Miércoles, 24 de abril de 2024

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Antífona de comunión TO-XI.1 / Salmo 27(26),4

por Alfonso G. Nuño

 

[Tras la cincuentena pascual, retomamos el tiempo ordinario y lo hacemos por la decimoprimera semana, de cuyo formulario de misa nos quedaba por comentar la primera de las antífonas de comunión]
Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida (Sal 27,4).
A ese Señor, presente en la Eucaristía, al que vamos a recibir en la comunión, con el salmista le pedimos una sola cosa. Se la pedimos porque la necesitamos, porque es lo único que sacia nuestro apetito de divinidad. Y no lo conquistamos, sino que lo mendigamos, porque no es algo que en nuestras manos esté alcanzarlo, solamente Dios nos lo puede acercar.
 
Y no solamente lo pedimos, sino que lo buscamos. Siendo imposible, sin embargo, andamos detrás de ello. No es una conquista ni una petición pasiva. Pero la búsqueda no es desde nuestra iniciativa y por nuestras solas fuerzas. La atracción de su belleza nos mueve hacia Él y es esa misma atracción la que nos agracia, capacita, para emprender la búsqueda.
 
¿Mas cómo es que pido una sola cosa? Un discípulo, tras ver orar al Señor, es decir, después de que en su sacratísima humanidad se le hiciera visible el eterno diálogo de amor que hay entre las tres divinas personas, le pidió que enseñara a orar a sus discípulos; a todos, a los que en aquel momento caminaban con Él y a todos los que después nos hemos sumado a su seguimiento. Y entonces Jesús, ese mismo que está en la Eucaristía presente, nos donó el Padre Nuestro. Nos hizo partícipes de ese diálogo de amor enseñándonos a llamar a Dios Padre. Y con ello nos dio siete peticiones.
 
Si el hombre necesitara más cosas, más peticiones tendría el Padre Nuestro. Por eso, el pobre en el espíritu sabe que solamente necesita esas siete cosas, no pretende más en la vida, y las espera de la providencia divina. Entonces, ¿por qué dice el salmista que le pide una sola cosa al Señor?
 
«Habitar en la casa del Señor por los días de mi vida». En su casa, en su templo, el pueblo de Dios unánime daba culto a ese Dios que está en el cielo y tenía en aquel recinto su presencia. Sí, pedimos estar en la comunión de los santos, en su Iglesia, templo del Espíritu Santo, donde con los hermanos podemos decir "nuestro".
 
En aquel templo, una vez al año solamente, el sumo sacerdote pronunciaba el santo nombre de Dios. Y nosotros, partícipes por el bautismo en el Sacerdocio de Cristo y en su misión expiatoria, como miembros de su cuerpo necesitamos que Dios, en nosotros, santifique su nombre, que nuestros labios y nuestro obrar lo nombren santamente.
 
El estrado de sus pies estaba en ese templo. Y nosotros le pedimos que toda la creación y toda la historia sean el ámbito del ejercicio de su soberanía. Que venga a nosotros su Reino. Y que lo mismo que en el cielo, en la liturgia celeste, se cumple su voluntad, que la tierra sea un templo en el que el cumplimiento de su voluntad sea el más puro culto que se le ofrezca.
 
En el templo, los que participaban en los sacrificios de comunión se alimentaban con la víctima ofrecida. Nosotros pedimos que nos alimente con el pan celeste, con su Cuerpo y su Sangre, los del Cordero sin mancha ofrecido en el sacrificio de la Cruz. Y que nos bendiga con cuanto necesitamos para estar en su servicio.
 
En el templo, se pedía el perdón de los pecados. En el alero del templo, el Señor luchó contra el tentador y lo venció y, en él, buscaban su protección los que injustamente eran perseguidos por el mal. Por eso, podemos decir que pedimos y buscamos una sola cosa, y, al pedirla y buscarla, pedimos y buscamos siete.
 
¿Pero sólo pedir y buscar? También llamamos a la puerta del Padre. Como pecadores que somos, como quienes vuelven de tierras lejanas al hogar, llamamos, por medio de Cristo, con la esperanza de que se nos abrirá para que, por toda la eternidad, podamos participar del banquete de bodas del Cordero.

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