Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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El prefacio I de Navidad

por Javier Sánchez Martínez

 
Como creo que ya se ha asimilado suficientemente en Adviento, la liturgia es también sus textos, plegarias que expresan la fe de la Iglesia y que conforman y alimentan el espíritu verdaderamente cristiano. También conocer la Natividad del Señor, este ciclo de la Manifestación-Aparición de Dios, es penetrar en sus textos eucológicos, meditarlos, interiorizarlos. En este caso, con los prefacios: ¡qué preciosa teología de la Navidad, de la Luz, de la Bondad de Dios, de la Revelación, del diálogo, de la autocomunicación libre de Dios!
 
El Prefacio I de Navidad canta:
 
Porque, gracias al misterio de la Palabra hecha carne,
la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos
con nuevo resplandor,
para que, conociendo a Dios visiblemente,
él nos lleve al amor de lo invisible.


Por eso, con los ángeles y los santos... Santo, Santo, Santo es el Señor...
 
“Gracias al misterio de la Palabra hecha carne”. 
 
Siempre es un Misterio: Dios se hace carne, asume lo humano porque lo que no es asumido no es redimido. Lo asume todo: alma, memoria, inteli-gencia, voluntad, conciencia, sensibilidad, cuerpo, mortalidad... ¡El Hijo Eterno del Padre!, Él es consustancial al Padre y consustancial a nosotros: Dios y Hombre, mediador y Salvador. Ante el Misterio de la Palabra hecha carne, sólo el silencio y la adoración.
 
“La luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos”. 
 
La gloria de Dios es su Presencia santificadora; Aquel que proclamó “Yo soy la luz del mundo” es capaz de disipar las tinieblas de nuestro mundo. En su nacimiento quedamos deslumbrados: todo es luz, gracia, Presencia, santificación de nuestra naturaleza humana. Dios se muestra en su esplendor, su luz lo llena todo, la creación se renueva, el alma se transfigura por la luz de su gloria.

“La luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor”. 
 
No era la primera vez que se manifestaba la gloria del Señor, sus distintas “epifanías”, manifestaciones: con Abraham, con Moisés, con el pueblo, en el Sinaí, en el Templo, con Elías, etc., pero nunca con tanta fuerza, con tanta belleza, con tanta soberana majestad que en la carne –recién nacida- del Verbo. Es nueva la luz, es nueva la Presencia: es el mismo Dios.

“Para que, conociendo a Dios visiblemente”. 
 
Dios deja de ser un enigma, alguien inalcanzable o lejano o misterioso, que provoque terror. Dios se va dando al hombre progresivamente, se acerca al hombre, y el hombre –en el ayer histórico del Nacimiento, en el hoy de la liturgia- puede ver a Dios, ver, oír y tocar la Palabra de la Vida. Irresistiblemente cercano, estamos viendo al Señor. Conocíamos a Dios por las obras de la creación, por la estructura íntima del alma humana pero ahora el modo de conocimiento es nuevo y superior: Dios, hecho hombre, habla con voz humana, palabras divinas en lenguaje humano.
 
Quien tenga tiempo, podría ampliar la meditación de este punto releyendo los primeros números de la Dei Verbum, Constitución dogmática sobre la revelación, del Concilio Vaticano II: ¡una preciosidad!


“Conociendo a Dios visiblemente, 
él nos lleve al amor de lo invisible”. 
 
El Invisible se hace visible para elevarnos al amor de lo invisible; el Misterio se hace cercano para llevarnos a Él, atraernos a Él, trascendernos; Dios asume lo humano para que el hombre sea divinizado; el Verbo se humilla para que la humanidad –humillada por el pecado- sea enaltecida a la Gloria. Cristo es el Camino de divinización, de santificación: lejos quedará el sentimentalismo viendo el nacimiento; lejos el moralismo de pensar que Él se ha hecho hombre para que seamos buenos y “nos comprometamos” con no se sabe bien qué causas filantrópicas. Nos lleva al amor de lo invisible, a elevar el corazón, penetrar en el Misterio, caminos de interioridad, de belleza nueva, de cielo que ha nacido en la tierra.
 
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