Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

La acción de las familias en nuestra sociedad


Ante los ataques contra la institución familiar de los grupos de presión, es necesario asociarse también en lo social y político, no sólo para defenderse, sino también para poder exigir lo justo.

por Pedro Trevijano

Opinión

Pese a las dificultades, en todas las épocas y culturas se ha considerado que el núcleo fundamental de la sociedad es el matrimonio y la familia. En un mundo que parece va perdiendo los valores, el testimonio de familias que se apoyan en el Evangelio es un fermento de renovación religioso y civil. La solidez de la familia es fundamental para la calidad de la vida social, siendo el matrimonio monogámico la única forma auténtica de la familia.

La propia familia ha de ser el primer lugar de realización de la vocación apostólica de los cónyuges, pero es muy conveniente la colaboración con otras familias cristianas. Los grupos matrimoniales son lugar de encuentro, de ayuda mutua, de reflexión compartida, de maduración humana y religiosa: en otras palabras, son fuente singular de espiritualidad conyugal. Ayudan a vivir la vocación y espiritualidad matrimonial, ofrecen medios para mejorar la relación de la pareja, capacitan para la labor educadora de los hijos y para la misión apostólica.

La formación permanente continuada es imprescindible, pero hay que superar el dedicarse tan solo a alimentar el crecimiento personal, porque el actuar individualmente, como francotiradores, no suele dar grandes resultados, sino que resulta mucho más útil integrarse en asociaciones o movimientos apostólicos cuya misión es edificar el reino de Dios, para lo que se necesita un buen conocimiento y formación en el mensaje de Jesús y un gran amor a la Iglesia, a fin de que estos movimientos sean plataformas para la acción.
 
Por ello, y ante los ataques contra la institución familiar de los grupos de presión, es necesario asociarse también en lo social y político, no sólo para defenderse, sino también para poder exigir lo justo, como pueden ser los apoyos debidos y no dados por parte de la sociedad o del Estado, muy preocupados en defender y ayudar a cualquier tipo de unión, menos la verdaderamente matrimonial.

La política familiar debe apoyar y proteger a la familia normal, es decir, la constituida por el matrimonio y sus hijos y, en ocasiones, algún o algunos de los ascendientes. El bien de la persona y de la sociedad reclama la protección del matrimonio y de la familia, con su reconocimiento legal y social, diferenciándoles claramente de parejas de hecho, parejas homosexuales y otras formas de convivencia que puedan darse, si queremos evitar el relativismo y el confusionismo moral. Y muchas veces esto no sucede, puesto que las instituciones no sólo con frecuencia no hacen frente a las tareas que les corresponden, como son respetar, proteger y favorecer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, sino que incluso en ocasiones tratan deliberadamente de ponerle obstáculos, como sucede en nuestro país con las leyes de ideología de género, que tratan deliberadamente de destruir la familia.

La familia cristiana ha de ser una familia adulta, capaz de luchar por sus necesidades, defender sus derechos y valores. Si queremos ver reconocidos nuestros derechos, está claro que muchas veces hemos de conquistarlos, porque ciertamente los que defienden lo políticamente correcto no van a darnos precisamente facilidades. Debemos ser conscientes de nuestra responsabilidad social y política, promoviendo una legislación que permita a los padres tener el número de hijos que deseen y les deje conciliar la vida profesional con la familiar, de tal modo que el tener hijos pueda ser un derecho ejercido libremente y no supeditado a las exigencias materiales o empresariales.

El trabajo es de gran importancia no sólo desde el punto de vista económico (pues permite el sustento de la familia), sino también para lograr el pleno desarrollo de la persona. Pero no debe ser ni un motivo ni un pretexto para que el marido o la mujer se encuentren en la tesitura de tener que escoger entre su familia y su trabajo, debiendo también el marido implicarse en las tareas domésticas, a fin de evitar la doble jornada femenina cuando los dos tienen responsabilidades profesionales extradomésticas, haciendo así posible que los matrimonios puedan cumplir con sus obligaciones laborales sin que por ello se vea perjudicada la atención a sus necesidades familiares.
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