació la solemnidad era el de la revolución mexicana, cuando muchos cristianos afrontaron la muerte gritando hasta el último aliento: “¡Viva Cristo Rey!”. La frase «Cristo reina» era la última profesión de fe: «Jesús es el Señor». El pasaje es el de la muerte de Cristo, porque es en ese momento cuando Cristo empieza a reinar en el mundo. La cruz es el trono de este rey. «Había encima de él una inscripción: ‘Este es el Rey de los judíos’». Aquello que en las intenciones de los enemigos debía ser la justificación de su condena, era, a los ojos del Padre celestial, la proclamación de su soberanía universal.
 
Embargado en todos estos pensamientos, el corazón del Pontífice late cada vez con más fuerza. Desde muchacho, el joven Aquiles había revelado un extraordinario vigor: de estatura media, macizo, era un gran andarín y, como muchos lombardos, un gran amante de la montaña y de las escaladas. Pero ahora era tal el sufrimiento ante la muerte martirial de tantos hijos fieles…
 
El grito, como santo y seña, de la persecución religiosa de México, había pasado a España. Al derramar su sangre frente a los fusiles y entre espantosos martirios, pero con el glorioso y valiente ¡Viva Cristo Rey!, unos y otros repetían con más vigor que nunca la petición que había salido de sus labios miles de veces: “Venga a nosotros tu Reino”.



(Famosas fotografías del fusilamiento del Beato Miguel Agustín Pro, sacerdote jesuita, fusilado el 23 de noviembre de 1927)
 
Así, los mártires de Cristo. Y Jesús, afirmando ante Pilatos: "Sí, yo soy rey". Declarando de Sí mismo la mayor verdad de su misión: había venido a establecer un reino, el Reino de Dios, que no tendría más límites que el mundo entero, y que después duraría para siempre, porque era un Reino que no tendría fin.
 
 
Mientras, España en guerra
 
En España la guerra había comenzado el 18 de julio de 1936, con el levantamiento de un grupo de militares, en las ciudades españolas que había en África. Desde entonces, hacía casi dos meses ya, tras la sublevación se desató, en la parte republicana, una persecución religiosa como nunca existió en la Historia de la Iglesia.
 
Los informes que llegaban a la Santa Sede hablaban de cómo los militares, alzados en armas contra el Gobierno del Frente Popular, deseaban por encima de todo restablecer el orden público y la seguridad ciudadana frente al caos de los primeros meses del Gobierno implantado a raíz de las elecciones del 16 de febrero de 1936. La anarquía era creciente (más de doscientas iglesias incendiadas y más de 400 muertos en las calles, entre febrero y junio del mismo año); y los socialistas radicales, juntamente con los comunistas, querían imponer la «dictadura del proletariado» al estilo de la Rusia soviética estalinista. Por su parte, los anarquistas querían subvertir el orden social en un programa radical nihilista, pues querían dinamitar el Estado para imponer la utopía de una sociedad sin autoridad estatal.
 
En las primeras manifestaciones de los militares alzados, no había habido alusión alguna al problema religioso ni a la institución de la monarquía. Sólo se quería garantizar el orden público para una mejor convivencia entre los españoles y para el fomento de la justicia social. Así pues, la sublevación militar se concebía como una especie de operación quirúrgica, como había sido la dictadura del general Primo de Rivera, para atajar el cáncer de la anarquía social.
 
Apenas transcurrido un mes desde el inicio de la guerra, confirmada con datos precisos la realidad martirial en la zona republicana de España, el Papa se apresuró, el 22 de agosto, a conceder a los sacerdotes seculares y regulares en la parte de España donde se producía la persecución, una excepcional gracia digna de las catacumbas: la de "celebrar el Santo Sacrificio sin ara sagrada, sin vestidos sagrados y usando, en lugar de Cáliz, un vaso decente de cristal". Para su debida divulgación, tal gracia fue comunicada en nombre del Papa al Superior General de los PP. Claretianos, el Padre Felipe Maroto, por medio del Cardenal Eugenio Pacelli. A su vista, estaban todavía las notas autógrafas del comunicado en que añadía preciosas palabras para los perseguidos:
 
Su Santidad, que con el corazón está junto a esos sus afligidos hijos, que con sus padecimientos y con su sangre están escribiendo una página gloriosa en la Historia de la Iglesia, les envía a ellos y a los fieles que juntamente sufren, una especialísima Bendición Apostólica que les consuele y les fortifique.
 
 
 


14 de septiembre, Palacio veraniego del Papa
 
Habían transcurrido tres semanas de aquello. Ahora el Papa concedía una audiencia a un grupo de unos 500 españoles, presididos por los obispos de Cartagena, Monseñor Miguel de los Santos Díaz Gómara; de Vic, Monseñor Juan Perelló y Pou; de Tortosa, Monseñor Félix Bilbao Ugarriza; y de Seo de Urgel, Monseñor Justino Guitart Viladerbó. Junto a ellos, los sacerdotes, religiosos y seglares prófugos se encontraban en la pequeña plaza situada enfrente de la Residencia pontificia. Curiosamente, durante el movimiento por la unidad italiana, después de 1870, este sitio había sido rebautizado como Plaza de la Libertad.
 
Lo que se veía, al correr las cortinas desde las estancias vaticanas, era una escena sobrecogedora: los españoles llegaban lívidos todavía, angustiados, como aturdidos. Iban vestidos con ropas prestadas, que a muchos les caían grandes y les daban un cierto aspecto fantasmal; habían visto la muerte muy de cerca, pero venían cantando el “Reinaré en España”, como en una auténtica peregrinación. Era emocionante ver aquello.
 
La Secretaría de Estado había hecho preparar e imprimir una traducción oficiosa española de la alocución, de la que fue entregado un ejemplar a cada uno de los asistentes. Algunos lo doblaban con delicadeza mientras lo guardaban como si de una reliquia se tratase… Embargados por la emoción, se disponían a escuchar las palabras del Papa. Dando un vistazo rápido a las hojas que recogían la alocución, enseguida se percataron de que ni una sola vez aparecía la palabra comunismo... Sin embargo, los ejemplos citados -Rusia, China, Méjico…- eran lo suficientemente expresivos: con la tragedia de esos países alineaba el Papa lo que estaba sucediendo en España.
 
Por fin Pío XI se asomó a la ventana y los peregrinos, entre lágrimas, estallaron en un gran aplauso. Tras corresponder a los saludos, comenzó la alocución. El Papa se compadecía de los peligros y sufrimientos pasados, denunciaba los horrendos crímenes cometidos contra personas y edificios eclesiásticos en la zona republicana, aludía de modo discreto pero inequívoco a los excesos que también se daban en la otra zona y no negaba su caridad a los mismos perseguidores de la Iglesia… Muchos no podían ni leer, pero percibían la cálida acogida en el tono de voz del Pontífice.
 
A Pío XI le interesaba sobremanera denunciar primordialmente los problemas padecidos por la Iglesia española.
 
Estáis aquí, queridísimos hijos, para decirnos la gran tribulación de la que venís, tribulación de la que lleváis las señales y huellas visibles en vuestras personas y en vuestras cosas, señales y huellas de la gran batalla del sufrimiento que habéis sostenido, hechos vosotros mismos espectáculo a nuestros ojos y a los del mundo entero (…).
 
Venís a decirnos vuestro gozo por haber sido dignos, como los primeros apóstoles, de sufrir pro nomine Iesu (“por el nombre deJesús”); vuestra fidelidad, mientras estáis cubiertos de oprobios por el nombre de Jesús y por ser cristianos. ¿Qué diría Él mismo, qué podemos decir Nos, en vuestra alabanza, venerables obispos y sacerdotes, perseguidos e injuriados precisamente por ser ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios?
 
Todo esto es un esplendor de virtudes cristianas y sacerdotales, de heroísmo y martirios; verdaderos martirios, en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra, hasta el sacrificio de las vidas más inocentes, de venerables ancianos, de juventudes primaverales, hasta la intrépida generosidad que pide un lugar en el carro para unirse a las víctimas que espera el verdugo.
 
Palabra por palabra, los españoles seguían aquellos ecos que hallaban justa resonancia en sus almas, como si ellas con toda la pesadumbre de unas horas espantosamente horribles se asomaran al mundo a dar gritos de alarma angustiosa, acusadora. El final de la alocución papal fue sobrecogedor:
 
 
Diríase que una satánica preparación ha vuelto a encender más viva aún, en la vecina España, aquella llama de odio y de ferocísima persecución manifiestamente reservada a la Iglesia y a la Religión Católica, como el único verdadero obstáculo para el desencadenamiento de unas fuerzas que han dado ya razón y medida de sí mismas, en su conato de subversión en todos los órdenes, desde Rusia hasta China, desde Méjico a Sudamérica.
 
Queremos no retardar más la Bendición paterna, apostólica, que habéis venido a pedir al Padre común de vuestras almas, al Vicario de Cristo. Bendición que vosotros, queridísimos hijos, tanto deseáis y que también vuestro Padre desea otorgaros. Bendición que vosotros tan largamente merecéis. Y como vosotros queréis, así también Nos queremos y hemos dispuesto que Nuestra voz que bendice se extienda y llegue a todos vuestros hermanos de sufrimiento y de destierro, que desearían estar con vosotros y no pueden. Sabemos cuán grande es su dispersión; quizás ha entrado también esto en los planes de la divina Providencia para más de un provechoso fin. Esta Providencia os ha querido en muchos lugares, para que vosotros en tantas y tan lejanas partes, con las señales de las tristísimas cosas que han afligido a vuestra y nuestra querida España y a vosotros mismos, llevéis el testimonio personal y vivo de la heroica adhesión a la fe de vuestros mayores, que a centenares y millares (y vosotros sois del glorioso número) ha agregado confesores y mártires al ya tan glorioso martirologio de la Iglesia de España; heroica adhesión que (lo sabemos con indecible consolación) ha dad0 incluso lugar a imponentes y piísimas reparaciones y a tan vasto y profundo despertar de piedad y de vida cristiana, especialmente en el buen pueblo español, que nos hace ver el anuncio y el principio de cosas mejores, y de más serenos días para toda España.
 
A todo este bueno y fidelísimo pueblo, a toda esta querida y nobilísima España que ha sufrido tanto, se dirige y quiere llegar Nuestra Bendición, como va e irá, hasta el completo y seguro retorno de serena paz, Nuestra cuotidiana oración...
 
 
En la explanada, bajo la atenta mirada del Papa que les impartía su bendición, los prófugos convertidos en verdaderos peregrinos no dejaban de llorar, persignarse repetidas veces y abrazarse unos a otros.
 
 
Seis meses después
 
Seis meses después de aquella audiencia, cuando todavía tendrían que pasar dos años enteros para que finalizara la guerra civil española, en sus habitaciones del Palacio Vaticano el Papa firmaba la encíclica Divini Redemptori, ataque frontal a los excesos del comunismo en el mundo y concretamente en España. Era el 19 de marzo de 1937, festividad de San José. Producidas ya las masivas matanzas de presos "sacados" de las cárceles de Madrid y de otras muchas poblaciones, y de los buques prisión amarrados en los puertos del Cantábrico y del Mediterráneo, en la encíclica se hacía referencia explícita a los mártires españoles con estas palabras:
 
El furor comunista no se ha limitado a matar obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas... sino que ha hecho un número mayor de víctimas entre los seglares de toda clase y condición, que, diariamente puede decirse, son asesinados en masa por el hecho de ser buenos cristianos.


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