Jueves, 28 de marzo de 2024

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¡Tarde te amé!

por Juan del Carmelo

           ¡Tarde te amé! Es esta la exclamación que emplea San Agustín, en su libro de las “Confesiones”.  Y a esta exclamación, añade una bella alabanza también exclamando: ¡Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Es una amarga exclamación, que le hace a él lamentarse del tiempo perdido, porque a su juicio el que le resta, sea este mucho o poco, no lo considera suficiente para amar más profundamente, para amar al Señor con la intensidad que él deseaba. Porque no olvidemos que el desarrollo de la vida interior de un alma esta siempre necesita tiempo, ya que en la vida espiritual para avanzar hay que perseverar, y la perseverancia es un producto del tiempo. A mayor paso del tiempo, siendo fiel a un solo amor, este irá siempre  creciendo. Y este principio, es aplicable no solo al amor que queremos tenerle al Señor, sino también inclusive al amor puramente humano, ambos necesitan del tiempo para crecer, ambos son una delicada planta que hay que estar siempre cuidando con perseverancia.

 

            Nuestro Señor en más de una ocasión, nos pone de manifiesto la necesidad de perseverar. Así, tenemos una clara y directa alusión a la necesidad de perseverar, cuando nos dice: “Con vuestra perseverancia salvareis vuestras vidas”. (Lc 21,19). En otras palabras, carecen de perseverancia aquellos que coquetean con la tentación y que en su vida interior entran y salen alegremente del estado de gracia, apartándose del redil una y otra vez, jugando a bordear el peligro. Desde luego que eso, no es perseverar, no es atender la petición que el Señor nos hizo, cuando nos dijo: “Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí”. (Jn 15,4). Y el logro de esta perseverante permanencia se consigue por la oración y por ello también nos dejó dicho: “…, conviene orar perseverantemente y no desfallecer”. (Lc 18, 1).

 

            También las epístolas del N. T. en la Carta a los hebreos podemos leer: “Debemos correr con perseverancia en la prueba que se nos propone”. (Heb 12, 1). Y San Pablo asimismo nos escribe: “Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchen”. (Tm 4,16). Nuestra personal salvación, es algo muy serio para cada uno de nosotros y no creamos que es algo muy fácil, a tenor de las edulcoradas interpretaciones de los evangelios y de los escritos de los apóstoles, que uno oye muchas veces, incluso de personas a las que se les reconoce unos determinados conocimientos y autoridad y que, quizás de una buena fe equivocada, para no perder la clientela, difunden interpretaciones edulcoradas, apartándose de la doctrina tradicional de la Santa Madre Iglesia. Es conveniente hablar con claridad y que los fieles lean de por sí las palabras  evangélicas y juzguen lo que el Espíritu Santo les mocione.

 

            La salvación, solo está en manos de las almas que perseverantemente amen al Señor. Sin amar perseverantemente al Señor no cabe posibilidad de pasar la prueba a la que estamos aquí convocados. Y para amar perseverantemente al Señor, hemos de tener presente una serie de idea en la que confluyen muchas doctas opiniones.

Así el Abad Benedikt Baur, escribe diciéndonos que el Señor nos señala: “Perseverad en mi amor”. El Señor, tan solo tiene un temor: que queramos sustraernos a su amor. Esto le dolería infinitamente. Por eso nos suplica que le dejemos que nos ame, que le permitamos que nos haga participantes  de su vida y de su gloria”.

Jean Lafrance, escribe: “La perseverancia consiste en esencia en volver a emprender incansablemente el camino, suceda lo que suceda, después de cualquier tormenta o de cualquier periodo de flojedad…. Es una virtud profundamente humilde; recíprocamente la humildad es profundamente perseverante, no se desanima jamás. El orgullo es el que se desanima sólo él”.

El que persevere en el amor al Señor, ha de tener también presente que el maligno, no está nunca dispuesto a facilitar la labor, por ello Nemeck y Coombs escriben “La perseverancia no puede darse solo a fuerza de voluntad. Es una fuerza otorgada por Dios, para que seamos capaces de cumplir lo que nos ha encomendado. La perseverancia, es pues señal de la amorosa presencia del Señor en nuestro caminar”. Y ya sabemos que cuando el Señor desea que un alma ejecute un trabajo o labor, automáticamente le otorga las fuerzas y gracias necesarias para el cumplimiento del cometido de que se trate. Decía Santa Teresa de Jesús: “Al que persevera Dios no le niega su gracia”.

 

Pero distingamos entre dos conceptos que pueden parecer similares y realmente son opuestos, se trata de la perseverancia y de la rutina. La repetición continuada de una serie de actos, circunstancias o hechos en la vida humana, genera una serie de fenómenos o reacciones negativas, como la rutina, la monotonía, el hábito negativo o el vicio, la impaciencia o la apatía. Pero también se generan reacciones positivas, como la paciencia, la constancia, la fidelidad el hábito positivo o la virtud, y la perseverancia.

 

La rutina al igual que el hastío espiritual, son dos peligros que acechan al alma que persevera en la fidelidad y el amor al Señor.  Para San Josemaría Escrivá la rutina era el verdadero sepulcro de la piedad. Se presenta frecuentemente disfrazada con ambiciones de realizar o emprender gestas importantes, mientras se descuida cómodamente la debida ocupación cotidiana. Las cosas que se repiten se gastan y las cosa que se gastan cansan. Cuando algo pierde el asombro de la novedad, aparece la rutina. En las antiguas sacristías de las iglesias del Carmelo había escrito un letrero que decía: “Celebra cada misa como tu primera misa, como tu única misa, como tu última misa”. De las tres clases de oraciones que podemos practicar: oral, mental y contemplativa, es la oral en la que más peligro se corre de incurrir en la rutina. El Santo cura de Ars, comentaba: “Algunos van a misa pero apenas están en ella cuando ya querrían salir, si van es porque es domingo, porque van los demás. Si no fuera domingo no se les vería en la Iglesia. Lo que nos lleva a ella, más que la religión, es la rutina”.

 

El hastío espiritual, es una forma concreta de desesperanza, de perder o debilitarse en un alma la virtud de la Esperanza. Para Mons. Schönborn el hastío espiritual tiene mucho que ver con el amor propio decepcionado. Es un vicio que nace con la pérdida de energías espirituales y en la medida en que estas  dejan de ser cultivadas, se inicia un peligroso repliegue en una verdadera espiral de muerte, hacia la inhibición y la atrofia de la vida espiritual. San Agustín nos previene contra el hastío espiritual, diciendo: “Habiendo salido libre de otros peligros, cuida de que no sea la causa de tu ruina el tedio y fastidio de las cosas espirituales”.  

 

Por último señalaremos que fidelidad y perseverancia son términos asociados, son dos términos complementarios. Fidelidad expresa la condición de ser fiel, y ser fiel equivale, cuando se trata de personas, a ser exacto o igual a alguien. Ser fiel al Señor, es tratar de asemejarse a Él, y para semejarse a ÉL, hay que amarle, pues como dice San Juan de la Cruz, el amor asemeja. Pero la fidelidad necesita una proyección en el tiempo, y es entonces cuando surge el término perseverancia. El papa Juan Pablo II, en una de sus múltiples viajes, concretamente en uno a México, dijo: “Toda fidelidad debe de pasar por la prueba más exigente: la duración... Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y solo puede llamarse fidelidad a una coherencia que dura toda una vida”.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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