Sábado, 20 de abril de 2024

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De la dignidad del suicidio de Salvador Allende

por Luis Antequera

 
            En Chile, una minuciosa investigación ha determinado con carácter al parecer definitivo e incontestable, que el ex-Presidente Allende se suicidó en el mismo momento en el que se producía el golpe de estado que terminó con su Gobierno el día 11 de septiembre de 1973. “Estamos en condiciones de poder asegurar que se trata de una muerte violenta de explicación médico legal suicida, y para ello no tenemos absolutamente ninguna duda”, aseguró el experto español Francisco Etxevarría, quién añadió: “la lesión que existe en el encéfalo se produjo como consecuencia de un disparo con arma de fuego, con un fusil que estaba prácticamente apoyado en la mandíbula, en la parte inferior, en el mentón”.
 
            Otro experto, el británico David Pryor, explicaba que “hay evidencia de dos balas”, de las cuales sólo una ha sido encontrada, si bien añade que al estar el arma, un fusil AK-47 regalo del dictador cubano Fidel Castro, en posición automática, esto permite disparar varias balas por segundo, dos de las cuales son las que habrían perforado el encéfalo del Sr. Allende.
 
            Lo que más me ha sorprendido de la noticia no ha sido, sin embargo, nada relativo a la muerte del Sr. Allende, sino la respuesta de su hija al conocer la noticia, hablando de “la dignidad del gesto del presidente”.
 
            Las declaraciones honran a su hija que, como buena hija que es, busca justificar el acto de su padre. Pero lo cierto es que un suicidio no es nunca “un gesto”, y menos aún, un gesto caracterizable por la dignidad. En otras palabras, el suicidio no es nunca “digno”. Podrá ser un acto desesperado, y en cuanto desesperado, si no justificable, sí, al menos, excusable. Podrá ser un acto de pragmática autodefensa, cuando se espera una muerte segura, inmediata y más cruel que la que el suicidio proporciona, y por ello, excusable también. Podrá ser, y casi siempre es, un acto irracional, cometido por una persona que no se halla, de manera transitoria o definitiva, en sus cabales, por lo que debe ser acreedor de nuestra piedad y de nuestra misericordia. Para calificar un suicidio precisamente como “digno”, sólo se me ocurre un caso: el que lo cometiera para salvar la vida de otra persona (“o te pegas un tiro o matamos a tu hijo”, por ejemplo). Pero nada más.
 
            Conozco el caso de un almirante argentino que, en lo que sí me parece fue “un gesto de verdadera dignidad”, hizo lo contrario que Allende, a saber, rechazar la “invitación” que se le hizo a suicidarse, aún a pesar de encarar una pena de muerte y una degradación pública, ya saben Vds., esa pena tan teatral que consiste en poner a un oficial frente a todos sus hombres y uno por uno, ir despojándole de todos los galones y condecoraciones que luce su uniforme: lo peor por lo que puede pasar un militar, lo que le ocurrió a Petain. Aunque ésta última sí, la primera, gracias a Dios no fue ejecutada, y las tornadizas circunstancias de la historia permitieron al almirante en cuestión culminar una vida aún larga que, como cualquier otra, junto a momentos de pena y frustración, tuvo también momentos de grandes alegrías, de grandes éxitos y de gran felicidad.
 
 
 
 
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