Martes, 16 de abril de 2024

Religión en Libertad

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1936. Memorias de un salesiano (11)

por Victor in vínculis

6. LA VIDA EN LA PRISIÓN (continúa)

LAS SACAS
 
Eran así llamadas las expediciones de presos, sacados de las cárceles para ser fusilados. Empezaron en los primeros días de noviembre. A las primeras horas de la madrugada subían los milicianos por las celdas. Llevaban como enlace un preso, el “chivato”, que, lista en mano iba llamando a las víctimas. Era inútil resistirse o hacerse el dormido. Sabían dónde se hallaba la presa.
 
Al acostarnos pensábamos si aquella noche sería la de nuestra cita con la muerte. Los “llamados” eran sometidos previamente a un simulado “juicio”, en el que se les acusaba de falangistas, encubridores, enlaces del enemigo o saboteadores del régimen. Esta farsa tenía, además, todos los agravantes de la “nocturnidad” amenazas, malos tratos, burlas sarcásticas y calumnias de todo tipo.

Se celebraba este odioso careo criminal en la planta baja, a puerta cerrada. Tres hombres enmascarados formaban el tribunal.
 
Dos milicianos con armas protegían sus espaldas. El “reo”, sentado en un banquillo, y deslumbrado por unos focos potentísimos, no podía distinguir a sus jueces. Después de larguísimo interrogatorio, algunos cacheos, y deshechos por los nervios y el miedo, acababan por “confesar”.  Según fueran más o menos culpables se les clasificaba por “conejeras”: la una, la dos y la tres. Algunos volvieron a sus celdas, otros iban camino de la muerte (bajo estas líneas, un fusilamiento).
 

A mí no me tocó bajar al “patíbulo”, pero sí a otros compañeros de la celda; entre ellos, a Pepe Villalva. Subió al fin después de tres horas de cruel agonía,  con angustia implorante; yo, mientras temí lo peor, recé por él. Pero, ¡cómo venía mi pobre hermano y compañero!
 
Dormíamos el uno al lado del otro; llegó temblando, con un ataque de nervios, casi histérico, como loco. ¡Díos mío, cuánto tardó en serenarse! Era incapaz de hablar, había envejecido y encanecido de espanto. Al fin, un poco recobrado, acertó a decirme:
 
-Pide a Dios que no te pase lo que a mí.
 
Cuando ya estuvo en sus cabales, me contó los detalles del terrible y repugnante proceso. Continuaron las sacas, todo el mes, hasta que fueron tales los “crímenes” que el Cuerpo Diplomático, tomó cartas en el asunto hasta lograr, si no la desaparición total, al menos si la suavización de tales “pamemas” trágicas.
 
Con motivo de las tan temidas “sacas” los sacerdotes tuvimos mucha tarea y no pocos consuelos, sabiendo y viendo cómo nuestros hermanos que eran condenados a muerte, se hallaban animosos y confortados, con el Divino Pan,  para recorrer su Vía crucis.
 
NO ME SEPARO DE TI
 
Nos edificó y confortó el caso, sin dejar de darnos una hondísima pena. En nuestra celda, convivían padre e hijo. No recuerdo sus nombres, pero sí su figura. Se apellidaban Parra. Eran muy queridos de todos. Él, era un alto empleado en la Telefónica. Su hijo, en plena juventud, quiso correr la suerte de su padre. Juntos vinieron a la cárcel. Y juntos quisieron partir, en el viaje definitivo.
 
En una de aquellas noches llamaron al padre. Se levantó sereno. Y entonces se entabló la más hermosa porfía entre padre e hijo: el padre abrazando al hijo, y rogándole con lágrimas que se quedara. El hijo, llorando y pidiendo al padre que no le abandonara. Nosotros, despiertos, disimulando la emoción, sentíamos el orgullo del padre, y la ternura del hijo. ¡Qué estampa tan delicada y tan cristiana! Me recordaba las Catacumbas.
 
Venció el hijo. Los guardias no opusieron resistencia. Se llevaron a los dos. A los dos los unió, más aun que el amor y la sangre, la corona del martirio. Me consta que ambos habían comulgado.
 
CONTRASTES: IMPRESIONES DE UN EX-CAUTIVO
 
Sería prolijo enumerar todos los incidentes, pequeños o grandes, de nuestra rutinaria vida carcelaria. Los días se sucedían lentos, monótonos, y amorfos. Sobre todo para nuestra impaciencia. Creíamos y esperábamos, con fe, nuestra liberación.
 
Por otra parte, el cielo había probado, con hechos, que quería salvarnos. Pero, a pesar de esta confianza, había momentos en que nos aplastaba la tristeza.
 
Aunque estábamos al corriente del avance de nuestras tropas, y del fracaso del ejército rojo, nos parecía que todo iba muy despacio.
 
La larga convivencia nos dio ocasión de conocernos un poco. Así pude catalogar a los presos por categorías, según su fachada, actitud, y movimientos. De este estudio surgieron los contrastes:
 
EL OPTIMISTA:
Escaseaba entre nosotros. Se les distinguía fácilmente. Siempre alegre, dentro de cierta preocupación. Se le veía inquieto, moviéndose de un grupo a otro, haciéndose portavoz de toda clase de “bulos”. Hinchando y agrandando los que le convenían, por aquello de llevar agua al molino. Para él, la guerra era cosa de días. Confiaba ciegamente en el triunfo de los nacionales. Su optimismo contagioso nos hizo mucho bien.
 
EL NEUTRO:
Había bastantes de este tipo. Sin fe en ninguno de los dos bandos. Ni creía ni dejaba de creer en los “bulos” Los oía como quien oye llover. Era un preso más y solo le interesaba el fin de la contienda, fuese cual fuese el resultado. Era un hombre poco comunicativo, introvertido, paseando a solas su propia soledad. Inspiraba compasión.
 
EL PESIMISTA:
Eran muchos los que por falta de fe en Dios y en los hombres, vivían malhumorados, tristes, apartados de toda convivencia. Creían en los “bulos” de signo negativo. Y como el optimista los suyos, los agrandaban y exageraban hasta el infinito. Instintivamente nos apartábamos de ellos.
 
El SOPLÓN:
Eran pocos los “soplones” y conocidos en general. Apenas intimamos con los de nuestra celda, y los de otras. Enseguida nos los señalaron. Eran los curiosos impenitentes que se dejaban caer. Se presentaban con piel de oveja, como de “derechas” y de “orden” criticando las irregularidades de la cárcel y encomiando a “los otros”. Gracias a Dios no nos sorprendieron, pero vendieron, como Judas, a muchos compañeros. 
 
EL QUE A HIERRO MATA…
 
Nuestra cárcel, como las demás, era un conjunto mixto, heterogéneo, muy bizarro, de gente de toda condición y credo: políticos, militares, civiles de prestigio, eclesiásticos y “presos comunes”, muchos de ellos, del “hampa”. Convivíamos en una promiscuidad extraña, cuyo denominador común eran: el miedo, el hambre, la miseria y el peligro continuo e inminente de muerte. Con todo, había entre los inquilinos de nuestra galería, dos tipos que llamaban la atención. Los dos compadecidos por la población penal, aunque por diversos motivos.
 
José, el “responsable” de los macabros sucesos del Carmen. En la plaza de este nombre, a espaldas de la Gran Vía, había y hay una iglesia, dedicada a la Virgen, bajo este título popular y de universal devoción.
 

 
Los madrileños la frecuentaban con asiduidad. En los primeros días de la revuelta de julio, fue quemada esta Iglesia (sobre estas líneas), como muchas de la capital. Pero no paró ahí la cosa. Al fin y al cabo, el fuego, en este caso sacrílego, sirvió como purificación (bajo estás líneas, burla de los milicianos con restos cadavéricos de dicha iglesia). Pero las turbas, sobre todo grupos de milicianos, se ensañaron en la profanación del lugar sagrado.
 

 
Organizaron procesiones burlescas, vistiendo los ornamentos sagrados y los objetos litúrgicos, utilizándoles para usos obscenos y reprobables.  Desenterraron además los cadáveres, violando los sepulcros y exponiendo las momias, a las puertas del templo. Se cometieron las más bajas y repugnantes felonías. Responsable directo de estos actos fue el tal José.
 
Lo metieron en la cárcel. ¿Qué “crímenes” se le imputaron, que obligaron a sus mismos congéneres o a las autoridades a encerrarlo?
 
¿Acaso no fue la justicia de Dios, que empezó a actuar, para escarmiento de los sacrílegos profanadores y para tormento y vergüenza del mísero responsable?
 
Lo cierto es que fue compañero nuestro de prisión. Lo recuerdo paseando, siempre solo, siempre triste, siempre como avergonzado de que toda la Galería le echase en cara, sin palabras, su criminal conducta. En su pecado, llevaba la penitencia. A mí, lo confieso me daba una lástima infinita… Un día lo sacaron y lo fusilaron. El que a hierro mata…
 
Otro caso no menos llamativo, aunque bajo otro aspecto, fue el de un militar, de alta graduación. Compartía nuestra sala, pero no nuestras esperanzas. Era Teniente Coronel de la Guardia Civil. Quiero recordar su apellido. Se apellidaba Delgado. Se resistió a unirse a los militares nacionales y contribuyó en parte, al fracaso de la Conjura en Madrid. Tuvo miedo y se entregó, incondicionalmente a las fuerzas del gobierno rojo. Pronto pagó y bien cara su traición. Los mismos a quienes quiso servir, fueron sus crueles verdugos. Le encerraron en Porlier, a la espera  de un ajuste de cuentas.
 
Compartía nuestra sala, pero no alternaba. Se le veía muy circunspecto, muy serio y muy preocupado. Jamás lo vi sonreír. Cuando lo conocimos, empezamos a compadecerle. Yo sobretodo, lo comparaba con don Eladio, tan valiente, tan caballero y tan español. Los dos eran de igual graduación en el Ejército, casi de la misma edad, pero qué diferentes, moral y espiritualmente.
 
A don Eladio lo vi siempre con un rosario en las manos; al otro jamás lo vi en actitud orante. Acaso rezaba en su interior, pero ni su presencia, ni su actitud lo delataban. Alguien llegó a afirmar, no sé con qué fundamento, que era masón.  Siendo así, se explica su comportamiento como hombre carente de creencias.
 
Lo que no se explica es su traición a la causa nacional. ¿Lo hizo acaso por pertenecer a las Logias? Con su muerte se llevó el secreto. Nos dio, eso sí, una última lección de sinceridad. Recuerdo haber hablado, pocas veces, y muy poco con él. Me repelía, instintivamente, su trato, sin dejar de compadecerle, porque veía que sufría. Al fin un día me dijo, tratando yo de animarle:
 
-Mire -me dijo- agradezco su simpatía y compasión, pero no tengo remedio. Mi vida está perdida. Me han traicionado estos, y me condenarán los “otros”.
 
Traté en vano de convencerle de lo que ni yo mismo creía. De nuevo se repetía lo de que “el que a hierro mata…".
 
Estos dos hombres, en medio de miles de compañeros, vivían solos, aislados y desamparados de todo humano alivio. Paseaban, a lo largo de la Galería, rumiando su tragedia. Nadie alternaba con ellos, antes bien se les dejaba de lado, como si fuesen pobres “apestados”.
 
DICIEMBRE, UN SUSTO MAYÚSCULO
Pasó noviembre con su pesadilla. Logramos superarlo, con la ayuda de Dios. Muchos de los que compartían nuestras preocupaciones, nuestras inquietudes y nuestros temores estaban ya con Dios. Nosotros seguíamos a la espera de la liberación.
 
La teníamos al alcance de la mano, pero, al tocarla, se nos desvanecía. Era ni más ni menos el suplicio de Tántalo. Pero además de habernos acostumbrado, relativamente, a la cárcel, la vida de los reclusos se había suavizado notablemente, ante la presión de las Embajadas.
 
Había cedido el furor sádico y satánico de noviembre. La fiera, harta de sangre, parecía dormida. En realidad se tomaba un respiro, para nuevos ataques. Madrid se hallaba cercada, pero la defensa de la ciudad era reñida y encarnizada.  Otros objetivos militares más urgentes, hacían, al parecer, olvidar los frentes de la capital. Había, pues, que esperar.  Pero ¿hasta cuándo? La impaciencia iba rompiendo o aflojando sus muelles.
 
UN SUSTO
 
A partir de los bombardeos nocturnos, casi diarios, que producían un respeto imponente y ante los cuales, solo nos quedaba un recurso, el de estar preparados y encomendarse a Dios; ya no nos impresionaban ni los registros, ni la llegada de nuevos presos ni la marcha de otros.
 
Nos encontrábamos como acorchados, faltos de sensibilidad para las más diversas situaciones. Había yo notado que algunos presos, sufrían depresiones de ánimo, que no podían disimular: paseaban nerviosos, azorados, hablaban solos, gesticulaban y gritaban con destemplanza.
 
La debilidad, el temor, la incertidumbre, las penas, iban calando en el espíritu y minando la fibra de muchos espíritus. Enflaquecían los cuerpos, por el obligado ayuno y perdía claridad y luz la mente de muchos. ¿Era la locura más o menos pálida?
 
A mí me tocó perder nada menos que veintisiete kilos. La debilidad física iba acompañada de la mental y espiritual.
 
Muchos quedaron tarados y aún perecieron, llegada la paz, porque no pudieron  remontar el bajón. No se recuperaron jamás.
 
Nunca me ha costado madrugar, pero me ha costado siempre trasnochar.
 
Por las calendas de diciembre, a medida que se apretaba el cerco de los nacionales, aumentaba la escasez de los alimentos y de los artículos de primera necesidad. Entre ellos, el agua. Los que madrugaban en la cárcel, podían atender con cierta facilidad a las más perentorias necesidades: el aseo, lavado de la ropa y otras.
 
Pues bien, un día, al entrar en los servicios, me topé sin esperarlo con un “fiambre”, como entonces se decía. Un pobre hombre, al que ni reconocí, en la luz incierta y débil del local,  se había ahorcado  en el marco de uno de los  wáteres.
 
Colgaba cuan largo era, más negro que amoratado, de un lazo corredizo, hecho con la camisa y unos pañuelos.  La lengua casi de dos cuartas, pendía negra y rígida de la boca entreabierta. Mi reacción instintiva fue la de escapar asustado. Volví sobre mis pasos, contemplé el cadáver rígido, y me atreví a tocarlo. Estaba frío. ¿Cuánto tiempo llevaba ahorcado? Recé una oración. Acudí al cuerpo de guardia. Acudieron el Oficial de Prisiones y los guardianes. Se lo llevaron antes de que lo advirtieran los demás. Una víctima más de los nervios o de la desesperación.
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