Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Cortes de Cádiz: nada que celebrar

Cuando mayor es su desprestigio, la casta política acaba de escenificar una puesta en escena a medio camino entre la zarzuela de época y el carnaval gaditano con motivo del bicentenario de la inauguración de las "Cortes de Cádiz" (24 de septiembre de 1810).

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Ensayos para la celebración del bicentenario

Mientras los buenos patriotas luchaban y morían combatiendo a las huestes napoleónicas, en Cádiz, a recaudo de las balas, unos cuantos españoles imbuidos de la ideología sustentada por los ejércitos enemigos iban fraguando unas leyes contrarias a los principios del derecho público cristiano y a nuestras tradiciones.
 
Los españoles de hoy, aleccionados por más de un siglo de conmociones y luchas intestinas que comenzaron con las Cortes de Cádiz y que remataron en la catástrofe de 1936 no deberían dar crédito a las soflamas de socialistas y liberales hermanados en la falsificación de nuestra historia.
 
¿Bicentenario de las Cortes de Cádiz? No hay nada que celebrar, pero con palabras del historiador Santiago Galindo Herrero recordamos el episodio en el que se hizo patente la división entre los innovadores y aquellos que aspiraban a defender la idea fecunda de una tradición viva, siempre fluyente.
 
"Las circunstancias históricas de las Cortes de Cádiz son bien conocidas. El hecho de que la familia real se encontrara fuera del territorio nacional hizo necesario que se arbitraran fórmulas para la gobernación del país. Constituida la Junta Central, se pidió repetidamente que reuniera las antiguas y tradicionales Cortes de los Reinos, no convocadas desde hacía muchos años. Nada mejor prueba el espíritu de los peticionarios que este párrafo de una de las solicitudes:
 
Antes, Señor, que la nación española conociera las dinastías extranjeras de Austrias y Borbones, frecuentemente se convocaban las Cortes: las Universidades, las guerras contra los moros, la imposición de algún nuevo tributo; bastaban sólo para llamarlas: ellas contribuyen a dar a los españoles aquel carácter grande que llenó de sus hechos la historia del siglo XVI y la falta de ellas o su reunión rara y servil, con el concurso de otras causas, hizo desmerecer a nuestra Patria del ápice a que había llegado en Europa, y de ser temida y respetada al desprecio y nulidad que no debía”.


Entre la crisis económica y la corrupción la casta política reivindica las Cortes de Cádiz
 
El anómalo proceso de convocatoria
A la muerte del que fue presidente de la Junta Central, Floridablanca—30 de diciembre de 1808—, quedó sin resolver el problema del llamamiento y constitución de las futuras Cortes. Quienes eran adictos a la Monarquía tradicional, creían que las Cortes no debían actuar más que para defender el territorio y restaurar los antiguos usos, fueros y costumbres españoles. Los amigos de Jovellanos, los llamados templados, opinaban que debían llamarse para restablecer la antigua Constitución española y completarla en cuanto le faltara o hubiera caído en desuso. Por último, los más extremistas querían que se sentaran las bases de un régimen constitucional bajo el trilema revolucionario (Libertad, Igualdad, Fraternidad).
 
Tras oír distintos consejos y dictámenes, la Junta de Regencia hizo, al fin, el llamamiento de Cortes sin distinción de brazos y para una sola Cámara. Los extremistas liberales, con una diligencia muy característica, habían conseguido, cuando se reunieron las Cortes, llevar a los escaños una mayoría que les haría fácil la victoria legislativa, aun en contra de aquellos ideales por los que el pueblo combatía en las trincheras, sin atender a la forma en que, en la retaguardia, se organizaba la paz.
 
Todos los documentos de la guerra de la Independencia respiran la misma atmósfera de odió al extranjero y exaltación de lo español, lo mismo las proclamas que los sermones, los periódicos que los discursos. Lo español era lo que hasta entonces habían vivido los españoles de 1808: el rey, la religión, la Monarquía, las tradiciones bajo las cuales vivían hasta la entrada de los franceses; lo extranjero era lo que se oponía a aquel estado de cosas: Napoleón y Francia revolucionaria, el anticlericalismo, el escepticismo religioso, las mudanzas fundamentales con que amenazaba el triunfo o la aceptación del invasor; no carece de sentido el que se motejara de herejes a los soldados de Napoleón, y no puede explicarse como un simple medio de propaganda o como consecuencia del fanatismo; fue sencillamente que no se concebía que pudieran profanar las iglesias hombres que no fueran herejes, y de aquí que, además del sentimiento patriótico de la independencia, hubiese en el fondo de la resistencia española un motivo religioso, que fue como el nervio de la guerra” (Federico Suárez Verdeguer).
 
La obra de las Cortes
Pese a ello, la legislación que las Cortes aprobaban tenía un signo totalmente contrario. Hacia el 14 de oc­tubre de 1810, con motivo de la discusión sobre la li­bertad de imprenta, se inicia la división en la Cámara. Las principales figuras del grupo realista fueron Francisco Gutiérrez de la Huerta, diputado por Sevilla; Francisco Javier Borrull, representante de Va­lencia; Felipe Aner, catalán; Jaime Creus, también diputado por Cataluña; Pedro Iguanzo, después obis­po de Zamora y arzobispo de Toledo; Alonso Cañe­ro, más tarde obispo de Málaga; Vicente Tenreiro, diputado por Cádiz; Francisco Morras, por Cataluña; Francisco de S. Rodríguez, de la Bárcena, representante de Sevilla; Juan Morales Galledo, igualmente sevi­llano; Blas Ostolaza, representante de Cádiz, y Fran­cisco Mateo Anguiano, Obispo de Calahorra. La Es­paña afrancesada y reformista, heterodoxa, encontró sus primeros núcleos de organización en las logias ma­sónicas, según el propio Alcalá Galiano.

Casado del Alisal: Sesión de inauguración de las Cortes y juramento de los diputados (24-septiembre-1810)

La obra de las Cortes de Cádiz se centra en la Cons­titución promulgada el 19 de marzo de 1812, día de San José, por lo que fue llamada la Pepa. De ella dijo San Miguel: “Tómese la Constitución del año 1812 por donde se quiera, y no se verá más que diso­nancia y un germen perpetuo de pugna, de celos, de rivalidades entre los poderes y autoridades del Estado. Dos veces se ha ensayado en el espacio de veinti­cuatro años y en ambas no se ha hecho más que tras­tornar el orden político y reducirle a la situación más deplorable”. Las declaraciones principales del cuerpo legal eran: la nación española, reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, es libre e indepen­diente, y no puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona; la soberanía reside esencialmente en la nación y, por lo mismo, pertenece a ésta exclusiva­mente el derecho de establecer sus leyes fundamentales; el gobierno de la nación española es una Monar­quía moderada y hereditaria; la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el rey, y la de aplicarlas en los Tribunales. Reconocía el derecho de libertad de imprenta y el de reunión. Las Cortes abo­lieron el tradicional voto de Santiago, suprimieron el Tribunal de la Inquisición y siguieron una, política sectaria, obligando a los españoles a aceptar las doc­trinas liberales. Como prueba de ello puede citarse el establecimiento obligatorio de una Cátedra de “Cons­titucionalismo” en el Seminario nacional de Monforte.


El extremeño Pedro de Quevedo y Quintana (1736-1818), Obispo de Orense y Presidente del Consejo de Regencia. Desterrado por las Cortes de Cádiz
 
La alternativa: el manifiesto de los persas
El regreso de Fernando VII a España, tras el final de la guerra con Napoleón, tuvo como principal consecuencia la reacción de los elementos realistas contra el liberalismo. Animados por la presencia del monarca quisieron mantener una lucha abierta, que tuviera como consecuencia el triunfo de sus ideas sobre el absolutismo heredado de Carlos IV y sobre el afrancesamiento político e intelectual de las Cortes de Cádiz. Si el rey defraudó sus esperanzas no comprometió la causa de los realistas con tal actitud, ya que Fernando gobernó utilizando las intrigas de la “Camarilla”, reflejo vacilante de los “favoritos” de sus antecesores en el Trono.
 
El documento más importante de esta época es, desde luego, el Manifiesto de los persas, llamado de tal forma por comenzar así: “Era costumbre en los antiguos persas pasar unos días en la anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligara a ser más fieles a su sucesor”.
 
Está firmado en abril de 1814, y parece que fueron sus autores Bernardo Mozo de Rosales —diputado por Sevilla—, que lo presentó al rey, y Pérez Villamil. Fue firmado por sesenta y tres diputados realistas. Suárez Verdeguer afirma que el documento es de tanta importancia para los realistas como fue para los liberales la Constitución de 1812. Pero el valor del documento para la actuación práctica del monarca fue totalmente nulo, ya que Fernando VII, que prometió en Valencia gobernar con Cortes, según los antiguos usos y costumbres, no hizo sino continuar el camino de su padre, que tantos males había supuesto.
 
Los ideales principales del Manifiesto de los persas son: Convocatoria de nuevas Cortes en la forma en que habían razonado—con arreglo al criterio tradicional de los antiguos reinos—; remediar los defectos del despotismo ministerial; corregir los defectos de la administración de justicia; arreglo igual de contribuciones para los vasallos; libertad y seguridad e las personas; cumplimiento de las leyes dictadas por los reyes con las Cortes; funcionamiento de los jueces y tribunales con arreglo a ellas; rendición de cuentas por parte de todos los que habían manejado fondos públicos durante la guerra; completar los efectos del Ejército y equipararlos; premiar a quienes habían contribuido a libertar a España de la opresión del tirano; precaver la seguridad nacional contra los que hubiesen cometido delitos contra la integridad nacional; investigar los fines por los que se había procurado dejar indefensa la nación, sigilando el verdadero estado de las fuerzas. Pedían, por fin, la celebración de un Concilio que arreglase las materias eclesiásticas y preservase intacta la fe católica.
 

De 1814 a 1820, Fernando VII no hizo nada por cumplir este programa esbozado por sus más fieles servidores. Continuó indiferente a todo lo que no fuera su propia comodidad y regalo, por lo que disgustó a todo el pueblo: a los realistas, al no haber seguido sus consejos; a los liberales, por el absolutismo de que hacia gala y por haber dejado incumplida la Constitución de 1812. No es, pues, extraño que en 1820 Riego se alzara en Cabezas de San Juan para proclamar de nuevo el citado Código político, que se apresuro a jurar el Deseado Fernando, con su célebre “Marchemos todos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. El liberalismo en el Poder anuló la debilitada voluntad regia, haciendo gala de un extremismo desaforado".

Publicado en: Santiago Galindo Herrero, Breve historia del Tradicionalismo español, Publicaciones Españolas, Madrid, 1956, pp.13-20

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