Viernes, 19 de abril de 2024

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Obispos y nacionalismo: suma y sigue

por Angel David Martín Rubio

Es bien conocido el respaldo de obispos como Sistach y Vives a las tesis más radicales del nacionalismo catalán en su versión estatutaria. También son recordadas iniciativas como las de Blázquez, Asurmendi, Uriarte e Iceta en homenaje a los clérigos que apoyaron la causa roja en 1936.

Cuando hay bienes por medio, la cosa adquiere ribetes cómicos. Como ocurre en el caso del patrimonio artístico reclamado al Obispo de Lérida por el de Barbastro-Monzón que el primero se niega a devolver, de acuerdo con las consignas catalanistas, al tiempo que la Santa Sede mantiene a ambos prelados en sus puestos: al desobediente y al agraviado.

De verdadera tragedia son otros casos como el del Obispo Gaillot, destituido por Roma de su diócesis de Evreux pero que se sigue paseando por el mundo en su condición de Obispo de Partenia (in partibus infidelium) y apoyando con la misma impunidad de antes todo tipo de causas políticas y sociales de corte ultraizquierdista. Esta perla sufre y no precisamente por los cientos de víctimas que el terrorismo ha causado: “Sufro de esa situación, de esa Euskal Herria oprimida, de todos esos militantes generosos que dan su vida, que sufren, que son torturados, que están aislados y alejados de su país en decenas de prisiones, de sus familias, que están obligadas a hacer miles de kilómetros todas las semanas. Todo este combate no puede quedar inútil”.

Otros son, al menos aparentemente, más moderados y se limitan a dar carta de naturaleza a un nacionalismo presuntamente compatible con el cristianismo. Así lo ha hecho saber el recientemente nombrado Obispo de Bilbao, D.Mario Iceta, en declaraciones al diario “La Razón”:

- ¿Es compatible ser nacionalista y ser un buen católico?
- Son ámbitos distintos. Uno es el de la fe, y otro el de la opción política. Bien sabemos que la fe es compatible con muchas opciones políticas.
-¿Incluido con el nacionalismo?
- Sí, también.

A pesar de su entusiasmo por la causa, D.Mario Iceta no ha conseguido hasta ahora el aval de las formaciones más radicales del nacionalismo vasco aunque puede consolarse pensando que para éstas no deben contar mucho las opiniones de los jerarcas católicos y que siempre habrá otros grupos —quizás los del llamado “nacionalismo democrático”— que se beneficien de las tesis que otorgan a esta ideología carta de naturaleza conforme con el cristianismo.


Porque es un hecho hoy reconocido que ETA surgió con el apoyo de sectores eclesiásticos; se han visto frecuentemente funerales oficiados por sacerdotes para los terroristas muertos elevándolos a la categoría de héroes cívico-religiosos y los obispos vascos, cuando condenaron la violencia, siempre lo hicieron en paralelo a una justificación de lo que ellos estiman sus causas con el mismo procedimiento seguido por los dirigentes políticos nacionalistas que recogen el rédito político de las actuaciones violentas. La situación es lo suficientemente grave como para merecer que entre las primeras palabras del Obispo de Bilbao al hacerse cargo de su nueva diócesis se hubiera pronunciado una condena sin paliativos de la ideología nacionalista. Pero, una vez más, D.Mario nos ha decepcionado.


En sus primeras palabras al periodista de “La Razón” ya hay algo difícilmente aceptable. En efecto, el de la fe y el de la opción política son dos ámbitos distintos, como lo son el de la fe y, por ejemplo, el de las opciones sexuales y económicas. Pero no por eso es compatible con la fe birlarle al prójimo la mujer o el salario. La fe es compatible con muchas opciones políticas pero no con todas, algo que parece absurdo tener que recordar glosando las declaraciones de alguien con la elevadísima formación moral, teológica y médica de D.Mario. Pero no es menos dramático comprobar cómo se olvidan o silencian estas verdades elementales para acudir en socorro de un nacionalismo necesitado de legitimación.


 
Quienes pretenden avalar el nacionalismo desde la doctrina católica juegan a la confusión de esta ideología con el verdadero patriotismo que es el amor y la piedad hacia la Patria y cuyo principal fundamento teológico es la virtud de la piedad además de otros títulos como la justicia legal, la caridad y la gratitud.

Al sano patriotismo se oponen dos pecados. Por defecto se opone el internacionalismo de los hombres sin patria, que desconocen la suya propia con el especioso pretexto de que el hombre es ciudadano del mundo. Por exceso se opone el nacionalismo exagerado, que ensalza desordenadamente a la propia patria como si fuera el bien supremo y desprecia a los demás países con palabras o hechos, muchas veces calumniosos o injustos.
Este sentimiento fue adquiriendo en la segunda mitad del siglo XIX y en el XX formas más particulares dentro de cada nación. Se han fomentado nacionalismos cada día más estrechos a los que cabe aplicar con propiedad el nombre de separatismos, con lo cual se ha perjudicado a las grandes entidades formadas por la historia. Rozando en ocasiones extremos racistas, se ha acentuado la nota separatista en tal forma de desconsideración y desestima a otros pueblos o naciones, que en el fondo se ha incurrido en auténticos vicios farisaicos.

Con razón advirtió Menéndez Pelayo de las raíces de este separatismo que no es otra que la pérdida del fundamento de la unidad nacional “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arevacos y de los vectones o de los reyes de taifas” (Epílogo a la Historia de los Heterodoxos). Para Balmes, la unidad española tenia una triple expresión: católica, territorial y monárquica. De las tres carecemos hoy.
 
Y un catalán, el Cardenal Gomá, cuando hablaba de los males que se derivan de las adulteraciones del patriotismo y del nacionalismo, se refería —entre otras formas— a ese nacionalismo “que surge contra el Estado y sacude el yugo común que aunaba en la síntesis de la Patria única a varios pueblos que la Providencia y la historia redujeron a un denominador común. La doctrina católica, en el orden nacional e internacional, predica a los pueblos la justicia y la caridad, hasta en el orden político. Justicia que no consiente conculcar el derecho que todo Estado tiene a vivir, y que halla firme apoyo en la caridad de fraternidad internacional; y justicia y caridad que, dentro de un mismo Estado, impone el respeto a vínculos derivados de los hechos y principios legítimos que forman de varios pueblos una gran Patria”(cfr. Catolicismo y Patria, VI).
 
Nos hemos referido únicamente a algunos ejemplos de cómo hay representantes oficiales de la jerarquía que hacen suyas las tesis del nacionalismo parasitario. Denunciar esta connivencia no debería escandalizar a los fieles, todo lo contrario, el verdadero escándalo es que se permitan y alienten estos comportamientos. Conocerlos nos ayuda a consolidar nuestra fe en la divinidad de Cristo, en la Iglesia y en los que la dirigen asistidos por Dios. Para poder seguir sus enseñanzas cuando son legítimas prescindiendo de las veces que nos hacen llegar opiniones que responden a sus defectos de hombres.


Espero no merecer el anatema de estos obispos que lanzan sus opiniones en medios de comunicación que, por su propia naturaleza, parecen abiertos al debate público pero luego procuran revestirlas con la autoridad que compete a sus autores en otros campos. En todo caso mi posición es mucho más comprometida que la de D.Mario Iceta. Porque es fácil conceder avales a los nacionalistas cuando los muertos los ponen otros. Y, que yo sepa, la Iglesia en Vascongadas dejó de tener mártires en 1937, precisamente cuando fue liberada del dominio rojo-separatista.


[...] "Sin soñar en
absurdos proyectos de independencia, injustos en sí mismos, irrealizables por la situación europea, insubsistentes por la propia razón, e infructuosos además y dañosos en sus resultados; sin ocuparse en fomentar un provincialismo ciego, que se olvide de que el Principado está unido al resto de la monarquía; sin perder de vista que los catalanes son también españoles, y que de la prosperidad o de las desgracias nacionales les ha de caber por necesidad muy notable parte; sin entregarse a vanas ilusiones de que sea posible quebrantar esa unidad nacional, comenzada en el reinado de los Reyes Católicos, continuada por Carlos V y su dinastía, llevada a cabo por la importación de la política centralizadora de Luis XIV con el advenimiento al trono de la casa de Borbón, afirmada por el inmortal levantamiento de 1808 y la guerra de la independencia, desenvuelta por el espíritu de la época, y sancionada con los principios y sistemas de las legislaciones y costumbres de las demás naciones de Europa; sin extraviarse Cataluña por ninguno de esos peligrosos caminos por los cuales sería muy posible que se procurase perderla en alguna de las complicadas crisis que según todas las apariencias estamos condenados a sufrir, puede alimentar y fomentar cierto provincialismo legítimo, prudente, juicioso, conciliable con los grandes intereses de la nación, y a propósito para salvarla de los peligros que la amenazan, de la misma manera que la familia cuida de los intereses propios sin faltar a las leyes, y sin perjudicar, antes favoreciendo el bien del Estado".

 

Jaime BALMES, "La suerte de Cataluña", La Sociedad, Revista Religiosa, Filosófica, Política y Literaria, 15 marzo de 1843
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