Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Por qué el sexo fuera del matrimonio es un error


Las mujeres deberían ser castas principalmente por prudencia. Los hombres deberían ser castos principalmente en nombre de la justicia. (...) Sabemos por la psicología evolutiva que el sexo hace que las mujeres sientan una sensación de vínculo y pertenencia. Un hombre que produce este sentimiento en una mujer se hace responsable de satisfacerlo.

por Nathan Smith

Opinión

En 1960, la mayor parte de los norteamericanos apoyaban la convicción tradicional cristiana, compartida por musulmanes y judíos, de que las relaciones prematrimoniales están mal. La opinión pública ha cambiado desde entonces, y ahora la mayor parte de la gente piensa que las relaciones prematrimoniales son algo normal, incluso bueno y saludable.
 
Nuestros abuelos tenían razón y nosotros estamos equivocados. Para ver esto hoy, podemos añadir a su sabiduría acumulada argumentos que toman algunas premisas de la psicología evolutiva, la escuela de pensamiento que explica los instintos humanos como un conjunto de estrategias para la supervivencia y propagación de nuestros “genes egoístas”. Suele citarse que la psicología evolutiva confirma muchos estereotipos de género; pues bien, puede asimismo, combinada con algo de ética del sentido común, apoyar una nueva defensa de la visión moral tradicional sobre el sexo.
 
La psicología evolutiva muestra por qué el sexo ocasional y sin ataduras no resulta natural para las personas y por qué, en última instancia, las personas no pueden quedar satisfechas con él. Los hombres lo ansían y utilizan a las mujeres para su placer cuando pueden salirse con la suya, pero las mujeres son exigentes y tímidas de forma natural. Prefieren el sexo en el contexto de una relación en la que haya un compromiso. El sexo fuera del matrimonio es confuso y problemático por el conflicto de intereses inherente entre los genes egoístas del hombre y la mujer. A este respecto, contrasta agudamente con el matrimonio, que crea una armonía entre los intereses genéticos.
 
Instintos, ética y genes egoístas
Richard Dawkins acuñó la expresión “gen egoísta” para aclarar cómo explica la evolución el comportamiento altruista. El altruista puede no servir a sus propios intereses, pero sirve a los “intereses” de sus genes.
 
A menudo el hombre siente impulsos instintivos de ayudar a los demás, pero la mayor parte de ellos proviene de la estrategia de nuestros genes para ayudarse a sí mismos. El ejemplo más sencillo es el altruismo instintivo de los padres hacia sus hijos. Los padres hacen sacrificios, pero sus genes sobreviven. El gen egoísta influye sobre nosotros en un nivel infra-racional, alimentándonos de deseos, impulsos, reflejos y preocupaciones: en una palabra, de instintos.
 
Éticamente, estos instintos no son intrínsecamente ni buenos ni malos. C.S. Lewis, en Mero cristianismo, lo explicó mejor cuando comparó los instintos con las teclas de un piano, y la ética con el pianista. Ninguna tecla de piano es en sí misma una nota correcta o incorrecta, sino que son correctas o incorrectas en un momento determinado de una pieza musical. Del mismo modo, nuestros instintos son todos ellos buenos en ciertos momentos de la vida, y malos en otros. La tarea de la ética no es obedecer o suprimir los instintos indiscriminadamente, sino dirigirlos razonablemente. La razón (una facultad propia del alma e irreductible a genes, moléculas o fuerzas materiales) discierne los fines para los que debemos hacer uso de nuestros instintos.
 
La psicología evolutiva no explica la naturaleza humana en su totalidad, sino esa parte de la naturaleza humana que San Pablo llamaba “la carne”. Como resultado del pecado original, los hombres han vivido durante cientos o miles de generaciones en condiciones de competencia y escasez, y los genes tuvieron que ser “egoístas” para mantener continuamente su "cuota de mercado" en el conjunto de los genes humanos. Por ello, incluso quienes dudan o niegan que toda la vida haya surgido de procesos evolutivos deben reconocer la fuerza argumental del gen egoísta.
 
Para gobernar bien nuestros instintos, necesitamos conocerlos. No podemos olvidar que la evolución actúa lentamente, por lo que nuestros genes egoístas quedan atrapados en una curva temporal. Los instintos humanos parecen diseñados para ayudarnos a sobrevivir y reproducirnos no bajo las condiciones modernas, sino “en el entorno de la adaptación evolutiva”, esto es, en la Edad de Piedra. Si nos gustan tanto la sal, el azúcar y la grasa es porque estos elementos de nuestra dieta escaseaban especialmente en la Edad de Piedra. De forma similar - generalizando mucho-, a los hombres les gustan los videojuegos y los deportes porque fueron cazadores en la Edad de Piedra, mientras que a las mujeres, genéticamente adaptadas en la Edad de Piedra a ser recolectoras, les encanta ir de tiendas.
 
Por encima de todo, los genes egoístas se preocupan por el sexo, porque es la forma en la que ellos mismos se propagan. La psicología evolutiva es una rica fuente de hipótesis comprobables y comprobadas sobre hombres y mujeres y sobre el deseo y el comportamiento sexuales.
 
El doble estándar sexual
Hombres y mujeres son diferentes. Tienen que serlo, porque hombres y mujeres, en la Edad de Piedra, se enfrentaban a oportunidades reproductivas muy diferentes, y sus estrategias tuvieron que adaptarse. Los costes para el hombre de engendrar a los hijos son bajos (el sexo no lleva demasiado tiempo), pero los costes para la mujer (embarazo, parto, lactancia, etc.) son altos.
 
Los hombres no necesitan economizar su abundante semen, así que buscan cantidad de mujeres.
 
Las mujeres, cuyos vientres son un bien escaso, buscan calidad. Las mujeres son naturalmente exigentes, prefiriendo parejas con buenos genes y abundantes recursos. Son tímidas, renuentes a mantener relaciones sexuales salvo en el contexto de una relación en la que haya compromiso.
 
Ambas estrategias se enfrentan al severo riesgo de abandono por parte del hombre, en quien los instintos “paternales” de proteger y guiar a su prole compiten con los instintos “canallas” de conseguir tantas mujeres como pueda. Antes de relacionarse, las mujeres buscan instintivamente en sus parejas compromiso y una buena inversión como padres. Las mujeres miran al futuro, centrándose en el afecto y el vínculo.
 
La principal preocupación del hombre, si sientan cabeza para ser padres, es asegurarse de que los hijos que están educando son realmente suyos. Lo cual depende en gran medida de la historia sexual y de las inclinaciones de sus parejas. Los hombres se centran en la fidelidad física y miran hacia el presente y hacia el pasado. En particular, instintivamente prefieren casarse con vírgenes. La virginidad indica que una mujer no se deja seducir fácilmente, no está embarazada del hijo de otro hombre, y no mantiene lealtades sexuales que rivalicen con las que sentirá hacia él. Esta instintiva preferencia masculina por las vírgenes es el fundamento de la vieja doble vara de medir sexual, que considera que la fornicación deshonra a la mujer, pero no al hombre.
 
Esta doble vara de medir ofende la sensibilidad moderna, y también la sensibilidad cristiana. El cristianismo siempre se ha elevado por encima de esa doble vara de medir sexual, insistiendo en que el cuerpo del hombre pertenece a su mujer tanto como el de ésta le pertenece a él. También la anticoncepción parece privar de su lógica a ese doble estándar, pues permite a la mujer tener sexo promiscuo sin mucho riesgo de embarazo. De modo similar, las pruebas de ADN pueden certificar la paternidad mejor que las viejas estrategias masculinas de celos y preferencia por las vírgenes.
 
Pero los genes egoístas no entienden de sensibilidades modernas, ni de cristianismo, ni de anticonceptivos, ni de ADN. Siguen de moda muy sutilmente... aunque son absurdamente anticuados. Las condiciones modernas no son las mejores para animarnos o tentarnos a propagarlos. Pero alimentan en nosotros instintos apropiados para la Edad de Piedra, y ni la razón ni la religión pueden borrar la influencia del instinto en el comportamiento de la mayor parte de la gente. Y por eso la doble vara de medir permanece.
 
A la luz de esa doble vara de medir, las razones por las que los hombres y las mujeres deberían ser castos son diferentes. Las mujeres deberían ser castas principalmente por prudencia. Los hombres deberían ser castos principalmente en nombre de la justicia.
 
La castidad femenina como prudencia
Para una mujer, tener relaciones sexuales antes del matrimonio es, en primer lugar, arriesgarse a un embarazo como mujer soltera, con grandes costes y riesgos para sí misma y para su hijo. La anticoncepción puede mitigar notablemente este riesgo, pero no lo elimina; anualmente, casi el 5% de las mujeres estadounidenses con edad entre 15 y 44 años se quedan embarazadas de forma no intencionada.
 
Los instintos femeninos y las hormonas de la vinculación afectiva pueden hacer que una mujer se sienta profundamente -y quizá sorprendentemente- unida a su pareja sexual y a su progenie no deseada. Si su pareja la deja, puede sufrir emocionalmente. Incluso si él es mal compañero a largo plazo, ella puede encontrar difícil dejarle. Si ella se sorprende al descubrir que quiere ser madre, él puede no querer ser padre. Si ella le deja, él puede volverse posesivo, abusivo y violento.
 
La castidad es una buena "estrategia de mercado" para un buen matrimonio. Probablemente los cambios culturales han debilitado la preferencia masculina por las vírgenes, pero sería temerario para una mujer asumir que esa preferencia ha desaparecido completamente y no volverá. Si quiere casarse, es probable que su futuro marido agradezca que sea virgen. Y si no lo es, puede que él desee secretamente que lo hubiera sido, y que sufra de celos.
 
Con todos estos inconvenientes, el sexo antes del matrimonio es imprudente para las mujeres. Una razón secundaria para que las mujeres sean castas es no desagradar a sus padres y hermanos, que instintivamente valoran su castidad.
 
La castidad masculina como justicia
Un hombre debe evitar el sexo antes del matrimonio principalmente para no cometer una injusticia con las mujeres. La justicia es dar lo que es debido. El sentimiento de que un hombre debe algo a una mujer con la que ha mantenido relaciones sexuales, incluso si no hubo un qui pro quo explícito, sigue existiendo. Una de mis expresiones favoritas de esa persistencia es la canción Call it a loan de Jackson Browne [pincha aquí para ver la letra]. Parece lógico que la naturaleza de esa deuda varíe según lo que se dijo y quedó sin decir entre ellos, según cuáles sean las expectativas sociales, etc. Pero, en general, sabemos por la psicología evolutiva que el sexo hace que las mujeres sientan una sensación de vínculo y pertenencia. Un hombre que produce este sentimiento en una mujer se hace responsable de satisfacerlo.
 
Los hombres experimentan la tentación de explotar a las mujeres para su placer y prestigio y tienen que estar prevenidos contra esta tentación. La explotación es peor cuando la mujer es menor de edad, o ha bebido, o es emocionalmente inestable, o cuando el hombre se aprovecha de una posición de poder para intimidarla, le miente para impresionarla, promete casarse con ella, esconde el hecho de estar casado, la deja preñada o la expone a enfermedades de transmisión sexual. En resumidas cuentas, si él sirve a su propio placer a expensas del bienestar de ella, eso es explotación. Si él sabía, o podía haberlo sabido de haberlo pensado, que ella lo lamentaría a la mañana siguiente, eso es explotación. Y si él sabía, o podía haberlo sabido, que ella lo lamentaría un año después, o cinco años después, o quince años después, cuando ella hubiese consumido total o parcialmente sus años reproductivos en un tipo que no se iba a casar con ella, eso también es explotación. “Él me utilizó” es una queja común -y justa, y certera- de muchas mujeres respecto a hombres con quienes han mantenido relaciones sexuales.
 
El “consentimiento” es la defensa estándar del moderno seductor, pero es inapropiada. ¿A qué consintió ella? Él no puede asumir que fue solo a sexo y punto. Las mujeres buscan instintivamente algo más. Ella probablemente quería más, aunque no lo manifestó. Sus instintos querían más incluso si en ese momento ella no lo quería conscientemente. No es juego limpio esperar que ella grabe todas las palabras de él y no le pida más de lo que él prometió explícitamente. Eso es pretender que las conversaciones de alcoba deben tratarse con la misma seriedad que el lenguaje de los abogados negociando un contrato. Un hombre justo debe reconocer que, entre amantes, las palabras son una especie de juego previo, una sublimación del deseo sexual; que suelen ser hermosas y vale la pena disfrutarlas, pero que no son aptas para disolver las dudas basadas en el hecho, más permanente y objetivo, del instinto sexual. El único comportamiento éticamente seguro es, o bien casarse con una mujer o bien dejar intacta su castidad.
 
La magia del matrimonio
Los seres humanos son intensamente ambivalentes sobre el sexo, tratándolo unas veces como algo vulgar, grosero e indecoroso y otras como algo sublime y bello. Colocamos la violación entre los peores crímenes, mientras que el amor romántico es uno de los máximos atractivos de la vida, objeto de la mitad de las novelas y canciones que ha escrito la raza humana. La mentira y el daño que envuelve tanto sexo fuera del matrimonio –tipo guay deja embarazada a chica insegura y la convierte en madre soltera necesitada de ayudas sociales para vivir– justifica plenamente la repugnancia que constituye una de las caras de esa ambivalencia.
 
La otra cara es la gloria del matrimonio, y aunque hay mucho más en esa gloria de lo que pueden explicar los genes egoístas, éstos arrojan sobre ella mucha luz. Pues cuando dos personas se casan y “abandonan a padre y madre”, como dice la Biblia, y se comprometen a una monogamia para toda la vida, sus intereses genéticos están unidos al menos en líneas generales, creando una armonía de instintos. Normalmente, nuestros instintos nos sitúan en competencia con nuestros semejantes. En el matrimonio, el instinto juega a favor del amor.
 
Los niños son la razón principal y obvia por la que el matrimonio es bueno para la sociedad y por la que el sexo fuera del matrimonio no lo es. Las relaciones sexuales absorben mucha energía y atención, por lo que empobrecen a la sociedad a menos que den algo a cambio. El matrimonio fabrica la próxima generación bajo las condiciones más favorables. El sexo antes del matrimonio normalmente no va dirigido a la procreación, y si resulta en hijos, éstos entran en la vida en desventaja porque les falta el compromiso paterno estable para educarles.
 
Pero incluso comparado con el matrimonio sin hijos, el sexo premarital tiene carácter dañino porque, al no encauzar el conflicto genético de intereses por medio del matrimonio, permite que la competencia, la explotación y el miedo o la traición penetren en el corazón de las relaciones humanas más íntimas, y no furtivamente, sino abiertamente y como por derecho. No hay forma de que el sexo antes del matrimonio promueva el bien de la sociedad ni el de los individuos implicados. El mundo sería un lugar mejor si no existiese en absoluto.

Publicado en The Public Discourse.

Nathan Smith es director de la División de Política Económica de la Autoridad de Financiación al Desarrollo de Arkansas (Estados Unidos), y autor de diversos libros sobre filosofía social.

Traducción de Carmelo López-Arias.
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