Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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19,30 del 9 de agosto, a 9 km de Toledo

por Jorge López Teulón

Testigos de su sacerdocio
El Operario diocesano Juan de Andrés Hernansanz escribió en 1990 el martirologio de los Operarios Diocesanos. Con el título “Testigos de su sacerdocio” el autor nos acerca a la historia, la vida y la muerte de los 9 miembros de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos beatificados que murieron entre julio y octubre de 1936. Son los primeros meses de la sangrienta contienda que calcina España a lo largo de tres dolorosos años. La obra es a un tiempo biografía y libro de actas martiriales.


A estas horas es detenido en Cobisa (Toledo) el Beato Guillermo...
Beato Guillermo Plaza Hernández
Nació en Yuncos (Toledo) el 25 de junio de 1908, en una familia de fuertes raíces cristianas. Llevado por su vocación de consagrarse al Señor en 1920 hizo los estudios teológicos en la Casa de Probación que la Hermandad de Operarios Diocesanos tiene en Tortosa, recibió la Orden Sacerdotal el 26 de junio de 1932.
Hasta septiembre de 1935 ejerció el cargo de prefecto de disciplina en el Seminario Diocesano de Zaragoza, luego fue trasladado al Seminario Conciliar de San Ildefonso de Toledo. El 9 de agosto de 1936, en Cobisa (Toledo), fue detenido y fusilado por milicianos. El Beato Juan Pablo II, lo beatificó el 1 de octubre de 1995 junto a otros ocho sacerdotes de la Sociedad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, todos rectores y maestros en Seminarios.
La lista la encabeza el padre Pedro Ruiz de los Paños y la completan: José Sala Pico, Guillermo Plaza Hernández, Recaredo Centelles Abad, Antonio Perulles Estivill, Martín Martínez Pascual, José Pascual Carda Saporta, Isidro Bover Oliver, José Peris Polo; éste es un primer grupo de nueve beatificado, sobre un total de treinta sacerdotes de la Hermandad, absurdamente asesinados.
Dejemos a Juan de Andrés Hernansanz que nos narre el último día del Beato.
En el Seminario de Toledo
El Beato Guillermo Plaza, como superior del Seminario Mayor de Toledo, estaba en el Seminario cuando comenzó la revolución del 18 de julio de 1936. Convivió aquellos días, hasta el 22 de julio a las nueve de la noche, con los Beatos Pedro Ruiz de los Paños, José Sala y el Siervo de Dios Miguel Amaro. Estaban también en el Seminario don Jaime Flores Martín, don Tomás Torrente y los seminaristas Antonio Ancos y Ángel Rodenas.
Al salir del Seminario, el día 22 de julio de 1936, hacia las nueve de la noche, el siervo de Dios marchó, en compañía de los dos seminaristas, alumnos suyos, a la casa de doña Benita Miranda Carbonell, madre del seminarista Antonio Ancos Miranda, según la distribución que había hecho don Pedro Ruiz de los Paños.
Ya por el camino tropezaron con serias dificultades, como era de esperar en aquellos calamitosos momentos de verdadero pánico. El seminarista Antonio Ancos afirma: “Al llegar a la puerta de casa fuimos sorprendidos por tres milicianos de los que acababan de entrar en la ciudad, interrogándonos sobre quiénes éramos y adónde íbamos”. La respuesta era extremadamente delicada. Por eso, Antonio Ancos no dejó que hablara su superior, ya que don Guillermo hubiera dicho que él era sacerdote. Se adelantó inmediatamente a responder: “Yo les contesté que éramos seminaristas y que íbamos a mi casa. Uno de ellos preguntó a los otros dos si nos conocían, y éstos dijeron que sí, aconsejándonos que subiéramos a nuestro piso e hiciéramos lo posible para que nadie nos viera y supiera que estábamos allí”.
Entusiasmado por el martirio
El Beato Guillermo Plaza permaneció oculto en esa casa durante dieciocho días, que fueron de auténticos ejercicios espirituales, días de recogimiento y oración y de animar a todos al martirio.
Continúa diciendo Antonio Ancos: “Desde la noche del 22 de julio al 9 de agosto don Guillermo permaneció en mi casa, siempre lleno de ánimo y entusiasmo por el martirio, inculcando a todos los que con él convivíamos la esperanza de que no había de pasar nada y de que habíamos de estar alegres y contentos, si teníamos la suerte de ser escogidos para el martirio, por lo que en varias ocasiones repetía, a la hora de comer, que había que comer mucho para tener mucha sangre para derramarla por Cristo”.
Tanto a Antonio Ancos como a su madre impresionó mucho esta frase de don Guillermo, que repiten varias veces en su testimonio.
El entonces seminarista Ángel Rodenas Montañés coincide en su declaración: “Yo salí del Seminario con don Guillermo Plaza y el entonces seminarista Antonio Ancos, todos vestidos de paisano. Nos dirigimos al domicilio de la madre del referido Antonio Ancos, sita en la calle de Santo Tomé, de la ciudad de Toledo. Allí estuvimos refugiados, y la vida que con nosotros hacía don Guillermo era de recogimiento y continua oración, como preparación para el martirio que preveía”.

Queriendo salvar a don Guillermo
Era la intención de la buenísima madre de Antonio Ancos. Ciertamente corrían mucho peligro si estaban los tres en la casa. Ángel Rodenas pudo salir el día 6 de agosto de 1936. Estuvo en la cárcel dieciocho meses por ser seminarista. Pero todavía era muy peligroso que don Guillermo permaneciera en aquella casa con el seminarista Antonio Ancos. Era peligroso para todos, ya que quien ocultaba a un sacerdote tenía pena de muerte.
Declara doña Benita Miranda:
Ante el peligro que suponía que estuvieran los tres juntos en una misma casa, estábamos gestionando la forma de que don Guillermo fuese a otra casa, cuando me trajeron una carta de mi hermano José Miranda, que vivía en el pueblo de Cobisa, ofreciéndome su domicilio para que a él fuese mi hijo Antonio y se librase más fácilmente de la persecución.
Ante este ofrecimiento, queriendo yo librar, sobre todo, a don Guillermo, dije al miliciano que traía la carta, llamado Leopoldo, que en lugar de irse con él mi hijo Antonio iba a acompañar a un compañero suyo de Seminario. El miliciano me prometió y me dio palabra de honor de que no le pasaría nada y de que le conduciría a casa de mi hermano”.
Sólo que no debía fiarse mucho, pues sigue testificando: “El miliciano Leopoldo le condujo a casa de mi hermano, y fue al Ayuntamiento y dijo: ´En casa de José Miranda os he dejado un buen pez´”. De este modo salió el siervo de Dios de la casa donde había vivido oculto durante dieciocho días. Allí se enteró de que habían matado a los siervos de Dios Pedro Ruiz de los Paños y José Sala.
(Esta fotografía muestra el sacrilegio que sufrió el "Cristo" de la calle Santo Tomé de Toledo, destrozado hace 75 años por los milicianos. De la cruz solo penden los brazos de la talla.)
 
Iba con mucho recogimiento
Dice doña Benita Miranda: “Así salió don Guillermo de mí casa el día 9 de agosto de 1936, hacia las cuatro de la tarde, camino de Cobisa, acompañado del referido miliciano y de la esposa de éste… Yo les vi por una ventana, y don Guillermo iba con la cabeza baja y con mucho recogimiento. Sabía que iba al martirio. Considero que don Guillermo Plaza estaba bien preparado para el martirio. Estaba creído que le matarían. Me dijo que él se iba con Dios”.
Sabía adónde iba y sabía cómo debía ir: con mucho recogimiento, para el encuentro definitivo con el Señor.
Llega a Cobisa
El miliciano Leopoldo cumplió perfectamente la primera parte de su compromiso: llevar a don Guillermo a la casa del hermano de doña Benita Miranda, que vivía en el pueblo de Cobisa. Don Guillermo no podía ocultar que era sacerdote. Se le notaba a la legua. Quizá tampoco lo intentaba. Además, como destacaba tanto, quien lo había visto una vez, lo reconocía, aunque fuera vestido de paisano. Y eso le ocurrió en Cobisa.
Al bajar del camión había bastante gente en la plaza del pueblo, y a una joven, con la mayor ingenuidad del mundo, sin ninguna mala intención, se le escapó decir en voz alta que ella se había confesado con este sacerdote en el Seminario. Era suficiente para que los esbirros que andaban a la caza de sacerdotes se pusieran en estado de matones.
Probablemente la joven quedó desconcertada cuando supo que habían asesinado a don Guillermo, y quería decir que ella lo había descubierto. Claro, que lo descubría su recogimiento y su bondad. Una bondad que llegó a impresionar a los mismos asesinos.
Entró en la casa de doña Isabel, tía del seminarista Antonio Ancos y la saludó en nombre de su cuñada, “y me dijo si podía estar allí hasta que pudiese ir con sus padres. Desde el primer momento me dijo que era sacerdote y que, por ello, corría mucho peligro su vida, aunque iba vestido de paisano”. Aquella señora era buena a carta cabal. Sabía a lo que se comprometía, porque todos en la zona roja habían escuchado los bandos de que se condenaba a muerte a todo el que ocultara un sacerdote en su casa. “Yo le dije que mi marido no estaba en casa, pero que, para favorecerle, era igual. Le invité a quedarse en casa y a que tomara un vaso de leche”. Cuando ya iba a terminar de tomar el vaso de leche llamaron a la puerta, resultando ser el alcalde del pueblo y un miliciano. Ya había surtido efecto el «chivatazo» de nuestro buen Leopoldo, el miliciano. Aquella gente no perdía tiempo, si había que matar «curas».
“Me preguntaron, al ver en la habitación a don Guillermo conmigo, que quién era aquel señor. Entonces don Guillermo les contestó lo siguiente: -Esta señora no me conoce, porque he venido a hacerle una visita. El alcalde le dijo: -Nosotros sabemos que usted es sacerdote; pero no venimos a hacerle ningún daño. Sólo queremos que usted no se marche de aquí, porque, si usted se marcha, esta señora es responsable.
Entonces don Guillermo les contestó: -No me marcharé, y cuando vengan, aquí estaré; que yo no quiero hacerles ningún daño a los dueños de esta casa.
El alcalde le dijo: -No queremos hacerle ningún daño, sino sólo entregarle a las fuerzas que van a entrar en el mando.
Don Guillermo contestó: -Sí, a los que vengan para asesinarme.
Y entonces se fueron el señor alcalde y el miliciano.
Ya sí que no le cabía duda alguna de que lo iban a matar. Y sólo quiso prepararse más aún para la muerte. Don Guillermo entonces me dijo si podía quedar solo para hacer sus oraciones; con mucha serenidad se puso de rodillas delante de un cuadrito de la Virgen de las Angustias, que tenía yo en la habitación, y yo me retiré.
 
El poder de las tinieblas
Ya tenían la presa a cobro. Ya sentían el gozo de asesinar a un sacerdote más, puesto que no querían dejar ni uno solo con vida. Antes de haber pasado una hora, siendo aproximadamente las siete y media de la tarde, sin que todavía hubiera oscurecido, llegaron unos cinco milicianos rojos y muchos chiquillos y, estando yo en el patio, pasaron a la habitación en la que se encontraba don Guillermo, sin pedir permiso a nadie, y a mí no me dejaron entrar. Lo encontraron orando, como Judas y el tropel de soldados encontró a Jesús en el Huerto de la Agonía. Lo encontraron de rodillas. Era el único modo de ponerse un poco al nivel de aquellos pobres enanos de espíritu. E inmediatamente se lo llevaron. “Le sacaron al patio delante de ellos, y pidió permiso para despedirse de mí y, haciéndolo, me dio la mano y me dijo: -Hay que sufrir, señora, con mucha paciencia”.
Él no hizo resistencia alguna y marchó delante de ellos.
 
Amad a vuestros enemigos
El lugar escogido es la población de Argés, a 9 km de la ciudad Imperial. Aunque ha pedido despedirse de su madre en Yuncos, no le han dejado; sin embargo, la providencia de Dios hace que madre e hijo se encuentren en el cielo, pues la madre de don Guillermo muere el mismo día del martirio de su hijo. La madre no ha soportado el sufrimiento de estos días…
El Beato Guillermo Plaza sólo preguntó quién le iba a matar, para besarle la mano, como signo de perdón y para agradecerle el gran beneficio que, sin saberlo, le hacía por medio del martirio. La esposa del guardia civil Manuel Barrera presenció desde muy cerca toda la escena del martirio de este Beato, y dice que “éste, unos instantes antes de ser fusilado, preguntó quién era el que iba a dispararle y manifestó deseos de besarle la mano en señal de perdón, mas los milicianos dispararon inmediatamente contra él sus fusiles con verdadera saña, dejándole materialmente acribillado a balazos”.
Según confesión de los tres milicianos, que se declararon miembros del pelotón de ejecución, “del momento de la ejecución me dijo uno de los milicianos que don Guillermo había sacado un Cristo, o sea, un crucifijo, y preguntó quién de ellos iba a dispararle para besarle la mano, y después se puso de rodillas y les dio la bendición con el crucifijo, sin que pudiera terminar de dársela, porque dispararon sobre él todos los componentes del grupo”.
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