Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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1936. Memorias de un salesiano (fin)

por Victor in vínculis

12. LA ISABELA: EL MANICOMIO (segunda parte y final de la serie)
 

El siervo de Dios Eustaquio Nieto y Martín, obispo de Sigüenza, fue el primero de los obispos en sufrir el martirio en los días de la persecución religiosa. Sucedió el el 27 de julio de 1936.
 
UN TIRO DE PRIMERA
 
El hecho fue curioso, sucedió así:
 
Don Eduardo y algunos elementos “camuflados” de enfermos mentales, salieron en un coche para tomar posesión de la Alcaldía de Sacedón en nombre de Franco. En el camino tropezaron con un coche abarrotado de milicianos con armas. Nuestros hombres les intimaron la entrega. No hicieron caso escapando a toda marcha. Don Eduardo, empuñando su pistola, disparó a la ruedas. Hizo blanco. ¿Fue un reventón casual, por el peso, el calor o la velocidad?  El vehículo paró, y se entregaron sus hombres. Se rio y se comentó el incidente, pero pudo salirles “el tiro por la culata”. Don Eduardo cobró fama de buen ojo y mejor puntería.
 
UNA BRIGADA DE CABALLERÍA
El general URRUTIA

 
Hacia el 28 de marzo, la Brigada de Caballería del General Urrutia, liberó Cuenca y Guadalajara. En La Isabela fue recibida, con vítores, cantos, y pancartas, mientras los “rojos” mordían su derrota. Algunos trataron de esconderse, pero descubiertos, se les obligó a la humillación de formar, ante las tropas, cantando el Cara al Sol.
 
Se preparó una solemne Misa de Campaña, en la explanada del Sanatorio, adornada con banderas, flores y ramaje. En medio el altar. Tuve el honor y la satisfacción de decir la Misa de Acción de gracias. Toda la población: enfermos, sanatorio, el pueblo, la Dirección, las Tropas y el General Urrutia con su estado Mayor, asistieron al acto, en un silencio impresionante y en una emoción apenas contenida.
 
El páter o capellán, padre Juan Rovira, catalán simpatiquísimo y muy celoso tuvo un discurso muy patriótico y lleno de emoción. La gente conmovida hasta las lágrimas, aplaudió y vitoreó al orador, al Ejército a  Franco, y a España. Se cantó al fin con vibrante entusiasmo el Cara al Sol.
 
EL BANQUETE
 
El pueblo y la Dirección, obsequiaron a las fuerzas del General Urrutia, con una comida extraordinaria, mientras en el mejor salón de la residencia de la familia, se preparó un banquete oficial, a la oficialidad, a los miembros de la dirección del Sanatorio, y a los elementos más destacados de “derechas”. Naturalmente, la presidencia correspondió al Director del Sanatorio y señora, y el General Urrutia, y a los dos capellanes, P. Rovira y a mí. Reinó la alegría. Se destapó el buen humor. Corrió el vinillo generoso y agridulce. El coñac, el anís y otros licores, encendieron los colores y caldearon los ánimos. Siguiéronle los cantos, los chistes, y las bromas, el café y los puros.
 
Como estrenábamos la paz, después de tantos riesgos. Nos parecía nueva, distinta de la que habíamos conocido. Era como una perla perdida y encontrada.  Eran como la resurrección a la vida, aquellos momentos de paz. Otra vez hermanos y españoles. Recuerdo haber leído unos versos al General, a don Eduardo y a Chelo y a todos los comensales. Como constancia del ágape se sacaron fotos y se llenaron unas tarjetas firmadas por todos los asistentes. 
 
BAUTIZO MASIVO
 
Llegué o llegamos a intimar con el Páter de la Brigada, joven y buen mozo, y altamente simpático, se preocupó en los breves días de estancia en La Isabela, de hacer labor espiritual. Le presté incondicionalmente mi colaboración.
 
La primera medida que tomó, como venía haciendo en los lugares liberados por la Brigada, fue la de cristianar o reconciliar a los templos, iglesias o ermitas de los pueblos cercanos, profanadas por los “rojos”. En esta tarea le acompañamos los dos hermanos (mi hermano Leandro).
 
Se restauró el culto, y se administraron los sacramentos. Uno de ellos el bautismo. Había en La Isabela un buen número de niños, desde los recién nacidos, hasta algunos de 10, 12 y más años sin bautizar. Me concedió el P. Rovira el honor y la satisfacción de hacerlo, ayudándome en el servicio. Fue un espectáculo, que causó curiosidad y no exento de gracia. Colocados en fila, contrastaban los llantos y los gritos inarticulados de los más pequeños, con la seriedad estudiada de los mayores. Actuaron de padrinos don Eduardo y su señora. De testigos, los padres y el pueblecito en masa. Se extendió a los nuevos “cristianos” la cédula o certificado convenientes.
 
MADRID ES LIBERADO
 
La entrada de los nacionales en la capital me encontró fuera de ella. Había soñado con verles entrar, casi tres años, y al fin no pude lograrlo. Pero me lo contaron. He aquí el relato de un testigo como si lo estuviera viendo ahora. La alegría de las gentes, la de los soldados vencedores, la de más de una familia de soldados republicanos, con un gran hálito de primavera flotando por encima de todo, contribuyeron a dar a Madrid un aire de alegre verbena.
 
Los cafés rebosan de gente. Los cines, los teatros han abierto precipitadamente sus puertas al mismo tiempo que las iglesias. La mutación ha sido rápida, pero la acción ha durado casi tres años. La radio lanza incansablemente a todos los vientos el himno nacional. Era imposible caminar por las calles. Estaban abarrotadas de gente que gritaban, lloraban, reían y agitaban frenéticamente banderas, pancartas.
 
Una oleada de alegría, una sensación total de alivio se habían apoderado de la población. Los soldados son objeto de las más halagadoras atenciones. Se les saluda, se les abraza, se les piropea y los niños recitan eslóganes de moda en todas las ciudades liberadas: Uno, dos y tres, Madrid de Franco es. Así cae la última noche de marzo del año 1939, sobre la capital de España.
 
EL ÚLTIMO PARTE
 
Al día siguiente, 1º de abril la Radio difunde un comunicado firmado por el General Franco:
 
En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las Fuerzas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.

 

 
LA VUELTA A CASA DE MIS PADRES
 
Como desea el ciervo  la fuente de aguas vivas,  como en el desierto se busca el oasis,  como el náufrago ansía el puerto, como el desterrado añora  la patria, así y aún más  soñábamos con recuperar a los nuestros.
 
Además estábamos deshechos material y moralmente: los nervios rotos, el corazón cansado, la salud en precario.  Necesitábamos calor, luz, aire, y reposo. Era cierto que España era ya otra vez nuestra, pero a pesar de nuestra impaciencia habrá que esperar.
 
Para evitar atropellos, desórdenes, represalias, se impidió por unos días,  la salida  y la entrada de la gente en Madrid. El abastecimiento de la ciudad hambrienta y el control de los amigos y enemigos del régimen, exigían unas medidas enérgicas. El General Urrutia nos facilitó un pasaporte militar a los dos hermanos. Con nosotros iban dos religiosas de la Caridad, Sor Asunción y Sor Consuelo.
Nos despedimos con gran pena de la queridísima familia de don Eduardo y de muchos amigos. Lo mismo hicimos con mi pequeño convento y mis entrañables salmantinos.
 
Una mañana suave y tibia de primavera, llena de sol, de alegría y de flores, emprendimos el viaje a nuestra tierra, a nuestro hogar. Imposible recordar y recoger la impresión, la emoción, el gozo y la felicidad de la vuelta. Nos parecía soñar. Y sin embargo era cierta, segura y nuestra la realidad.
 
Todo nos parecía nuevo: el paisaje, los pueblos, las banderas, la vida en paz, el trabajo, la simpatía de las gentes. ¿Es posible que hayamos vuelto a la vida? ¿Es posible que estemos en paz? ¿Que estos campos, estos hombres, estas mujeres y estos niños, sean los nuestros? ¿Soñábamos?  Abríamos los ojos, avaros de conocer de penetrar, de saturarnos, de nuevo de la realidad que teníamos delante. 
 
EL ENCUENTRO
 
De Madrid a Burgos viajamos en un camión de Auxilio Social que iba a Navarra, con otros muchos a buscar víveres. De Burgos al pueblo lo hicimos en taxi. Llegamos sobre las seis de la tarde. Nos apeamos en la plaza del pueblo, frente a la iglesia y junto a las escuelas. En un grupo de niñas distinguimos a mi hermana Vitoria, de once o doce años. Se nos quedaron mirando, pero no nos reconocieron. ¿Tan cambiados estábamos? Me dirigía a ella parecía asustada o sorprendida.
 
- ¿Eres tú le dije, la hija de la señora Obdulia? Pues ve a casa y dile a tu madre que están aquí sus hijos.
 
Salió disparada con la noticia.  Acaso en el camino caería en la cuenta. Yo la mandé para prevenir nuestro encuentro. Era demasiado fuerte, después de tan larga ausencia, y de todo lo ocurrido. Apenas avistamos nuestra casa, vimos cómo venían corriendo, locos de emoción. Nos fundimos en un abrazo largo y se mezclaban nuestras lágrimas en silencio.  Hablaban los ojos, las manos, los corazones… Después de un largo paréntesis de expectación y contemplación, pues no nos saciábamos de mirarnos, hablamos, contamos, reímos,  y lloramos hasta la relajación de nuestros nervios, y la descarga de tanta  tensión.
 
Adiós pesadillas, adiós temores, adiós miseria, adiós maldita guerra.
 
Otra vez en casa, en la paz, en la alegría de vivir de nuevo en el calor de nuestro hogar, en el amor de los míos, más míos que nunca. Siempre míos.
 
Conocida la nueva de nuestra llegada, el pueblo entero se dio cita en nuestra casa, para comprobar nuestra resurrección, pues nos creían muertos.
 
Cien veces debimos contar las mismas cosas, otras tantas, lamentar la ausencia de los seres queridos. Al fin nos dejaron para que pudiéramos gozar de nuestra intimidad. Por descontado que en las primeras horas de la madrugada, buscamos la comodidad de la cama y que saturados de recuerdos y emociones, ni pudimos dormir. Por contraste soñamos con las incomodidades de la cárcel.
 
 
LA RESURRECCIÓN
 
Es experiencia común que después de una guerra, se busca ansiosamente la paz bucólica de los campos y el contacto con la naturaleza libre, como mejor sedante del espíritu.
 
Más de un mes estuvimos en casa, atendidos por los cuidados paternos y el cariño de los hermanos y familiares. Así pudimos recuperar la salud perdida, el optimismo y la confianza. Un detalle: yo había perdido casi 30 kilos que fui recuperando poco a poco. Algo parecido sucedió a mi hermano Leandro, aunque no tanto, pues no careció prácticamente de nada durante toda la guerra. Pero necesitaba también recuperarse espiritualmente.
 
Reintegrados  después  de un largo paréntesis, a la vida religiosa regular, yo fui destinado a la casa salesiana de Deusto-Bilbao, para después incorporarme definitivamente a nuestro colegio de Bachillerato de Salamanca, donde habría de transcurrir mi vida  laboral y apostólica  durante diez y siete años.
Mi hermano Leandro continuó sus estudios, hasta alcanzar la meta del sacerdocio. En su primera misa fueron padrinos de honor, don Eduardo y doña Consuelo  y mis padres, padrinos de altar.
 
Se acaba así una etapa larga de preparación , de casi veinte años,  logrando la ansiada cima del Ministerio del Señor, bajo la protección de tío Enrique Saiz Aparicio,  mártir, del que Dios se había servido para despertar en nosotros  una doble vocación: la de religiosos y sacerdotes. 
 
TREINTA Y OCHO AÑOS
 
Se cierra esta pequeña e intrascendente historia, con el mismo título y con las mismas o parecidas palabras con que se abrió. La peste, el hambre y la guerra, son las tres plagas con que Dios suele purificar a los hombres, por sus infidelidades contra las leyes de la Justicia y del amor. Terribles las tres.
 
Nosotros los españoles, sin quererlo a sabiendas, llevados de la justa mano de Dios, nos vimos obligados a escoger la tercera. Si cualquier especie o tipo de guerra es odioso, cruel y repugnante, ninguna como la guerra civil, o lucha entre hermanos, donde la pasión llega a alcanzar extremos inimaginables. Tanto como une ciegamente la sangre, separa y divide el odio y el rencor fratricidas. Que tal maldición no caiga sobre nosotros.
 
Los que vivimos y sufrimos la pasada, y salvamos la vida, nunca daremos suficientemente gracias a Dios, por tamaño beneficio.
 
Que esta sea la conclusión de estos mal hilvanados recuerdos: nuestra rendida entrega al Dueño de la vida y de la muerte.
Y gracias rendidas a ti, lector, por tu paciencia y comprensión.
 
Ellas me compensan, con creces, del esfuerzo e interés que en estas páginas puse.
                                               Fortunato Saiz Asturias, salesiano
 
El pasado verano desde Uruguay el padre salesiano Eugenio Alonso Blanco, fiel seguidor de Religión en Libertad nos enviaba, para su publicación, este escrito de un primo suyo, que a su vez, también fue salesiano. Se trataba de las memorias del salesiano Fortunato Saiz Asturias.
 
Estos son los breves datos biográficos de don Fortunato Saiz Asturias y su hermano Leandro.
 
Don Fortunato Saiz Asturias había nacido el 23 de abril de 1911 en Ubierna (Burgos). Bajo estas líneas con su tío mártir, el beato salesiano Enrique Saiz.
 

Comenzó el aspirantado (seminario menor)  en Carabanchel  (Madrid) en 1926. Fue ordenado sacerdote el 21 de mayo de 1936 por don Marcelino Olaechea. Los años de la Guerra Civil quedan aquí narrados, en estas Memorias, escritas 38 años después.
 
Pasada la Guerra, trabaja en Salamanca y luego en el año 1946 culmina los estudios civiles como licenciado en filología clásica e hispánica.
 
Trabaja después en colegios de Salamanca, Baracaldo, Urnieta y Santander, hasta que en el año 79 es trasladado a la casa para enfermos de Martí Codolar (Barcelona) donde fallece el 15 de agosto 1992.
 
El hermano  de don Fortunato, Leandro nació el 1 de abril de  1914 en Ubierna (Burgos). Entra en el aspirantado de Paseo de Extremadura (Madrid) en 1927. Inicia el Noviciado en Mohernando (Guadalajara) el 15 agosto 1931. Leandro se encontraba en Mohernando cuando estalló la Guerra y fue hecho prisionero y condenado a servir tres años en un manicomio.
 
Al finalizar la guerra fue destinado a Béjar, a completar el trienio. Recibe el sacerdocio de manos de Mons. Casimiro Morcillo el  19 de junio de 1943.
 
En el año 1950 con el título de licenciado en Geografía e Historia es destinado al colegio de Santander. Al año siguiente ya es personal del Colegio San Miguel del paseo de Extremadura donde pasará prácticamente su vida como profesor y confesor. Aquí desarrolló toda su actividad como salesiano.
 
En 1997 fue recibido en Martí-Codolar por el Director de la residencia Miguel Echamendi y en ella pasó feliz los últimos años de su vida. Falleció el 7 enero 1999.
 
Termina diciéndonos su primo Eugenio:
 
Don Leandro fue quien en 1955 me tomó examen en la casa de sus padres, en la calle San Pedro y San Felices, para enviarme a Astudillo y fue quien tuvo la homilía en mi primera Misa en 1971, en la Iglesia del Convento de Santa Dorotea de Burgos.
 
La madre de estos hermanos, Fortunato y Leandro doña Obdulia Asturias, era hermana de mi abuela Vicenta Asturias, madre de mi padre, Leonardo Alonso Asturias.
 
                                         Eugenio Alonso Blanco Asturias, sdb
            
 

Sobre estas líneas el padre Pedro Caranzano junto al padre Eugenio Alonso (a la derecha).
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