Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

El apestado Cañizares


Si alguien critica la agenda política del lobby gay es homófobo; si denuncia la insensatez de la ideología de género es machista, o lo siguiente; y si se le ocurre criticar, un poquitín, al Islam, es islamófobo.

por Vidal Arranz

Opinión

No sé si ustedes, estimados lectores, son plenamente conscientes de lo que ha ocurrido con el cardenal Antonio Cañizares. Ni estoy seguro de que todos tengan claro cuál es el grave pecado que cometió en su ya célebre homilía. Se lo recuerdo, para que no quepa ninguna duda: Cañizares denunció que la familia tradicional (la familia heterosexual, compuesta por padre, madre e hijos, para entendernos) está siendo objeto de graves ataques políticos y sociales desde muy distintos frentes, y apuntó con su dedo a dos de ellos: el “imperio gay” y la ideología de género, que calificó como “insidiosa”.
 
En esa homilía, que Religión en Libertad ha reproducido íntegramente, y que usted, por tanto, puede consultar fácilmente, no se ataca a las personas homosexuales, ni se les tacha de nada, ni se les desprecia, ni se les humilla, ni se hace con ellos ninguna de las cosas que en estas últimas semanas la mayoría de los comentaristas han hecho con el arzobispo de Valencia. Nada de eso. El prelado se limita a alzar su voz para denunciar, seguramente con menos fortuna expresiva y retórica que el Papa Francisco, exactamente lo mismo que el pontífice lleva tiempo denunciado, aunque estas quejas del cabeza de Roma, a diferencia de otras suyas, apenas tengan eco en buena parte de la prensa internacional.
 
Aún así, dos colectivos, la asociación gay Lambda y la Red Española de Inmigración, han denunciado a Cañizares por un presunto delito de incitación al odio, y el Fiscal, seguramente siguiendo un procedimiento habitual en estos casos, decidió abrir una investigación; trámite judicial que, en sí mismo, no presupone nada, pero que recibió una amplia difusión en todos los medios y que ha permitido colocar en la diana al prelado, y, por extensión, a esa parte de la Iglesia española que no comulga con los discursos políticamente correctos, ni se doblega ante ellos, y que, por ello mismo, es vista por tantos como retrógrada e intolerante.
 
Al margen de que el análisis del arzobispo se comparta más o menos, lo cierto es que no había en sus palabras nada que, ni remotamente, pudiera verse como “incitación al odio”, criterio que afortunadamente ha compartido también el juez del caso, que finalmente ha optado por no admitir a trámite la denuncia, como hemos sabido hoy mismo. El de incitación al odio es un moderno tipo delictivo que tiene sentido, y que apoyamos, pero sólo si se interpreta de la forma estricta, restrictiva y rigurosa que corresponde a cualquier figura penal que pretenda imponer límites a la libertad de expresión. Esa ha sido la interpretación del juez, pero no la de los colectivos denunciantes (que ya la han recurrido), para los que cualquier crítica a los colectivos gay -no hace falta ya que se dirija ni siquiera a las personas homosexuales- es una incitación al odio. Esto supone, en la práctica, utilizar esta figura legal como instrumento de censura y asedio a la libertad de opinión y para imponer un punto de vista único sobre la realidad que les afecta. Pero no menos grave es también que, pese a la evidente desmesura de la denuncia, la investigación abierta por el fiscal haya permitido darle carta de legitimidad, lo que no hace sino amplificar y extender el castigo social y el acoso al denunciado.
 
Con todo, lo más preocupante es percibir la desorientación de buena parte de la opinión pública del país, y de sus líderes de opinión, que han asumido con naturalidad y alegre despreocupación la idea, profundamente totalitaria, de que algunos grupos de presión y de poder, algunos colectivos, y algunas ideologías, son intocables, y que criticarlos es atacar a los grupos que supuestamente defienden, o representan, como si unos y otros formaran una unidad indisoluble e inseparable. De modo que si alguien critica la agenda política del lobby gay es homófobo; si denuncia la insensatez de la ideología de género es machista, o lo siguiente; y si se le ocurre criticar, un poquitín, al Islam, es islamófobo. La excepción, por supuesto, es el cristianismo, y en particular la Iglesia Católica. A los cristianos se les puede sacudir sin miedo, ni contemplaciones, que como no son minoría, no pasa nada, no tienen derecho a los sentimientos. Por tanto es posible insultarlos, vejarlos, profanar sus templos, provocarlos, burlarse de ellos, llamarles tontos y lo que haga falta, que todo se lo tienen merecido y en nada de ello debe verse atisbo de odio ni nada semejante.
 
El respeto a los demás está muy bien, y en una democracia es esencial cultivarlo y defenderlo. Pero ese respeto debe circular en todas las direcciones y debe ser compatible con la libertad de crítica, con la libertad de expresión y con la libertad de opinión, pues de lo contrario el respeto se convierte en una excusa para la censura y para la persecución de las ideas que no nos gustan. Como, por otra parte, nos demuestra insistentemente la experiencia histórica totalitaria. Es más, en caso de conflicto entre la libertad de opinión y el respeto, siempre debe primar la defensa de la libertad, salvo para defendernos de las incitaciones al delito más evidentes y execrables, cuya persecución deberían ser el objetivo de un tipo penal como el de incitación al odio. Pero que, mucho nos tememos, pretende utilizarse con otros fines muy distintos. El juez lo ha entendido así, pero falta por ver si también lo entienden los que tanto han jaleado el ataque al arzobispo.
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